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Capítulo 11

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ESTELLE se despertó y en un primer momento, no supo dónde estaba. Sentía el cuerpo dolorido y oía el sonido de una ducha. Dio media vuelta en la cama, vio la prueba de su encuentro y tiró de la sábana para ocultarla.

–¿Escondiendo la prueba?

Estelle se volvió y se sorprendió al ver a Raúl. Llevaba una toalla alrededor de la cintura y tenía en el pecho las marcas que le había dejado Estelle la noche anterior. Raúl se volvió para tomar un vaso de la mesa con el desayuno que les había llevado uno de los empleados.

–Necesito una ducha –dijo Estelle.

–Tenemos que hablar –respondió Raúl–: Come algo y dúchate, ya son casi las dos. Después hablaremos.

Estelle se bebió un zumo de pomelo a toda velocidad y se dirigió al baño. Cuando se había enterado de que iban a pasar la luna de miel en un yate, se había imaginado que apenas dispondrían de las comodidades básicas y, sin embargo, aquel parecía el cuarto de baño de un hotel de cinco estrellas. Aun así, apenas se fijó. En lo único en lo que pensaba era en recuperar su neceser.

El médico le había advertido lo importante que era tomar la píldora cada día. Se tomó la píldora y se preguntó si debería poner la alarma del teléfono a las dos del mediodía. ¿O debería tomarse la píldora a las siete? Estaba asustada. Todavía no sabía lo que iba a decirle a Raúl.

Se duchó, se peinó, se maquilló, salió del baño y descubrió con alivio que Raúl no estaba allí. Eligió un biquini de los muchos que Raúl le había comprado y un pareo de color violeta. Le dolía la cabeza por culpa del champán, y también de Raúl. Se sentó en la cama, se puso unas alpargatas y se levantó. Desvió entonces la mirada hacia la cama y, mortificada al pensar que la empleada iba a ver la mancha de sangre, comenzó a hacerla.

–¿Qué haces? –le preguntó Raúl cuando entró en el camarote.

–Solo estoy haciendo la cama.

–Si hubiera querido una criada, lo habría especificado en el contrato. Y, si tuviera algún interés por las vírgenes, también lo habría dejado claro. Deja la cama como está –le ordenó con voz sombría–. Y ahora voy a enseñarte el yate.

–No, iré a dar un paseo –comenzó a pasar por delante de él.

–Aquí no vas a poder esconderte de mí –le advirtió Raúl, agarrándola de la muñeca–. Pero ya hablaremos en otro momento. No quiero que mis empleados puedan sospechar siquiera que esto no es una luna de miel normal.

–¿No confías en tus empleados?

–No confío en nadie –respondió Raúl–. Tengo motivos.

Estelle le siguió a la cubierta. Al salir, la cegó el sol.

–¿Dónde tienes las gafas de sol?

–Se me han olvidado –se volvió para ir a buscarlas, pero Raúl la detuvo y llamó a un miembro de la tripulación–. Puedo ir yo misma –se quejó Estelle.

–Pero ¿por qué vas a tener que hacerlo? –y, sin importarle que estuvieran rodeados de gente, la abrazó y la besó.

–Raúl… –se sentía avergonzada por su pasión.

–Solo vamos a pasar dos días aquí, cariño, y el plan es disfrutarlos plenamente.

Sus palabras eran delicadas, pero el mensaje que encerraban, no.

–Ahora te enseñaré el barco.

Una de las empleadas le tendió las gafas y Raúl le mostró después la que iba a ser su morada durante los próximos días. El salón, en el que apenas se había fijado la noche anterior, era enorme. Otra de las empleadas estaba ahuecando en aquel momento los cojines de los sofás. Había una pantalla enorme y, a pesar de sus nervios, Estelle se esforzó en mostrar su entusiasmo.

–Es perfecta para ver una película.

Raúl tragó saliva y descubrió la mirada de su empleada. Cuando Estelle intentó acercarse a ver su colección de películas, él la condujo rápidamente a otra zona.

–Este es el gimnasio –abrió una puerta y se lo mostró–. No es que lo vayas a necesitar. Yo ya me aseguraré de que hagas suficiente ejercicio.

Y una vez allí, con la puerta cerrada tras ellos, dio rienda suelta a su frustración.

–Si crees que vamos a dedicarnos a ver películas y a hacer manitas, estás muy equivocada.

–Sé perfectamente para qué estoy aquí.

–Pues procura no olvidarlo.

Raúl se había despertado a la hora del almuerzo después de haber disfrutado del primer sueño decente desde hacía días, de su primera noche sin pesadillas. Por un momento, había creído vislumbrar la paz. Pero Estelle había comenzado a moverse entre sus brazos y él había sentido la presión de sus senos contra el pecho, había bajado la mirada hacia la palidez de su piel y había visto la prueba de lo que habían compartido la noche anterior en la cara interior de su muslo.

Había intentado entonces taparla con la sábana, pero aquel movimiento había estado a punto de despertarla, de modo que había optado por permanecer quieto, luchando contra las ganas de besarla y hacer el amor con ella otra vez.

Horas después, en aquel gimnasio tan bien equipado, volvió a bajar la mirada hacia aquellos labios llenos que le habían engañado, decidido a dejar las cosas claras.

–Yo quería una mujer que supiera divertirse. Que fuera buena en la cama.

La vio enrojecer.

–Estoy segura de que aprenderé rápido. No necesito limitarme a hacer manitas.

–No vamos a hacer manitas –le agarró la mano y la colocó en el lugar que se proponía que visitara con regularidad–. Ya sabías que te habías comprometido a…

Tenía que mantenerla a distancia, tenía que mostrar su peor cara; no podría apartarla de su lado como hacía normalmente cuando sus parejas comenzaban a sentir algo por él. Tenían muchas semanas por delante y no podía arriesgar el corazón de Estelle.

–Vamos a darnos un baño en el jacuzzi.

Estelle vio el desafío en sus ojos, supo que la estaba poniendo a prueba y sonrió con dulzura.

–Muy bien.

Le siguió a cubierta e intentó ignorar el hecho de que, mientras ella se quitaba las alpargatas y el pareo, él se quedaba completamente desnudo.

–Quítate la parte de arriba del biquini –le pidió Raúl.

–Dentro de un momento.

Raúl notó que estaba nerviosa y aquello le enfureció. Llegó a desear que su padre muriera cuanto antes para poder poner fin a aquella farsa. Porque, si Estelle pensaba que estaba allí para hablar del paisaje, estaba completamente equivocada.

Con manos temblorosas y el rostro ardiendo, Estelle se desabrochó la parte de arriba del biquini y se hundió en el agua antes de quitársela y dejarla en el borde.

–¡Buenos días! –la saludó entonces el capitán.

Los senos desnudos eran algo habitual en la Costa del Sol, y especialmente en el yate de Raúl. El capitán no tuvo ningún problema para mirar a Estelle a los ojos mientras la saludaba. Ella, sin embargo, tenía los ojos llenos de lágrimas mientras intentaba sonreír en respuesta.

–Nos dirigimos hacia los acantilados de Maro - Cerro Gordo –le explicó Alberto, y se dirigió después a Raúl–. ¿Quieres que pasemos allí la noche? El chef se preguntaba si te gustaría que cenáramos en la bahía.

–Cenaremos en el yate. Pero podríamos acercarnos a la playa con las motos de agua y dar un paseo.

–Por supuesto –dijo Alberto. Se volvió después hacia Estelle–. ¿Alguna preferencia para la cena?

–No, comeré cualquier cosa –era evidente lo violento que le resultaba hablar estando medio desnuda.

–Vamos a parar en una bahía preciosa –continuó contándole Alberto–. Pronto comenzaremos a adentrarnos en un territorio sorprendentemente virgen.

Les deseó que pasaran una agradable tarde y se marchó.

–Yo ya he explorado otros territorios vírgenes –dijo Raúl cuando el capitán ya no podía oírle.

Estelle no contestó.

–Toma –enfadado consigo mismo por haber cedido, pero odiando al mismo tiempo su incomodidad, le arrojó el biquini–. Póntelo si quieres.

Estelle estaba temblando de verdad, pensó Raúl con una sensación de culpabilidad mientras veía cómo se ponía la prenda. Cruzó el jacuzzi y la hizo volverse para atarle el biquini. Después, y sin saber por qué, la estrechó en sus brazos y estuvo abrazándola hasta que dejó de temblar. La besó entonces y admitió la verdad sobre aquel territorio virgen.

–Sí, anoche exploré otros territorios vírgenes, y fue sorprendente.

E-Pack Jazmín Luna de Miel 2

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