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Capítulo Tres

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Cuando Luke regresó, Sara ya había conseguido recomponerse. Sólo faltaban cinco minutos para que ella se marchara.

–¿Ha habido suerte? –preguntó.

–No. Evidentemente, esta semana no tengo suerte para encontrar nuevos empleados. Si pudiera pedirte que te quedaras un poco más...

–Sí, claro –afirmó ella, antes de que su sentido común tuviera oportunidad de impedírselo.

–Bien. Sara, creo que te he obligado un poco a lo de Scarborough.

–¿Un poco, dices?

–Está bien, mucho. Sé que no es justo, dado que no te he dado mucho tiempo para organizarte el fin de semana. Así que quiero que sepas que no estás obligada a nada.

–No importa. No tenía en mente nada en particular. Había pensado en llamar a mis amigos para ir al cine, pero nada en concreto. Además, sería agradable poder salir de Londres para ir a la playa.

–Vamos a Scarborough a trabajar –le recordó él.

–Sí. Un máximo de ocho horas al día, lo que significa que tendré tiempo para mí.

–Está bien, mientras que sea cierto que no te supone un problema.

–No lo es, pero insisto en lo de ir a la playa. Tal vez también me tome un helado.

–En tu tiempo libre para almorzar, puedes hacer lo que quieras.

–¿Acaso eres tan cobarde que ni siquiera te atreves a chapotear un poco en el mar?

–Demasiado ocupado.

–Bueno, no creo que estar cinco minutos en la playa te vaya a quitar mucho tiempo. Y creo que ese descanso te vendrá bien. Bueno –dijo–, te he enviado los mensajes por correo electrónico. Tienes un informe sobre el escritorio, junto a unas cartas que tienes que firmar –añadió–. Con eso, hasta mañana.

–Bien. Sara... –dijo, antes de que ella se marchara por la puerta–. Gracias, aprecio mucho todo lo que estás haciendo, aunque no lo diga.

–¿Sabes una cosa? Por eso estás en la lista negra de las trabajadoras temporales. Eres demasiado quejica, demasiado mandón y gruñes en vez de hablar.

–No hay lista negra de las trabajadoras temporales, y yo no gruño.

–¿No?

–No. Vete a casa –le ordenó antes de sentarse a su escritorio.

El martes, para sorpresa de Sara, Luke estaba en el despacho a la hora de comer.

–Voy a llamar a la cafetería para pedir unos bocadillos. ¿Quieres algo?

Sabía que debería sonreír cortésmente y darle las gracias, pero decidió que prefería comer fuera. Sin embargo, el alocado impulso de reformar a Luke Holloway le resultaba irresistible. Quería enseñarle a disfrutar de la vida. A que la sonrisa de los labios le iluminara los ojos.

–No, gracias. Se me ha ocurrido algo mejor. En vez de hacer que nos traigan aquí los bocadillos, ¿por qué no los compramos de camino adonde me gustaría llevarte?

–¿Adónde?

–Digamos que se trata de un experimento para incrementar la productividad. Si vas a dar un paseo a la hora de comer, se hacen más cosas por la tarde. Tiene que ver con el hecho de que el cerebro reciba más oxígeno al pasear.

–Podría ser que tengas razón –dijo Luke mirando por la ventana–. Hace un buen día. Un paseo estaría bien.

Sara miró el reloj.

–Nos marchamos dentro de media hora. Pediremos los bocadillos de todos modos para asegurarnos de que no se acaban.

Media hora más tarde, fueron a recoger su almuerzo y ella lo llevó hasta la estación del metro.

–Pensaba que habías dicho que íbamos a dar un paseo.

–Y así es, pero no por aquí.

–¿Vamos a la Torre de Londres? –preguntó Luke al ver que se bajaban del metro en Tower Gateway y se dirigían hacia Tower Hill.

–No exactamente. Confía en mí.

Lo condujo hasta un estrecho sendero y, de soslayo, lo miró para ver cuál era su reacción cuando llegaron por fin a su destino.

–¿Una iglesia?

–No del todo –dijo ella mientras lo conducía al exterior.

–Vaya –comentó Luke asombrado–, no sabía que este lugar estaba aquí.

–Se llama St. Dunstan in the East. Sufrió los bombardeos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, pero, en vez de derruirlo, las autoridades de entonces lo convirtieron en un jardín. Si estoy trabajando en la city, siempre vengo aquí a almorzar.

–Es muy hermoso y también muy tranquilo. Jamás se podría decir que estamos en medio de una gran ciudad.

–Exactamente. Me recuerda un poco a mi casa.

–¿Echas de menos el campo?

–Sí, pero también me gusta mucho la ciudad así que supongo que tengo lo mejor de los dos mundos. Vivo aquí en Londres, pero puedo marcharme a Kent siempre que pueda.

–Yo siempre he vivido en Londres.

–¿Jamás has pasado tiempo en el campo?

–Algún fin de semana que otro. Nada más.

–En ese caso, tendrás que venirte conmigo algún día. Te mostraré algunos de mis lugares favoritos.

–¿Me estás proponiendo una cita, Sara?

Durante un segundo, ella se quedó sin respiración. El aire parecía cargado de electricidad. Una cita. Aquellas palabras sólo habían significado una oferta generosa. Mostrarle algunos de sus lugares favoritos y alegrarle un poco la vida. Sin embargo, podía interpretarse de otro modo...

El corazón le dio un salto en el pecho. ¿Y si él aceptaba? ¿Acaso quería ella que él aceptara?

Decidió dar marcha atrás.

–No. No se trata de una cita, sino simplemente de una oferta a un amigo. Me caes bien y creo que podríamos ser amigos.

–¿A pesar de que no paras de darme órdenes?

Sara se sintió aliviada cuando volvieron a las bromas. Con eso podía enfrentarse.

–Bueno, tendré que darte órdenes si te voy indicando el camino.

–¿Y qué me dices del GPS?

–Bueno, no creo que eso pueda con el conocimiento de una habitante de la zona.

–Cierto... –dijo él. Entonces, la miró muy seriamente–. Tal y como tú ves la vida… todo el mundo es un posible amigo hasta que se demuestre lo contrario, ¿verdad?

–Supongo que sí.

–¿Y no te llevas muchas desilusiones?

–No muchas –dijo. Le había ocurrido con Hugh, pero él había sido una excepción–. ¿Me estás diciendo que tú consideras a todo el mundo como potencial enemigo?

–No soy un paranoico.

–Pero tampoco dejas que la gente se te acerque.

–Así la vida es mucho menos complicada –admitió él encogiéndose de hombros.

–En ese caso, siempre ves el vaso medio vacío, ¿verdad?

–Y evidentemente tú siempre lo ves medio lleno –replicó sonriendo, aunque la sonrisa no le llegó a los ojos–. Yo diría que es simplemente medio vaso. Sin florituras.

Las palabras de Luke no parecían tener importancia alguna, pero ella notó que había un cierto tono de advertencia en su voz. Si ella quería ser su amiga, él la mantendría a distancia.

Durante el resto del almuerzo charlaron de cosas sin importancia. Cuando regresaron al despacho, él se pasó gran parte de la tarde en reuniones o hablando por teléfono. A las cinco, cuando Sara iba a marcharse, Luke volvía a estar sentado tras su escritorio.

–Sara...

–¿Sí? –dijo ella, levantando la mirada brevemente del ordenador. Vio que en aquella ocasión, Luke sonreía de verdad, con ganas.

–Sólo quería darte las gracias por compartir conmigo ese jardín.

–De nada. Bueno, ya me marcho. Hasta mañana.

–Sí. Que tengas una buena tarde.

–Lo mismo te digo.

Aparentemente, sólo se trataba de un cortés intercambio de frases, pero Luke no se dejaba llevar nunca por conversaciones intranscendentes. Se mostraba siempre encantador, pero odiaba desperdiciar un solo instante. Por eso, el hecho de que se hubiera molestado en darle las gracias y desearle una buena tarde... Tal vez estaba empezando a confiar en ella. A abrirse a ella aunque sólo fuera un poco.

A la mañana siguiente, Sara se quedó completamente asombrada cuando entró en el despacho y se encontró un hermoso ramo de rosas sobre la mesa. Eran de color rosa.

–¿Qué es esto?

–Ayer me invitaste a detenerme y a oler las rosas –dijo–. Hoy quería hacer lo mismo por ti. Un modo de darte las gracias por ayudarme.

–En realidad, tú eres mi cliente. Me pagas para que te ayude –replicó ella. Enterró la nariz entre las rosas–. Gracias. Son muy bonitas. ¿Cómo sabías que me gustan las rosas de color rosa?

Luke tosió y señaló los zapatos que ella llevaba puestos. Sara sonrió.

–Está bien. Me has pillado. Efectivamente es mi color favorito. Gracias. Son preciosas.

Sara fue a preparar un café para los dos. Cuando dejó la taza sobre el escritorio de Luke, no pudo contenerse y le dio un beso en la mejilla.

–¿A qué ha venido eso? –preguntó él.

–Sólo quería decirte que agradezco mucho las rosas.

–De nada –susurró él. No podía dejar de mirarle la boca.

Igual que Sara estaba mirando la de él. Preguntándose... Estaba acostumbrada a dar besos y abrazos. Así había crecido, en medio de una familia unida, ruidosa y afectuosa. Sin embargo, el hecho de haber besado la mejilla de Luke, de estar lo suficientemente cerca de él como para aspirar su aroma y sentir la suavidad de su piel... Tenía que reconocer que no había sido muy buena idea. Había despertado en ella un anhelo que podía ser peligroso.

Este anhelo fue creciendo más y más a lo largo de la mañana. Luke tenía un almuerzo de trabajo, por lo que ella tuvo que comer sola, sentada en un banco mirando el río. Así tuvo tiempo para pensar.

Las cosas estaban empezando a cambiar entre Luke y ella. Aunque Sara aún no sabía qué era lo que le hacía vibrar, le gustaba lo que él le había dejado ver hasta entonces. Deseaba saber más. Conocerlo mejor y...

Se tomó un sorbo de agua fría. Si dejaba que sus pensamientos fluyeran mucho más en esa dirección, tendría que terminar echándose la botella entera por la cabeza para refrescarse.

–Vamos a tener un almuerzo de trabajo –le dijo Luke al día siguiente.

–Se supone que la hora de comer debe de suponer un respiro.

–Sí, bueno, eso ya me lo has dicho, pero necesito darte algunas indicaciones sobre este fin de semana. Mira, es hora ya de comer. Si no tienes nada mejor planeado, hay una pizzería muy buena a la vuelta de la esquina.

–Me parece bien, siempre y cuando lo paguemos a medias.

–Como tú digas. Eres la jefa.

–Sí, claro –replicó ella, riendo.

A Luke le encantaba el modo en el que ella se reía. Le hacía sentirse como si el sol acabara de entrar por la ventana después de una mañana gris y apagada. Lo que no entendía era cómo una mujer divertida, hermosa, inteligente y afectuosa podía seguir soltera.

¿Por qué estaba especulando sobre algo que no era asunto suyo? Sacudió la cabeza.

–Vayámonos ya antes de que llegue todo el mundo.

Llegaron a la pizzería a tiempo para conseguir mesa bajo una de las sombrillas que había en la terraza junto al río.

–¿Me recomiendas algo? –preguntó Sara.

–Todo está muy bueno. Las pizzas están hechas en horno de leña, por lo que son fabulosas. ¿Vino?

–Gracias, pero creo que tomaré agua con gas. Si bebo a la hora de comer, me entran ganas de dormir.

Luke prefirió no pensar en lo mucho que le gustaría verla durmiendo, saciada por completo después de hacer el amor. Tenía que mantener aquella comida estrictamente en el ámbito laboral. Sin embargo, Sara tenía algo que lo atraída irremediablemente.

Se decidieron por una pizza y una ensalada. Cuando el camarero llegó, resultó evidente que le costaba mucho anotar su pedido.

–Luke, ¿te importaría que pidiera yo? –le interrumpió Sara.

–Como quieras –dijo Luke.

Sara dijo unas pocas palabras en italiano. El camarero sonrió brevemente antes de empezar a hablar por los codos. Ella le devolvía la sonrisa y hablaba casi tan rápido como él. Luke no tenía ni idea de qué estaban hablando, pero le gustaba el sonido de las palabras que ella pronunciaba.

El camarero estaba también encantado. Desapareció en la cocina y regresó casi inmediatamente con una rosa en un jarrón pequeño. Una rosa de color rosa.

Sara le dio las gracias. El camarero se despidió con una inclinación de cabeza antes de ir a atender a otro cliente.

–Sabía que te asegurarías de que teníamos tiempo de oler las rosas –comentó Luke con una sonrisa.

Ella se sonrojó.

–Lo siento, no quería presumir, pero... Gianfranco estaba teniendo problemas y ya resulta bastante duro tener que tratar con los clientes sin la barrera del idioma. Sólo lleva en Inglaterra una semana. Ha venido a trabajar en el negocio de su tío.

Luke se sintió muy impresionado por el hecho de que ella hubiera averiguado tantas cosas en un espacio tan breve de tiempo. Sara tenía algo que provocaba que todo el mundo quisiera confiar en ella. Eso la convertía en una mujer peligrosa.

Apartó el pensamiento.

–Ayudarle ha sido muy amable de tu parte. Veo que hablas italiano con fluidez –dijo. Entonces recordó–. Y yo te he robado tus vacaciones en Italia.

–En realidad, aún no había reservado el billete, por lo que no me suponía problema alguno. Puedo ir a Sorrento en otra ocasión.

–A pesar de todo, me siento culpable.

–Bien –replicó ella con una sonrisa–. Me puedes invitar al postre para compensarme.

El amor a la vida, el amor a la comida... Todo eso resultaba muy refrescante después de estar con mujeres que se limitaban a tomar lechuga y no hacían más que contar calorías.

–Trato hecho. ¿Hablas algún otro idioma?

–Francés. Un poco de alemán y me las puedo arreglar en griego con un diccionario.

–Impresionante. Yo nunca aprendí idiomas en el colegio. Tampoco los he necesitado para mi trabajo.

–Tú hablas el idioma universal. El del dinero.

–Sí, ése bastante bien –admitió–. ¿Has estado antes en Scarborough?

–No. Nosotros íbamos casi siempre al sur, a la costa de Sussex. ¿Y tú?

–Hace mucho tiempo –respondió Luke. Era uno de los pocos recuerdos felices de su infancia.

–Tienes razón. La pizza es excelente –comentó ella después del primer bocado–. Me recuerda a Florencia...

–¿Te gustan las ruinas? –preguntó Luke. Recordó que ella era licenciada en Historia, por lo que resultaba bastante evidente que así sería.

–Son el modo en que el pasado tiene de reflejarse en el presente. Además, la belleza jamás se marchita.

–Podrías haber sido profesora. Habrías inspirado de verdad a tus alumnos con ese modo de hablar –dijo.

–Lo pensé –admitió Sara–, pero hay tanta burocracia en la educación. Creo que me quitaría por completo la alegría. Además, me gusta mucho lo que hago ahora.

Tras tomar el postre regresaron al despacho. Una vez allí, Luke se quedó atónito al darse cuenta de que había pasado una hora y media. Considerando que para él el almuerzo duraba lo justo para poder comerse un bocadillo... Aquello significaba que tendría que trabajar aquella noche. Se obligó a concentrarse en las llamadas de teléfono y en las cifras el resto de la tarde. Acababa de colgar el teléfono cuando Sara le puso una taza de café sobre la mesa.

–¿Algún problema?

–Nada importante. El tipo con el que iba a jugar esta noche ha tenido que cancelar la cita porque le ha surgido algo importante en el trabajo. Eso significa que tengo una pista reservada pero no compañero. Supongo que tú no...

–Por supuesto que no.

–Creía que habías dicho que el ejercicio era bueno para uno.

–Se me dan muy mal los deportes de raqueta. Justin trató de enseñarme y a mí se me daba tan mal que él tuvo que darse por vencido.

–Yo podría enseñarte.

Las miradas de ambos se cruzaron. Algo vibró dentro de Luke.

–Gracias por la invitación, pero no es propio de mí. No obstante, si no tienes nada que hacer esta noche...

–¿Cómo dices?

–No pareciste muy convencido a la hora del almuerzo cuando te dije por qué me gustaban tanto las ruinas. Ven a verlo conmigo. No tienes excusa. Me acabas de decir que vas a tener que cancelar tu partido de squash.

–¿Te ha dicho alguien en alguna ocasión que eres como una apisonadora?

–Sí –comentó ella, riendo–. Bueno, ¿qué me dices?

Luke sabía que debía decir que no. Debía utilizar ese tiempo para trabajar, pero su boca no parecía trabajar en sincronía con su cerebro.

–Claro.

A lo que Sara se refería resultó ser el museo Británico.

–Me encanta este patio –decía ella–. Luces y sombras... es maravilloso.

Luke tenía que reconocer que así era. Él jamás había visitado muchos museos, pero ella lo llevó a ver las momias egipcias y los mosaicos romanos, lo vio todo a través de los ojos de Sara y quedó encantado.

–¿Has hecho esto en alguna ocasión? –le preguntó ella. Estaba muy sorprendida.

–Supongo que cuando vives en un lugar das por sentado que está ahí y nunca vas a hacer las cosas propias de los turistas.

–Es cierto. Además, cuando se hacen en solitario, no se disfrutan tanto porque no se pueden compartir ni hablar sobre ellas con nadie –dijo Sara. Extendió la mano y tomó la de él durante un instante. La apretó con fuerza–. Tal vez podamos regresar juntos en otra ocasión.

–Estaría bien.

A Luke le sorprendió el hecho de que hablara en serio. Quería pasar tiempo con Sara. Le gustaba el sonido de su voz y podría haber estado todo el día escuchándola mientras ella le explicaba todo lo que llamaba su atención. Sin embargo, lo que más le gustaba era el roce de la piel de ella contra la suya.

Demonios... Se suponía que algo así no debía ocurrir. Luke no tenía relaciones. Siempre había tenido breves aventuras que lo satisfacían mutuamente a él y a las mujeres que sabían a qué atenerse. Mujeres que se movían en los mismos círculos que él. Mujeres que no tenían campanas de boda en los ojos ni que querían que conociera a sus familias.

Sara Fleet era una contradicción. Era eficiente y profesional, pero a la vez resultaba cálida y cariñosa al mismo tiempo. Luke aún no se había recuperado del beso que ella le dio hacía sólo unas pocas horas. Sólo Dios sabía cómo había podido contenerse para no girar el rostro y capturarle la boca.

Y, en aquellos momentos, ella le había tomado la mano. Resultaba tan tentador... Lo único que tenía que hacer era levantar la mano y llevársela a los labios. Besarle el reverso de los dedos. Girarle la muñeca y besarle el punto exacto en el que le latía el pulso para ver si éste igualaba los rápidos latidos de su propio corazón. No importaba que estuvieran en medio de un lugar público. El resto del mundo parecía haber desaparecido. Podía tomarla entre sus brazos. Enmarcarle el rostro. Bajar la boca a la de ella. Saborear toda la dulzura que ella le ofrecía...

–Luke.

–Sí, de acuerdo –susurró, sin estar del todo seguro a qué estaba accediendo. Sin embargo, la calidez de la sonrisa de Sara le prometía que era algo bueno–. Escucha, es mejor que te deje marcharte. Tienes que preparar la maleta para mañana.

–Y tú, sin duda, estás pensando en irte a trabajar un rato.

–Sí, un poco –admitió. Tal vez así podría dejar de pensar en ella.

–Eres imposible.

–Eso me han dicho.

Soltó la mano de la de ella. Se sintió atónito al ver lo mucho que echaba de menos aquel contacto.

Esto no hacía prever nada bueno. Tenía veintiocho años, no trece. Ya iba siendo hora de que se comportara y actuara de acuerdo con su edad.

–Vamos. Te buscaré un taxi.

–Puedo ir en metro.

–Lo sé, pero hazme caso.

–Eso depende.

–¿De qué?

–Tomaré un taxi si tú accedes a chapotear conmigo en el mar el sábado.

–¿Y tú dices que yo soy imposible? Venga ya –protestó. Paró un taxi, le dio dinero al taxista y se despidió de ella. Lo peor de todo era que se moría de ganas de que llegara el día siguiente.

–Estás loco –se dijo a sí mismo en voz alta–. Esa mujer representa una complicación que no necesitas.

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