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3. Ubicación y desubicación del derecho constitucional en el mundo jurídico

La constitución como derecho positivo: ¿de regreso al iusnaturalismo y al discurso ético?

Desde finales del siglo xviii y durante el siglo xix, el derecho constitucional ingresó al derecho positivo de los Estados, componente del orden normativo objetivo vigente en una comunidad nacional, cuya validez puede someterse a demostración empírica y lógica (fuentes formales constatables) y cuyo contenido es susceptible de descripción sistemática por la ciencia de la dogmática constitucional. Hoy las discusiones sobre la constitución de un Estado se apartan del terreno cenagoso y turbio del derecho natural. Con todo, en el derecho constitucional actual —especialmente bajo la Carta del 91— es frecuente la remisión a conceptos y estándares propios del derecho natural, y muchas normas constitucionales utilizan un lenguaje iusnaturalista idéntico al del liberalismo dieciochesco. Así se refleja en la redacción de los artículos 5 y 94 (Const. 1991), los cuales se refieren a “derechos inalienables y derechos inherentes a la persona”, derechos que “se reconocen” (ergo no se otorgan), y cuya fuente normativa no son las normas constitucionales codificadas o los tratados internacionales, sino que existen per se y deben inferirse a partir de elaboraciones de tipo axiológico, propias del discurso moral.4

En buena medida, el discurso de los derechos humanos e incluso de los derechos fundamentales está todavía imbuido de la idea de los derechos naturales, innatos, cuya existencia no deriva de normas positivas. Según este discurso, los derechos (y su contenido) se infieren mediante un razonamiento axiológico, a partir de ciertos valores supremos, tales como la dignidad humana o la justicia, valores cuyo contenido no se precisa fácilmente. La mejor doctrina anglosajona reconoce en los derechos civiles verdaderos derechos morales (moral rights), componentes del orden ético cimentador de las sociedades occidentales y que se proyectan sobre la juridicidad para insuflar en ella el contenido ético mínimo que la hace reconocible como juridicidad. En contraste con los derechos subjetivos civiles, aquellos son derechos sin relación jurídica, toda vez que en ellos la relación tríadica —titular del derecho (sujeto pretensor), sujeto obligado y contenido obligacional concreto—, cuando no es inexistente, es esquiva o difusa.

En este sentido, el derecho constitucional puede entenderse como una cierta positivación del derecho natural, especialmente en cuanto a los derechos humanos y fundamentales, que se libera de la retórica aceitosa del iusnaturalismo, el cual, así como da fundamento a los postulados liberales humanistas del siglo xviii, también le suministra vergonzosos argumentos al Mein Kampf de Hitler para reclamar los derechos naturales de la raza aria para dominar a las razas “inferiores” y exterminar a las rivales. Sobre este consustancial desplazamiento del derecho constitucional —especialmente en derechos humanos— hacia el discurso moral, Laporta San Miguel (1995) resalta la incorporación de pautas morales al derecho positivo en el que encontramos “apelaciones directas a normas o principios de ética social o personal […]. Por lo que puede muy bien decirse que la inspiración de esas normas es, por lo general, el conjunto de pautas de la ética política del mundo contemporáneo” (p. 63). Y dice también:

El llamado Estado social podría así ser reinterpretado como un aparato normativo jurídico que incorpora a sus normas la dimensión específicamente moral de los deberes positivos tanto particulares como generales y, en ese sentido, hace una apelación particularmente intensa a la ética (p. 57).

En este componente ético del discurso constitucional, la certeza que aporta el razonamiento técnico propio de la dogmática positivista cede terreno a favor de una metodología más intuitiva con fuertes tintes de emotividad o sentimentalidad. La racionalidad de la hermenéutica jurídica no campea tan luminosamente en el terreno de los derechos fundamentales ni, en general, en el razonamiento moral, ya que en este la razón —como ha demostrado Russell (1987)— es un instrumento maravilloso para encontrar los medios adecuados a un fin vital valioso que el ser humano o un colectivo se proponga, pero se revela absolutamente inservible para mostrar cuáles son esos fines correctos que ese individuo o comunidad debería tratar de alcanzar. Ningún ejercicio racional puede demostrar la superioridad moral de la solidaridad hacia las personas vulnerables como el gran fin hacia el cual deberíamos dirigir nuestras mejores energías individuales o colectivas, pero una vez elegido ese gran fin —por apegos eminentemente emocionales e irracionales—, la razón y la ciencia son instrumentos altamente útiles para seleccionar los medios idóneos para hacer feliz o aliviar el sufrimiento de la población marginada o discriminada (verbigracia, un programa de acceso a la formación artística, deportiva y literaria para los niños abandonados).

Como una opción ideológica valiosa —una fe— la Carta del 91 erigió la dignidad humana en fin legitimador de toda actuación estatal, pero pudo haber escogido la gloria de la nación o la misión histórica del proletariado como supremo valor del orden político, sin que racionalmente estos últimos fueran deleznables per se. Pero, una vez reconocido que todo ser humano —aun el más perverso— posee una inviolabilidad esencial (fe que expresamos en los artículos 1, 5 y 94 de la Constitución del 1991), quedó proscrita toda forma de tortura como medio para obtener evidencias judiciales o policiales, aunque el artículo 12 (Const. 1991) no la hubiera prohibido expresamente.

Con todo, dado que la dignidad humana como estándar ético axial apenas hizo su entrada al mundo del derecho positivo muy recientemente (Ley Fundamental alemana de 1949, art. 1), todavía su contenido y alcance constituyen un terreno ambiguo y su manejo es inseguro para el operador jurídico. Por lo tanto, es arduo, si no tramposo, legitimar constitucionalmente instituciones como el servicio militar obligatorio, la detención precautelativa del procesado, la tipificación del incesto entre adultos como delito, en cuanto todas ellas niegan a la persona individual su estatus de fin valioso en sí mismo, y la convierten en un instrumento para otros fines plausibles del orden político.5

Valores, principios y reglas

La entrada —y por la puerta grande— del discurso ético-axiológico al derecho constitucional implica que este orden positivo se compone no solo de normas-reglas sino también, y, ante todo, de normas-principios e incluso de valores. Autores como Alexy (1997) y Zagrebelsky (1995) han demostrado que los derechos fundamentales solo pueden manejarse como piezas del derecho positivo si se conciben como principios fundamentales, no como reglas del tipo: “si se da el supuesto fáctico X (con los elementos a, b, c), debe darse la consecuencia C (con los elementos o, p, q)”. Como principios, las normas iusfundamentales postulan un estado ideal de cosas que se deberá buscar siempre y en el mayor grado posible (por ejemplo, la libertad y la presunción de inocencia), pero aceptando su relativización mediante limitaciones o restricciones (verbigracia, la detención preventiva), en aras de otro principio de igual relevancia constitucional (derechos de las víctimas a la eficacia de la justicia). Pero, aún más, ese ordenamiento positivo incorpora los valores supremos (justicia, dignidad humana, trabajo) como cimientos legitimadores de nuestro Estado; valores de contenido y alcance extensos, pero variados y difusos —por ejemplo, la justicia—, por lo que la argumentación que los invoca no puede conducir a decisiones únicas o uniformes sino, a lo sumo, a soluciones con cierta y relativa plausibilidad. Argumentar con mínimo de plausibilidad en derechos fundamentales exige la referencia insoslayable a valores axiales, como han dicho las sentencias T-406 de 1992 y C-479 de 1992.

La constitución: ¿derecho público o privado?

La visión tradicional ubica el derecho constitucional como parte y cimiento del derecho público, ajeno y distante del derecho privado. La constitución poco o nada tiene que decir al derecho civil (verbigracia, a un contrato de compraventa), de familia (verbigracia, custodia de los hijos), comercial (verbigracia, la exigibilidad de pagarés) y de tierras. El derecho constitucional es una disciplina jurídica centrada en las relaciones entre sujetos públicos que ostentan la calidad de órganos del Estado, a través de los cuales se manifiesta la soberanía en sus diversas formas, o en la relación entre tales órganos y sujetos particulares; pero nada tiene que decir sobre las relaciones entre personas particulares que actúan en la vida privada sin potestades de poder público y en relaciones primordialmente horizontales (entre iguales que se ligan obligacionalmente, ante todo, por la autonomía de su voluntad). Hasta ahora se consideraba que el derecho privado repelía la intromisión del derecho constitucional, incluidos los derechos civiles y las garantías constitucionales como el debido proceso, las libertades individuales de expresión, el libre desarrollo de la personalidad, entre otros. Tales conceptos eran considerados un límite al poder soberano, no a los particulares ni a la libertad negocial.6

Proveniente del derecho romano, la tradicional dicotomía público/privado se erige sobre el criterio de la presencia o ausencia de un órgano del Estado en una relación jurídica y en los intereses que dicha relación protege, y presupone la superioridad o prevalencia de lo público sobre lo privado. Al respecto Bobbio (2015) asocia la esfera de lo privado a las relaciones de mercado entre sujetos formalmente iguales, sin subordinación ni jerarquía entre ellos, y cuya principal fuente de deberes y derechos es la autonomía de la voluntad, expresada básicamente en el contrato (pp. 3-6, 11). En consecuencia, la esfera de lo privado está asociada a la realización de justicia conmutativa (intercambio de bienes equiparables entre sí), en tanto que en la de lo público se realiza la justicia distributiva (reparto autoritativo de bienes y cargas). No obstante, la dicotomía falla en ámbitos como la institución de la familia y el derecho internacional (pp. 15 y ss.).

Prevalencia de lo público y disolución de la dicotomía público/privado

En la versión inicial de la dicotomía público/privado se le otorgó supremacía al derecho civil sobre el público, y entonces los preceptos de este fueron catalogados como excepciones a aquel. Con categorías del derecho civil se construyeron las del derecho público: verbigracia, el contrato como fundamento de la asociación estatal o el mandato como relación entre elector y elegido. Sin embargo, la constitucionalización de las relaciones de derecho privado, hoy cada vez más amplia, parece acentuar la prevalencia del derecho público. Aun así, en el fondo, esa expansión de la constitución al ámbito de los sujetos privados ha provocado realmente la disolución de la clásica dicotomía, al hacer de la norma constitucional la primera norma del ordenamiento y la primera fuente formal de derecho, pues tiene fuerza vinculante para todos los operadores jurídicos y posee aplicación directa en todo tipo de decisiones legislativas, administrativas, judiciales, de control y electorales, y gran parte de las de los particulares.

Cabe anotar que ya hacia mediados del siglo xx la línea divisoria entre derecho público y privado se había desdibujado hasta el punto en que los criterios que daban soporte a la dualidad devinieron inservibles. Con el advenimiento del Estado social, la intervención permanente y omnicomprensiva del Estado en la economía —otrora regida por el derecho privado— comporta la aplicación del régimen jurídico público (derecho administrativo) a parte considerable de las actividades de producción, distribución y utilización de bienes y servicios básicos bajo la forma de servicio público. Ello implica la función de regulación de tarifas y de condiciones del servicio (exempli gratia, en el régimen de transporte público), así como la supervisión de negocios comerciales (tales como la venta de acciones), la protección de usuarios y consumidores, etc. A su vez, la transformación del Estado en un empresario que compite con particulares en un mercado hace que todo el régimen del derecho mercantil y laboral privado pueda aplicarse en él. Hoy la tendencia a darle dimensión empresarial (lucrativa) a los servicios estatales implica que estos se rijan en la mayor parte de sus actividades por el derecho comercial (verbigracia, legislación de seguros o enajenación de bienes) y que asistamos a una huida del derecho administrativo hacia el derecho privado. ¿En dónde ubicamos, entonces, el derecho constitucional? En ambos campos, con una expansión cada vez más creciente al derecho privado, incluido el derecho civil, comercial, laboral, de familia, agrario, etc. Asistimos a la imparable constitucionalización de todo el derecho.

4 Como muestra de irreductible concepción positivista, Alexy (1997) sostiene que “siempre que alguien posee un derecho fundamental, existe una norma válida de derecho fundamental que le otorga ese derecho. Es dudoso que valga lo inverso. No vale cuando existen normas de derecho fundamental que no otorgan ningún derecho subjetivo” (p. 47).

5 Una perspectiva radicalmente positivista veta toda entronización del discurso ético en el derecho positivo como dañina y peligrosa, pues erosiona la certeza jurídica. Así, Hoerster (1992) sigue considerando “cuán vacía es necesariamente la fórmula del principio de la dignidad humana”; pues “no es nada más y nada menos que el vehículo de una decisión moral sobre la admisibilidad o inadmisibilidad de ciertas formas posibles de autodeterminación individual”, fruto siempre de una íntima valoración personal lógicamente fundamentada (pp. 91 y ss.).

6 Un autor clásico como Maurice Hauriou (2003) en su obra Principios de derecho público y constitucional así lo deja sentado al decir que “El Derecho constitucional es una rama del Derecho público” (p. 1). En el mismo sentido lo señala André Hauriou en su obra Derecho constitucional e instituciones políticas (1980, p. 32). Así mismo, en 1862, ya lo había sugerido el mítico teórico y político Fernando Lassalle (2005), al plantear que “La Constitución es la ley fundamental proclamada en el país en la que se echan los cimientos para la organización del derecho público de esa nación” (p. 35).

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