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Capítulo 9
ОглавлениеRAÚL tenía razón.
Estelle estaba en el balcón de su lujoso apartamento, mirando hacia el puerto la mañana del día de su boda, y se sentía completa y absolutamente abrumada.
Había llegado a Marbella dos días atrás y apenas había parado desde entonces. Al entrar en aquel enorme apartamento, había podido hacerse una idea de la riqueza de Raúl. Disponía de cualquier capricho imaginable, desde un jacuzzi hasta una sauna. También tenía un amplio guardarropa. La única pega era que los armarios de la cocina y la nevera estaban vacíos.
–Si no quieres salir, puedes llamar al Café del Sol –le había dicho Raúl–, te traerán lo que quieras.
Lo único que le resultaba familiar era la fotografía que les habían hecho en la boda de Donald, elegantemente enmarcada en una pared. Pero hasta la fotografía había sido manipulada para que el maquillaje pareciera más discreto y el escote menos revelador.
Aquel había sido un duro recordatorio de que la consideraba una prostituta.
Raúl sabía con qué tipo de mujer quería casarse, que no era la mujer a la que había conocido, así que Estelle había tenido que ir a un salón de belleza para hacerse un tratamiento en el pelo y recibir clases de maquillaje.
–No necesito que me enseñen a maquillarme –había protestado Estelle.
–Claro que sí –había respondido Raúl–, es preferible ser más sutil.
Estelle tenía que acordarse constantemente de comportarse como la mujer que él pensaba que era. Una mujer que se mostraba encantada con su nuevo guardarropa y a la que no le importaba que Raúl le recomendara echarse un protector solar con un factor cincuenta plus porque le gustaba su piel pálida.
Pero no era aquello lo que la preocupaba aquella mañana, mientras contemplaba los lujosos yates del puerto. Aquella noche estaría en el yate de Raúl. Y compartiría su cama. Estelle no estaba segura de qué le daba más miedo, si perder la virginidad o que Raúl averiguara que nunca se había acostado con nadie.
La noche anterior, antes de salir a disfrutar de su última noche de soltero, Raúl le había dado un beso lento y profundo. El mensaje que le había enviado con la lengua había sido de lo más explícito.
–¿Por qué quieres hacerme esperar? –le había preguntado.
Esa misma noche lo averiguaría.
–Tiene una llamada de teléfono –Rosa, el ama de llaves, le llevó el teléfono al balcón.
Era Amanda, su cuñada.
–¿Cómo estás? –le preguntó.
–Aterrorizada –era preferible ser sincera.
–Todas las novias lo están –contestó Amanda–, pero Raúl te cuidará.
Raúl había conseguido encandilar a Amanda, aunque no había podido ganarse del todo a Andrew.
–¿Cómo es el vestido? –le preguntó Amanda.
–Precioso. Más bonito incluso de lo que me imaginaba.
Era lo único que le habían permitido decidir a ella. Lo había hecho todo por teléfono y por Internet, y los arreglos finales se habían hecho cuando había llegado a Marbella.
–¿Cómo está Cecilia? –preguntó, desesperada por tener noticias de su sobrina.
–Todavía está durmiendo. Pero, cuando se despierte, voy a vestirla para la boda, le haré una foto y te la enviaré. Aunque no podamos estar allí contigo, sabes que estaremos pensando en ti.
–Sí, lo sé.
–Y, aunque no somos hermanas, para mí es como si lo fueras.
–Gracias –dijo Estelle con los ojos llenos de lágrimas–. Para mí, tú también eres como una hermana.
No eran palabras vacías. Habían pasado muchas horas juntas en la sala de espera del hospital durante aquel año.
–¿Están llamando a la puerta? –preguntó Amanda al oír el sonido de un timbre.
–Sí, pero no te preocupes, ya abrirán.
–¿Tienes mayordomo?
–¡No! –Estelle se echó a reír, tragándose las lágrimas–. Solo tengo al ama de llaves de Raúl. Aunque esto pronto va a empezar a llenarse de gente, tiene que venir la peluquera…
Se volvió al oír su nombre y se quedó boquiabierta al ver a su hermano cruzando la puerta.
–¡Andrew!
–¿Así que está allí? –preguntó Amanda entre risas y volvió a ponerse seria–. Siento mucho no poder estar allí contigo. Pero con Cecilia…
–Gracias –dijo Estelle, y rompió a llorar.
–Creo que se alegra de verme –bromeó Andrew, haciéndose cargo del teléfono.
Habló un momento con Amanda y colgó.
–¡No me puedo creer que estés aquí! –exclamó Estelle.
–Raúl me dijo que necesitarías tener a alguien cerca y, por supuesto, yo quería estar contigo. Me ha asegurado que, si le pasa algo a Cecilia, dispondré de todos los medios para regresar.
A Estelle le costaba creer que hubiera hecho algo así por ella. Hasta ese momento, no había sido consciente de lo asustada que estaría aquel día. Pero, al parecer, Raúl sí.
–¿Cuándo llegaste?
–Ayer por la noche. Estuvimos en el Café del Sol.
–¿Saliste con Raúl?
–Desde luego, sabe cómo disfrutar de una fiesta –Andrew sonrió–. Yo ya lo había olvidado.
Aunque Estelle estaba haciendo todo aquello por su hermano y por su esposa, no había considerado aquel entre los muchos beneficios que les reportaría su boda. El que su hermano, que estaba teniendo serios problemas para aceptar que nunca volvería a caminar, fuera capaz de volar en avión hasta España.
–Tengo algo para ti.
Estelle se mordió el labio inferior, esperando que no se hubiera gastado un dinero que no tenía en un regalo para una boda ficticia.
–¿Te acuerdas de esto? –dijo Andrew mientras Estelle abría una cajita. «Esto» eran unos diamantes diminutos que habían pertenecido a su madre–. Papá se los compró a mamá para el día de su boda.
Estelle nunca se había sentido más falsa.
–Ya está bien de llorar –dijo Andrew–. Hay que prepararse para la boda.
Raúl rara vez se ponía nervioso, pero, curiosamente, mientras permanecía ante el altar esperando a Estelle, lo estaba.
Su padre casi se había creído su historia, y el futuro de Raúl en la empresa estaba asegurado, pero, en vez de regodearse por el hecho de que sus planes estuvieran saliendo como había previsto, solo podía pensar en los motivos que le habían llevado a dar aquel paso.
Volvió ligeramente la cabeza y vio a Ángela en medio de la iglesia. Estaba sentada al lado de su padre. La familia de su madre todavía no estaba al tanto del papel que había jugado en la vida de su padre, ni tampoco en la muerte de su madre.
Raúl miró hacia delante, furioso por el hecho de que Ángela hubiera tenido el valor de presentarse allí. Después, al oír el murmullo que se levantaba entre la congregación, giró la cabeza. La rabia desapareció para ser sustituida por un único pensamiento: Estelle estaba preciosa.
El vestido era de encaje de color crema. Era ajustado y mostraba sus curvas, pero de una forma muy elegante. Llevaba un ramo de flores de azahar y los labios pintados de color coral claro.
–Estás guapísima –le dijo cuando llegó a su lado, y era absolutamente cierto.
Estelle estaba visiblemente temblorosa y Raúl intentó bromear para tranquilizarla.
–Pero, como costurera, eres un desastre.
Estelle bajó la mirada hacia la camisa de Raúl y compartieron una sonrisa. A pesar de lo poco que se conocían, consiguieron encontrar un recuerdo común ante el altar. Raúl estaba haciendo referencia a la conversación que habían mantenido cuando le había comentado a Estelle que la tradición mandaba que la novia le bordara la camisa al novio.
–¡No voy a casarme con un millonario para sentarme a coser! –le había contestado ella.
Raúl se había echado a reír y le había dicho que las novias ya no bordaban toda la pechera de la camisa, sino solo una pequeña parte en la que podría poner lo que quisiera.
Él casi esperaba encontrarse con que Estelle le bordara el símbolo del euro, pero, aquella mañana, cuando se había puesto la camisa, había visto una piña diminuta en la pechera. Raúl todavía no había averiguado lo que significaba, pero le gustó ver que Estelle se relajaba.
Se arrodillaron juntos y, a lo largo de la celebración, Raúl fue explicándole en voz baja la ceremonia.
–El lazo –le dijo Raúl cuando le colocaron un lazo sobre los hombros que extendieron hasta llegar a los de ella.
El sacerdote les explicó entonces que el lazo que los unía simbolizaba la responsabilidad que ambos compartían en aquel matrimonio y que permanecería allí durante toda la ceremonia.
Pero no durante toda la vida, pensó Estelle.
Se sentía como un fraude. Y lo era, pensó mientras sentía cómo iba creciendo el pánico. Pero Raúl le tomó la mano y la miró a los ojos como si hubiera notado que se había puesto repentinamente nerviosa.
–Ahora te está pidiendo que le entregues las arras –le explicó.
Estelle entregó entonces la pequeña bolsita que Raúl le había dado cuando había llegado a su lado. Contenía trece monedas que simbolizaban el compromiso de mantenerla. Aquella era la única parte sincera de la ceremonia, pensó mientras el sacerdote bendecía las monedas.
–Tranquilízate –le susurró Raúl–. Estamos juntos en esto.
Pero se hubiera sentido mucho más segura si hubiera estado sola.
Cuando terminó la ceremonia, salieron de la iglesia y fueron recibidos por los vítores de los invitados y una lluvia de arroz y pétalos de rosa. Raúl posó la mano en su cintura y la tensó con fuerza cuando Estelle estuvo a punto de salir corriendo al oír una explosión.
–Son fuegos artificiales –le dijo–. Lo siento, había olvidado avisarte.
Y también los habría más tarde, pensó Estelle, cuando se acostaran y le dijera la verdad.
La celebración de la boda fue maravillosa, una fiesta interminable en la que se bailó hasta el amanecer y recibieron todo tipo de felicitaciones. Estelle conoció allí a Paola y a Carlos, los tíos de Raúl, que le hablaron de la madre de este.
–Se habría sentido muy orgullosa de su hijo si hubiera estado hoy aquí –le dijo Paola–, ¿verdad, Antonio?
Estelle se fijó en lo amables que se mostraron con el padre de Raúl y con Ángela, que estaba sentada con ellos.
–Mi hijo tiene un gusto excelente –la alabó Antonio, y le dio un beso en la mejilla.
Estelle le había conocido el día anterior y, aunque había sido Raúl el que se había encargado de contestar a la mayor parte de sus preguntas, ambos habían visto en sus ojos la sombra de la duda sobre su relación. Una duda que poco a poco iba desvaneciéndose.
–Me alegro de ver tan feliz a mi hijo.
Y, realmente, Raúl parecía feliz.
Raúl le sonrió mientras compartían su primer baile como marido y mujer con todos los invitados como testigos.
–¿Te acuerdas de nuestro primer baile? –le preguntó.
–Bueno, no vamos a repetirlo esta noche.
–No, todavía no –Raúl bajó la mirada e interpretó su sonrojo como fruto de la excitación.
Jamás podría imaginarse su miedo.
–Me muero de ganas de estar dentro de ti.
Raúl le acarició el brazo desnudo y ella se estremeció al pensar en lo que la esperaba. Se preguntaba si aquellos ojos dulcificados por el deseo terminarían oscurecidos por la furia.
–Raúl…
Aquel no era el mejor momento para decírselo, pero prefería hacerlo estando rodeados de gente.
–Estoy muy nerviosa por lo que va a pasar esta noche –confesó.
–¿Y por qué estás nerviosa? Pienso cuidar de ti.
Y era cierto, decidió Raúl. La monogamia nunca le había emocionado, pero quería cuidar a Estelle. Impulsado por una repentina necesidad de protegerla, tensó los brazos a su alrededor. Sintió de nuevo su nerviosismo e intentó hacerla sonreír.
–¿Puedo preguntarte por qué has bordado una piña en la camisa? –le susurró al oído.
–¡Es un cardo! –asomó a sus labios una sonrisa–. La flor nacional de Escocia.
Raúl se descubrió a sí mismo sonriendo.
–¡Llevo todo el día intentando imaginarme lo que podía significar esa piña!
Estelle se echó a reír y Raúl se descubrió a sí mismo sonriendo también. Bajó la cabeza y la besó suavemente.
Era algo esperable, por supuesto. ¿Qué novio no besaba a la novia? Desde que Raúl le había hecho aquella propuesta, Estelle había dudado muchas veces sobre la moralidad y la viabilidad de aquel proyecto. Pero, cuando Raúl la besó, cuando sintió el calor de sus labios y la caricia de su mano en la espalda, fueron las dudas sobre su propia capacidad para llevarlo a cabo las que la asaltaron. De pronto, se descubrió preocupada por su corazón.
Fue el momento. Fue el hecho de tener allí a su hermano. Todo pareció conjurarse para que se sintiera como si todo aquello fuera real, como si de verdad se quisieran.
Minutos después, se disculpó para ir al cuarto de baño. Necesitaba recomponerse. Desgraciadamente, para una novia no era fácil esconderse el día de su boda.
–¿Estelle? –Estelle se volvió al oír una voz–. Soy Ángela, la asistente del padre de Raúl.
–Raúl me ha hablado de ti –respondió Estelle con cuidado.
–Estoy segura de que lo que te ha dicho no es muy halagador –tenía los ojos llenos de lágrimas–. Estelle, no sé qué creer…
–¿A qué te refieres?
–A este matrimonio tan repentino –Ángela estaba siendo tan sincera con ella como lo era con Raúl–. Pero sé que Raúl parece más feliz de lo que lo ha sido nunca. Si quieres a tu marido…
–«¿Si?».
–Perdóname. En nombre del amor que le tienes a tu marido, quiero pedirte algo. No lo hago por mí, ni siquiera por Antonio. Piense lo que piense Raúl, le quiero y me gustaría que viniera a vernos y que pudiéramos ser una verdadera familia, aunque sea durante muy poco tiempo.
–Eso podrías haberlo intentado hace mucho tiempo –contestó Estelle con la lealtad que Raúl esperaría de su esposa.
–Quiero que haga las paces con su padre mientras esté todavía a tiempo. No quiero que se sienta culpable cuando muera su padre. Sé lo mal que se siente por lo que le ocurrió a su madre.
Estelle parpadeó sin saber qué responder. ¿Por qué tenía que sentirse Raúl culpable? Cuando su madre había muerto, él solo era un niño.
–Yo siempre he querido mucho a Raúl. Para mí ha sido como un hijo.
–Entonces, ¿por qué has tardado tanto en decirle la verdad? –quizá fuera por la emoción del día, pero las lágrimas que afloraron a los ojos de Estelle fueron completamente reales–. Si tanto le querías…
Se interrumpió bruscamente. Aquel no era el momento de preguntarlo y, desde luego, Raúl no le iba a agradecer que indagara en su vida. Estaba allí para garantizar que heredara el negocio de su padre, y haría bien en recordarlo.
–Y le quiero. Desde la distancia, siempre le he querido como a un hijo.
–¿Desde la distancia? –repitió Estelle con amargura.
Giró sobre los talones y regresó directamente a los brazos de Raúl.
–Ángela quería que habláramos de ti y no sé si lo he manejado bien –le explicó.
–Ya hablaremos de eso más tarde –había visto a Ángela seguirla al cuarto de baño–. Ahora tenemos que repartir los recuerdos de la boda a los invitados.
Como marcaba la tradición, los novios tenían que despedir personalmente a todos los invitados y ser los últimos en marcharse. Antonio, cansado, fue el primero en irse, y Estelle sintió que Raúl tensaba la mano alrededor de la suya al ver a su padre yéndose con Ángela.
–Ha sido genial –dijo Andrew mientras se disponía a dirigirse al hotel en el que se alojaba–. En cuanto Cecilia esté bien y me ponga a trabajar, vendremos a verte.
–Por supuesto –dijo Estelle.
Se inclinó para darle un abrazo y permaneció a su lado mientras Raúl le estrechaba la mano.
–Cuida de mi hermana –le pidió Andrew.
–De eso no tienes ni que preocuparte.
–Que disfrutéis de una maravillosa luna de miel.
Aparte de los empleados, ya solo quedaban Raúl y Estelle. La música continuó sonando mientras disfrutaban del último baile de la noche.
–Me ha ayudado mucho tener a Andrew a mi lado –reconoció Estelle–. Y no solo me has ayudado a mí.
Estelle comenzó a hablarle de la falta de confianza de Andrew, pero Raúl la interrumpió dándole un beso en el hombro.
–Ya está bien de hablar de los demás.
Estelle tragó saliva. Podía sentir los dedos de Raúl explorando su escote, mientras con la otra mano recorría los botones que llegaban hasta la base de su espalda. Comprendió entonces que fingía estar desnudándola mientras bailaban.
–Raúl…
Raúl comenzó a besarle la base del cuello. Estelle podía sentir la delicadeza de su succión y el calor de su lengua a medida que iba creciendo su excitación.
–Raúl, nunca me he acostado con nadie.
Raúl gimió contra su hombro y la estrechó con fuerza contra él, de manera que pudiera sentir plenamente su excitación.
–Lo digo en serio –insistió Estelle con voz temblorosa–. Serás mi primer amante.
–Vamos –le susurró él al oído–, vamos a jugar a las vírgenes.