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Capítulo 5

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–¿ERES irlandesa? –preguntó Raúl.

Estelle vaciló un instante antes de asentir.

–Pero tu acento es inglés.

–Mis padres se mudaron a Inglaterra antes de que yo naciera –contestó con frialdad.

–¿En qué parte de Inglaterra viven?

–No viven –contestó Estelle.

Raúl dejó de insistir y cambió de tema.

–¿Y dónde conociste a Gordon?

–Nos conocimos en Dario’s –contestó Estelle, sintiendo todo su cuerpo en alerta–. Es un bar…

–Del Soho, sí, he oído hablar mucho de Dario’s. No es que haya estado. Creo que todavía soy demasiado joven para ir allí –sonrió ligeramente al advertir el sonrojo de Estelle–. Aunque a lo mejor debería probarlo.

Se acercó más a Estelle. Aquella joven de ojos verdes y pómulos redondeados le parecía asombrosamente atractiva. Había algo particularmente dulce en ella a pesar del vestido y del maquillaje, y su azoro resultaba tan raro como refrescante.

–Así que, al final, los dos estamos solos en la boda.

–Yo no estoy sola. Gordon no tardará en volver –no quería preguntar, pero se descubrió mirando la silla vacía que había al otro lado de Raúl–. ¿Cómo es que…? –se interrumpió. No era posible hacer esa pregunta de forma educada.

–Hemos roto esta mañana.

–Lo siento.

–No tienes por qué. En realidad, decir que hemos roto es una exageración. Solo llevábamos saliendo unas cuantas semanas.

–Aun así, las rupturas son duras –respondió Estelle, intentando ser educada.

–Nunca me lo han parecido –replicó Raúl–. Es la situación previa la que me resulta difícil.

–¿Cuando las cosas empiezan a ir mal?

–No, cuando empiezan a ir bien.

La miraba a los ojos, su voz era grave y profunda y lo que decía le resultaba interesante. A pesar de sí misma, Estelle quería saber algo más sobre aquel hombre tan fascinante.

–Lo duro viene cuando empiezan a preguntar qué vamos a hacer el próximo fin de semana. O cuando empiezan a decir «Raúl dice…» o «Raúl piensa». No me gusta que nadie diga lo que estoy pensando.

–Puedo imaginármelo.

–¿Sabes lo que estoy pensando ahora?

–No, no lo sé –estaba segura de que estaba pensando lo mismo que ella.

–¿Te gustaría bailar?

–No, gracias. Prefiero esperar a Gordon.

–Por supuesto –contestó Raúl–. ¿Has conocido ya a los novios?

–No –Estelle se sentía como si le estuvieran haciendo una entrevista–. ¿Eres amigo del novio?

–Fui con él a la universidad aquí en Escocia. Estudié aquí durante cuatro años y después me fui a Marbella. Pero esto sigue gustándome. Escocia es un país precioso.

–Sí, lo es. Bueno, por lo menos, lo poco que he visto.

–¿Esta es la primera vez que vienes?

Estelle asintió.

–¿Has estado en España alguna vez?

–El año pasado, pero solo unos días. Surgió una urgencia familiar y tuve que volver.

–¿Raúl?

Raúl apenas alzó la mirada cuando se acercó aquella mujer. Era la misma a la que habían apartado antes de la mesa.

–He pensado que podríamos bailar.

–Estoy ocupado.

–Raúl…

–Araminta –se volvió entonces para mirarla–, si quisiera bailar contigo, te lo habría pedido.

Estelle parpadeó, porque, a pesar de la suavidad del tono, sus palabras fueron brutales.

–Has sido un poco duro –le reprochó Estelle cuando Araminta se marchó.

–Es preferible ser duro a lanzar mensajes ambiguos.

–Quizá.

–Entonces… –Raúl eligió sus palabras con cuidado–, si cuidar a Gordon es un trabajo a tiempo completo, ¿a qué te dedicas cuando no estás trabajando?

En aquella ocasión, Estelle no frunció el ceño. No había ningún error en lo que estaba insinuando. Sus ojos verdes relampaguearon cuando se volvió hacia él.

–No me gusta esa insinuación.

A Raúl le sorprendió su respuesta desafiante, y también que se enfrentara abiertamente a él.

–Perdón, a veces mi inglés no es del todo bueno. Es posible que me haya expresado mal.

Estelle tomó aire mientras se preguntaba cómo debería comportarse. Al final, decidió que lo mejor era ser educada.

–¿En qué trabajas? –le preguntó–. ¿Tú también eres político?

–¡Por favor! –asomó a sus labios una reluctante sonrisa–. Soy uno de los directores de De la Fuente Holdings, y eso quiere decir que me dedico a comprar, mejorar edificios y a veces a venderlos. Mira este castillo, por ejemplo. Si yo fuera el propietario, no solo lo dedicaría a bodas exclusivas, sino que lo utilizaría también como hotel. Por supuesto, habría que restaurarlo.

Estelle no estaba en absoluto impresionada, pero intentó no demostrarlo. Raúl no podía saber que estaba estudiando Arquitectura Antigua y que los edificios eran su pasión. La idea de que aquel lugar fuera modernizado la dejaba fría. Desgraciadamente, Raúl no.

Ni una vez en sus veinticinco años de vida había reaccionado ante un hombre como lo estaba haciendo con Raúl. Si hubiera estado en cualquier otra parte, se habría levantado y se habría marchado. O a lo mejor se hubiera inclinado hacia él para besarle en la boca.

–Entonces, ¿es un negocio de tu padre? –le preguntó.

–No, era un negocio de la familia de mi madre. Mi padre lo compró cuando se casaron.

–Lo siento, has dicho que te apellidabas De la Fuente y creía que ese era tu apellido.

–En España tenemos dos apellidos, primero el del padre y luego el de la madre. Mi padre se llama Antonio Sánchez, y mi madre se llamaba Gabriela de la Fuente.

–¿Se llamaba?

–Murió en un accidente de coche.

Normalmente, no le costaba tanto decirlo y, siempre que lo hacía, luego cambiaba rápidamente de tema. Pero, después de lo que le habían dicho aquella mañana, descubrió de pronto que no podía hacerlo. Intentando recobrar el aplomo, alargó la mano hacia su copa de agua e hizo un esfuerzo para no pensar en ello.

–¿Ha sido algo reciente?

Estelle le vio batallar contra sí mismo. Sabía, y seguramente mejor que nadie, lo que sentía, porque ella había perdido a sus padres de la misma forma. Le vio vaciar el vaso de agua y parpadear antes de que reapareciera el Raúl afable de antes.

–Murió hace años –contestó, quitándole importancia–, cuando yo era niño –retomó el tema de conversación anterior, negándose a profundizar en su pasado–. Mi nombre verdadero es Raúl Sánchez de la Fuente, pero resulta demasiado largo para una presentación.

–Sí, me lo imagino.

–Pero no quiero perder el apellido de mi madre y, por supuesto, mi padre espera que mantenga el suyo.

–Es bonito que se transmita el apellido de la mujer.

–En realidad, solo lo hace durante una generación, el mayor peso sigue teniéndolo el del hombre.

–Entonces, si tuvieras un hijo…

–Eso nunca ocurrirá.

–¿Pero si lo tuvieras?

–Que Dios no lo permita –Raúl dejó escapar un pequeño suspiro–. Intentaré explicártelo. ¿Cómo te apellidas?

–Connolly.

–Muy bien, imagínate que tenemos una hija y la llamamos Jane.

Estelle se sonrojó al pensar, no en el hecho de tener una hija, sino en lo que tendrían que hacer para llegar a tenerla.

–Se llamaría Jane Sánchez Connolly.

–Ya entiendo.

–Y cuando Jane se case, con, por ejemplo, Harry Potter, esta se apellidaría Sánchez Potter. ¡El Connolly desaparecería! Es muy sencillo. Por lo menos lo del apellido. Lo difícil es lo de los cincuenta años de matrimonio. No puedo imaginarme atado a otra persona y, desde luego, no creo en el amor.

–¿Cómo puedes decir eso en una boda? –le desafió Estelle–. ¿No has visto cómo sonreía Donald a la novia?

–Claro que lo he visto. Era la misma sonrisa que tenía en su boda anterior.

–¿Estás hablando en serio? –preguntó Estelle, riéndose.

–Completamente.

Pero estaba sonriendo, y, cuando sonreía, a Estelle le entraban ganas de ponerse las gafas de sol. Porque su deslumbrante sonrisa la cegaba a todos sus defectos, y estaba convencida de que un hombre como él tenía muchos.

–Te equivocas, Raúl. Mi hermano se casó hace un año y su mujer y él están profundamente enamorados.

–Un año –él se encogió ligeramente de hombros–. Todavía están en la fase de luna de miel.

–Durante este año han superado más obstáculos que algunas parejas durante toda su vida –aunque no pretendía hacerlo, se descubrió a sí misma abriéndose a él–. Andrew, mi hermano, sufrió un accidente durante su luna de miel, en una moto de agua… Ahora va en silla de ruedas.

–Debe de costar mucho acostumbrarse a algo así –Raúl pensó en ello un momento–. ¿Eso fue lo que te obligó a volver a casa cuando estabas de vacaciones en España?

–Sí, y, desde entonces, su situación está siendo muy dura. Amanda estaba embarazada cuando se casaron…

No sabía por qué le estaba contando todo aquello. A lo mejor porque era más seguro que bailar. O porque le resultaba más fácil contar la verdad sobre su hermano que inventarse historias sobre el Dario’s.

–Su hija nació hace cuatro meses, y justo cuando pensábamos que todo iba a cambiar…

Raúl vio que los ojos se le llenaban de lágrimas, y que parpadeaba rápidamente para apartarlas.

–Tiene un problema en el corazón. Están esperando a que crezca un poco más para operarla.

Raúl la vio meter la mano en el bolso para sacar una fotografía. Vio a su hermano, Andrew, y a su esposa, y a un bebé diminuto con un ligero tono azulado. Comprendió entonces que no eran lágrimas de cocodrilo las que había visto durante la ceremonia.

–¿Cómo se llama?

–Cecilia.

Raúl la miró mientras ella contemplaba la fotografía, y comprendió el motivo por el que estaba allí con Gordon.

–¿Tu hermano trabaja?

–No –Estelle negó con la cabeza–. Era trabajador autónomo. Él…

Guardó la fotografía y tomó aire. No soportaba pensar en todos los problemas de su hermano.

Raúl decidió entonces aligerar el tono de la conversación.

–Se me están enfriando las piernas.

Estelle soltó una carcajada y, justo en ese momento, les hicieron una fotografía.

–Una fotografía de lo más natural –aplaudió el fotógrafo.

–Nosotros no… –comenzó a decir Estelle.

–Tenemos que movernos –Raúl se levantó–, y Gordon me ha dicho que cuide de ti.

Le tendió la mano. Para él, aquel baile era mucho más importante de lo que Estelle se podía imaginar. Con él pretendía asegurarse de que Estelle pensara solamente en él, de que su propuesta no le pareciera algo impensable. Pero antes quería que supiera que sabía la clase de negocios en los que andaba metida.

–¿Te gustaría bailar?

En realidad, Estelle no tenía elección. Se dirigió con él a la pista de baile, esperando que la orquesta tocara algo más frívolo que sensual, pero todas sus esperanzas desaparecieron en el momento en el que Raúl la rodeó con los brazos.

–¿Estás nerviosa?

–No.

–Teniendo en cuenta que conociste a Gordon en el Dario’s, me imaginaba que te gustaría bailar.

–Y me encanta –Estelle forzó una sonrisa–, pero es un poco pronto para mí.

–Y para mí. A estas horas suelo estar preparándome para salir.

Estelle no era capaz de interpretar a aquel hombre. Bailaba con ella con elegancia y delicadeza, pero sus ojos no sonreían.

–Relájate.

Estelle lo intentó, pero no la ayudó el hecho de que Raúl se lo hubiera susurrado al oído.

–¿Puedo preguntarte algo?

–Por supuesto –contestó Estelle, aunque preferiría que no lo hiciera.

–¿Qué estás haciendo con Gordon?

–¿Perdón? –no se podía creer que se atreviera a preguntarlo.

–La diferencia de edad es evidente.

–Eso no es asunto tuyo –se sentía como si estuviera siendo atacada a plena luz del día.

–¿Cuántos años tienes?

–Veinticinco.

–Gordon tenía diez años más de los que tengo yo ahora cuando tú naciste.

–Eso solo son números –intentó apartarse, pero él la retuvo con fuerza.

–Por supuesto, supongo que solo le quieres por su dinero.

–Eres increíblemente grosero.

–Soy increíblemente sincero –la corrigió Raúl–. No te estoy criticando, no tiene nada de malo.

–¡Vete al infierno! –le dijo en español, agradeciendo las expresiones que le había enseñado una amiga española cuando estaba en el colegio–. Lo siento, a veces mi español no es muy bueno. Lo que quería decirte es…

Raúl presionó un dedo contra sus labios antes de que Estelle pudiera decirle en su propio idioma y con mayor crudeza a dónde podía largarse. Y la intimidad de aquel gesto tuvo el poder de silenciarla.

–Un baile más –dijo Raúl–, y volverás con Gordon. Y siento haberte parecido grosero. Créeme, no era esa mi intención.

Estelle entrecerró los ojos mientras analizaba su rostro y notaba cómo le latían los labios tras aquel ligero contacto. La razón le decía que se alejara de él, pero ganó su propia excitación.

La música se hizo más lenta e, ignorando su resistencia, Raúl la estrechó contra él. Estelle tenía razón al pensar que la estaba juzgando, pero no lo estaba haciendo duramente. Raúl admiraba a las mujeres capaces de separar los sentimientos del sexo. De hecho, él necesitaba una mujer así. Y le pagaría muy bien.

Estelle debería haberse marchado en aquel momento, debería haber vuelto a su mesa. Pero su cuerpo ingenuo se negaba a moverse. Parecía estar despertando en los brazos de Raúl.

Raúl la sostuvo de manera que se vio obligada a posar la cabeza en su pecho. Estelle sentía el terciopelo de la chaqueta en la mejilla. Pero era más consciente de la mano que reposaba en su espalda.

Por un instante, Raúl olvidó los motivos de aquel baile. Disfrutó de la delicadeza con la que Estelle se inclinaba contra él y se concentró solo en ella. En la mano que posaba sobre su hombro, bajo su pelo. Le acarició el cuello y deseó besarlo. Quería levantar aquella cortina negra y saborear su piel.

Por su parte, Estelle sentía la tensión que había entre ellos y aunque su cabeza negaba lo que estaba pasando, giró ligeramente el cuerpo para acercarse a él. Sintió el roce de su pecho en los pezones. Y Raúl presionó ligeramente.

–Yo siempre había pensado que el sporran tenía una función puramente decorativa.

Estelle sintió el calor de la piel del sporran contra su estómago.

–Pero, ahora mismo, es lo único que me permite tener un aspecto decente.

–Estás muy lejos de ser decente –le espetó Estelle.

–Lo sé.

Continuaron bailando, no mucho, solo meciéndose de vez en cuando, pero Estelle ardía.

Raúl podía sentir el calor de su piel contra sus dedos, podía sentir su respiración tan agitada que deseaba inclinar la cabeza y respirar contra sus labios. Se imaginó su pelo oscuro sobre la almohada y los pezones rosados en su boca. La deseaba, aunque aquella no fuera una sensación que le resultara cómoda.

Aquello solo era una cuestión de negocios, se recordó a sí mismo. Quería que aquella noche pensara en él. Que cuando se acostara con Gordon, fuera su cuerpo el que deseara.

Deslizó la mano bajo su pelo y descendió hasta la piel desnuda que asomaba por uno de los costados del vestido.

Estelle ansiaba que moviera la mano, que cubriera con ella su seno. Y Raúl le confirmó una vez más que sabía lo que estaba pasando.

–Pronto te devolveré a Gordon –le dijo–, pero antes disfrutarás conmigo.

Eran los preliminares del sexo. Lo eran hasta tal punto que Estelle se sentía como si Raúl hubiera deslizado los dedos dentro de ella. Y era mucho lo que podía sentir. A pesar del sporran, notaba el contorno de su sexo bajo la falda. Aquel era el baile más peligroso de su vida. Quería salir corriendo. Pero su cuerpo ansiaba sentir los brazos de Raúl. Las mejillas, apoyadas contra el terciopelo violeta de la chaqueta, le ardían, y podía oír el latido firme del corazón de Raúl.

El olor de Raúl era exquisito y el tacto de su mejilla contra la suya la hizo desear volver la cabeza y buscar el alivio de sus labios. Estelle no conocía el alcance de un orgasmo y era demasiado inocente como para saber que Raúl estaba haciendo todo lo posible para provocárselo.

Raúl sintió que Estelle descendía ligeramente sobre su pecho y, por un breve instante, se relajaba contra él.

–Gracias por el baile –aturdida y sin aliento, Estelle comenzó a retroceder.

Pero Raúl la retuvo, le levantó la barbilla y lanzó su veredicto.

–¿Sabes? Me gustaría verte maldecir y gritar en español.

La soltó entonces y Estelle buscó rápidamente refugio en el tocador de señoras y se mojó las muñecas con agua fría. «Cuidado», se dijo a sí misma, «tienes que tener cuidado, Estelle». La atracción era más intensa que cualquier otra que hubiera conocido. Pero sabía que un hombre como Raúl sería capaz de destrozarla.

Se miró en el espejo y se retocó el lápiz de labios; no podía comprender lo que acababa de ocurrir. Y menos que lo hubiera permitido. Que hubiera participado voluntariamente en ello.

–¡Ah, estás aquí!

Gordon le sonrió cuando regresó a la mesa y Estelle no pudo sentirse más culpable: había fallado incluso como acompañante.

–Siento haberte dejado. Un ministro quería hablar urgentemente conmigo, pero no conseguíamos establecer el contacto y, cuando lo hemos conseguido –sonrió con cansancio–, la verdad es que no tengo la menor idea de lo que pretendía decirme. Venga, ¡vamos a bailar!

Bailar con Gordon fue muy diferente. Se rieron y hablaron mientras Estelle intentaba no pensar en el baile que había compartido con Raúl.

–Raúl no te quita los ojos de encima –comentó Gordon–. Creo que le has causado una gran impresión.

Estelle se tensó en sus brazos.

–Tranquila, Estelle. Me siento halagado. Competir con Raúl es todo un cumplido.

Le dio un beso en la mejilla y Estelle apoyó la cabeza en su hombro. Después, miró a Raúl, que continuaba clavando sus ojos en ella. Intentó desviar la mirada, pero no fue capaz. Vio a Raúl curvando los labios en una lenta sonrisa, hasta que Gordon cambió de rumbo y Raúl desapareció de su línea de visión. Un segundo después, recorrió el salón con la mirada, rezando para que aquella peligrosa parte de la velada hubiera terminado. Y sí, Raúl había desaparecido.

E-Pack Jazmín Luna de Miel 2

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