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Mi primera segunda casa

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La primera sensación que tuve al aterrizar en Irlanda fue decepcionante. Parecía que hubiéramos ido al campo de excursión, solo que a uno devorado por un verde implacable e infinito. El césped y los hierbajos crecían anárquicamente haciéndole bullying a la tierra y al albero, pisoteándolos sin piedad, y las casas parecían no seguir ningún orden concreto, como si un gigante las hubiese ido sacando de su enorme bolsillo para sembrarlas al azar por los caminos.

Había viajado hasta allí con la academia de inglés en la que estaba apuntado, poco antes de terminar la EGB, con trece años. Mi madre me había preguntado si prefería irme de viaje con el colegio o con la academia, y puesto que los del colegio iban a Mallorca la respuesta estaba clara.

Mis padres me habían dejado en el aeropuerto con un bocata envuelto en papel de aluminio y varios tomos del Súper Humor en la mochila. Estaba muerto de miedo, como el resto de los niños que iban llegando mirando al suelo cabizbajos e inseguros. No conocía a ninguno porque venían de distintas academias y según me contaron más tarde, aquellos que sí se conocían rezaban por no tener que tratar conmigo en Irlanda, porque les parecía un chulito. A Juanma, un chico regordete y pecoso que venía de la academia de Triana (el barrio de la competencia) le bastó charlar conmigo un poco durante el vuelo para darse cuenta de que la parte más dura y más chula de mi cuerpo era la camiseta heavy que llevaba puesta.

La directora, de nombre Ethel Troy, se fue paseando durante el vuelo para explicarnos en qué consistía el programa: formaríamos parejas y pasaríamos todo el verano con una familia irlandesa; era algo así como un intercambio pero unilateral, y por suerte no implicaba ocuparme luego de un irlandés pelirrojo en la plaza del Pelícano. A Juanma y a mí nos tocó juntos. Se nos entregó una tarjetita en la que venía escrito el apellido de nuestra familia en Ardmore. La nuestra eran los Mulcahy.

El perfecto inglés británico de la academia o el del profesor sevillano de mi colegio no tenían nada en común con el de la señora Mulcahy cuando la conocimos. Lo único que llegamos a comprender mientras soltábamos las mochilas en la entrada fue su nombre: Eileen.

Nos presentamos tímidamente y ella sonrió mostrando unos dientes amarillos que parecía que alguien le hubiera lanzado con un tirachinas, luego nos hizo pasar a su casa. Estaba hecha de una madera oscura barnizada que sumada a la iluminación pobre y anaranjada daba una sensación de angustia considerable.

Eileen nos guio hasta el salón donde se encontraban su marido John y sus tres hijas. Solo recuerdo el nombre de Rebeca, la más joven, que nos clavó una mirada de odio enorme mientras se presentaba y luego volvió a sus deberes como si no existiésemos. Las otras dos hermanas fueron más amables y sonrieron un poco; eran casi adultas, no les importábamos nada, iban a saludar y a desaparecer de nuestra vista todo el verano. John era un gigante de dos metros incrustado en un sillón de orejas que ni siquiera se presentó; era un hombre de campo, rosado y bonachón que dejaba a Eileen hablar por él. No exagero si digo que no nos dirigió más de dos palabras en todo el verano.

Ignoro si los Mulcahy tenían en esa enorme casa un baño secreto al que solo accedían ellos, pero al nuestro no entraron en todo el verano. Este no tenía ducha, sino una enorme bañera con patas que solo podías llenar hasta la mitad. La bañera tenía una marca en el costado y si el agua superaba ese límite el suelo de madera se rompía y caías al salón aplastando a John y a las hermanas. Eileen nos explicaba esto con mucho cuidado, en un inglés grave y casi comprensible, de rodillas dentro de la bañera y escenificándolo todo con esos tonos y gestos que usan los adultos para meter miedo a los niños.

No nos dieron toallas ni mudas de sábanas, así que Juanma y yo nos pasamos tres meses durmiendo sobre la misma funda amarillenta y secándonos el cuerpo con una sudadera después del baño. La humedad del ambiente era tan grande que el moho tenía más espacio que nosotros en la habitación: tuve un par de ataques de asma durante mi estancia allí.

La mejor parte de la casa era el jardín. Por supuesto nadie mantenía mínimamente el césped ni las plantas, la semilla irlandesa indomable crecía a su antojo trepando por la casa y los cuartuchos de al lado donde John guardaba sus herramientas. En el centro del jardín había una especie de lago estrecho, que probablemente comenzó siendo una piscina y, como nadie se ocupó de mantenerla, los nenúfares y otras plantas acuáticas se adueñaron también de esa zona de la casa. El agua estancada estaba verde pero curiosamente no olía demasiado. Desde el preciso instante en que lo vi no paré de repetirle a Juanma que iba a saltarme el lago de punta a punta antes de volver a España.

Estábamos tan alejados del pueblo en comparación con los otros niños que Eileen nos tenía preparadas dos bicicletas para los trayectos, y estas eran tan viejas que parecían ir desmembrándose cada veinte metros. Camino al centro íbamos cuesta abajo, la vuelta era sencillamente infernal.

La peor parte del viaje, pensé, serían las clases obligatorias que teníamos dos días en semana. Sin embargo, en una de esas clases descubrí a Sandra. La excitación del viaje me hizo no reparar en ella hasta pasados unos días: tenía unos enormes ojos rasgados, una perfecta cara muy redondita, y una sonrisa lisérgica, adormilada; para rematar llevaba ese flequillo cortado recto que tantísimo me ha gustado siempre en una mujer. Me enamoré al instante.

A partir de ese momento convencí a Juanma para que fuésemos todos los días a la casa donde se hospedaban Sandra y su amiga Inma, con una familia infinitamente más moderna que la nuestra, porque así como mis padres por entonces nunca me hubieran permitido estar solo en mi habitación con una chavala, estos tipos nos permitían a Juanma y a mí encerrarnos con ellas a diario. Nada me interesaba ya en Irlanda más que visitar a Sandra y a eso me dediqué gran parte del verano.

Nuestra relación con los Mulcahy, aunque breve, era intensa. Esa familia hacía el verano con lo que cobraba por aguantar allí a dos españoles de trece años, y nosotros nos pasábamos el día fuera. A la casa íbamos para comer y dormir; sin embargo, un día sucedió algo curioso y difícil de olvidar: Juanma y yo volvíamos de casa de Sandra e Inma como de costumbre y cuando nos acercábamos a la nuestra vimos la puerta principal abierta de par en par. A medida que nos adentrábamos íbamos comprobando que la moqueta estaba repleta de colillas, platos con restos de comida y porquerías inimaginables. La casa no lucía muy distinta la primera vez que entramos, pero aquello era demasiado. Por si fuera poco, un olor fortísimo salía de la habitación de los padres, era un bofetón que me recordaba al botiquín de mi padre en Sevilla cuando iba a verlo al trabajo, ese fuerte olor a consulta de médico, a agua oxigenada, medicinas y alcohol de curar heridas.

Se nos dijo desde el primer momento que jamás entrásemos en la habitación de los Mulcahy, fue algo en lo que insistieron mucho, pero ese día tuvimos que abrir la puerta. Cuando Juanma y yo vimos el estado del dormitorio nos asustamos tanto que salimos corriendo hacia el jardín, porque pensábamos que alguien había entrado a robar. Juanma me decía: «Manolo, vámonos de aquí, tío, que el ladrón puede seguir dentro».

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