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Capítulo 5

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NO SOLEMOS rechazar a personas necesitadas –dijo la madre superiora.

Su rostro seguía tan terso y sin edad como seis años antes. Lo mismo podría tener cincuenta que ochenta años, pensó Pascal. Sus ojos denotaban inteligencia, y la sonrisa que le dirigió estuvo a punto de hacer que cayera de rodillas y volviera a una fe que nunca había sentido profundamente.

–Ni siquiera a aquellas que se aprovecharon de nuestra hospitalidad en otra ocasión.

–Es usted muy bondadosa –murmuró Pascal.

No quería reconocer lo raro que se había sentido al dirigirse a la puerta de la abadía, esperar a que le abrieran y lo condujeran a la presencia de la madre superiora como si se tratase de un visitante más, no de alguien que había vivido meses allí.

Nunca había tenido la intención de volver.

Incluso había hecho todo lo posible para negar lo impotente y débil que estaba durante su estancia allí. Le gustaba acariciarse las cicatrices para recordarse a sí mismo que podía vencer cualquier obstáculo, pero había decidido olvidar los detalles de aquel en concreto.

Aquel valle y su abadía de piedra constituían una historia que contaba para ilustrar su fuerza de voluntad y su habilidad para salir de cualquier dificultad.

Había conseguido convencerse de que nada de todo aquello había sido real.

Sin embargo, el edificio de piedra de la abadía llevaba siglos en el mismo lugar. Había sido fortaleza, castillo y monasterio, y seguiría igual de imponente diez siglos después.

Pascal siguió a la madre superiora por los inmaculados pasillos, que iluminaban apliques situados cada pocos metros. Tuvo que fijarse para comprobar que las luces eran eléctricas y no se trataba de antorchas, como en los siglos anteriores.

Se sintió aliviado al salir de la parte vieja de la abadía y llegar al moderno hospital que había enfrente. No lo sorprendió en absoluto que la monja lo condujera a su antigua habitación. Se detuvo en la puerta, sin saber si se mantendría impasible al mirar alrededor. Nada había cambiado; las mismas paredes encaladas y vacías, salvo por dos objetos que no podían considerarse decorativos: el crucifijo de la pared frente a la estrecha cama y, encima de esta, unos versículos de la Biblia enmarcados.

No era de extrañar que él se hubiera dedicado a mirar el campo por la ventana.

–Como ves, todo está como lo dejaste –dijo la madre superiora en tono cordial, pero con mirada dura.

–¡Qué detalle! –consiguió articular Pascal, mientras se producía una rebelión en su interior, como si lo fueran a condenar a meses de reclusión, si atravesaba el umbral.

Pero no era supersticioso.

Y no consentiría que aquel absurdo ataque de nostalgia lo afectara.

Entró en la habitación y se apropió de ella, ya que la vez anterior lo habían transportado a su interior, hecho pedazos.

Tardó en mirar a la monja y tuvo la impresión de que se daba cuenta de lo difícil que le resultaba estar allí de nuevo.

–Puede que esta vez seas capaz de concentrarte más en cultivar la paz interior que en los estímulos externos –observó ella en tono seco.

Pascal no hubiera consentido a nadie más que le hablara así. Pero se trataba de la madre superiora. Y aunque no fuera practicante, era italiano; es decir, lo suficientemente católico por definición para no enfrentarse a una monja.

Y estaba seguro de que la madre superiora lo sabía muy bien.

Cuando se hubo marchado dejándolo con sus inquietantes recuerdos, Pascal se sentó en el borde de la cama donde tanto tiempo había pasado luchando contra el dolor y preguntándose si volvería a levantarse y a salir andando de allí.

Y donde también, debía reconocerlo, había experimentado breves momentos de alegría.

Todos relacionados con Cecilia. No sabía qué impulso lo había conducido hasta allí. Era cierto que el recuerdo de ella lo había perseguido todos esos años y que quería deshacerse de aquel fantasma. No se imaginaba que ella le hubiera estado ocultando aquel secreto.

La verdad era que tenía un hijo. Él, Pascal Furlani, tenía un hijo.

Se sentía maravillado y, sucesivamente, destrozado. Y pensó, no en el niño que lo hacía sentirse así, sino en el niño que había sido, cuando se hallaba en el centro de una tormenta similar y se sentía maltratado, utilizado como un peón por su madre, que se despreocupó de él al fallar sus maquinaciones para obtener beneficios de su padre.

Él nunca le haría algo así a su hijo.

Se lo prometió a sí mismo. Con independencia de lo que sucediera, impediría que sus sentimientos por lo que Cecilia le había hecho interfirieran en la relación con su hijo. Ella le había dicho que era un niño sano y feliz; pues ahora era un niño sano, feliz y el único heredero de lo que Pascal poseía.

Se tumbó en la cama, con las manos sobre el pecho y los ojos clavados en el techo, una postura que ya había adoptado miles de veces. Conocía aquel techo mejor que su propia cara; cada centímetro del mismo, cada grieta. Sabía cómo entraba la luz en la habitación los días soleados y cómo el frío viento hacía crujir la puerta.

La abadía era el sitio ideal para contemplar lo imposible, como la existencia de un hijo suyo. No se oía el ruido del tráfico ni las noticias por televisión. Sabía que un timbre llamaba a las monjas a rezar, pero no sonaba en ese momento. Y había días en que se oían los ruidos de las mujeres que vivían allí, pero ese día, le había dicho la madre superiora, era un día de silencio.

Pascal oía los latidos de su corazón y su respiración.

Solo tenía el móvil, el ordenador portátil que había dejado en el coche y sus pensamientos, lo cual era mucho más que lo que tenía la vez anterior, con varios huesos rotos y la vaga esperanza de recuperarse. Y ahora, al mirar el campo por la ventana, sabía que su hijo se hallaba en algún lugar.

Mientras intentaba imaginarse su rostro se quedó dormido.

El sonido insistente del móvil lo despertó horas después. Se incorporó y contestó. Era su secretario, al que aseguró que no había perdido el juicio, pero que no pensaba volver al despacho durante un tiempo.

Había tenido sueños extraños, teñidos de recuerdos del accidente, lo cual supuso que era normal, pero no por ello menos exasperante.

–Voy a quedarme en el norte.

–¿Cómo dice? –replicó Guglielmo con fingido horror–. ¿Piensa quedarse en ese valle perdido en la noche de los tiempos, según sus propias palabras? Seguro que no lo he oído bien. No irá a decirme que ha vuelto a la abadía. ¡La odia!

–Anula mis compromisos –le ordenó Pascal–. Tengo cosas que hacer aquí, Guglielmo. Ahórrate los comentarios.

–Es todo muy misterioso –contestó su secretario, tan imperturbable como siempre, motivo por el que Pascal le toleraba su exceso de familiaridad y sus ocasionales rebeliones–. ¿Cuánto tiempo tiene la intención de estar fuera?

–El que sea necesario.

Era más fácil parecer seguro el primer día. Había ido hasta allí y se había despertado en su antigua cama, pero seguía siendo él. No se había despertado y descubierto que los seis años anteriores habían sido un sueño y que seguía en la cama, débil y hecho pedazos, que no era nadie y que lo único que tenía era una novicia que le sonreía al mirarlo.

Volvía a estar allí, pero estaba seguro de que no por mucho tiempo.

Pero pasó un día y luego otro. Pascal se dedicó a dar largos paseos por los alrededores del pueblo, cosa que no había podido hacer la primera vez. Se dijo que le gustaba respirar el aire puro de las montañas y notar que se aproximaba el invierno desde sus imponentes cumbres. Eran sus primeras vacaciones desde que se había marchado del pueblo en un autobús con destino a Verona, seis años antes, resuelto a aprovechar la segunda oportunidad que se le ofrecía.

Cecilia podía tardar lo que quisiera. Él estaba bien.

El tercer día amaneció frío y tormentoso. Llovía a mares y verse encerrado en la habitación que había sido su celda no contribuyó a mejorar su estado de ánimo.

Cada vez le costaba más convencerse de que estaba bien.

El cuarto día, cuando recorría el mismo circuito alrededor del pueblo, se abrió la puerta de una casa y salió Cecilia.

–¿A esto te has visto reducido, Pascal? –preguntó, tras haber cerrado la puerta e ir a su encuentro con el ceño fruncido–. ¿Me estás acechando?

–Tal vez hayas olvidado que no pude pasear cuando estuve aquí. El valle parecía mayor cuando lo miraba desde la cama.

–Me alegro de que nos hayas dado un voto de confianza. Puede que tu entusiasmo nos sirva para atraer más turismo.

Él la miró. Iba vestida más o menos como en la iglesia. Pero aquella era ropa de faena. Esa mañana estaba en casa, no limpiando. Llevaba un jersey oscuro. El cabello le caía por los hombros y Pascal recordó inesperadamente cómo se lo acariciaba cuando se hallaba debajo de él. Pero lo que más lo sorprendió fue que el cielo oscuro de diciembre parecía reflejarse en sus ojos de color violeta haciéndolos igual de impredecibles. Ella había salido sin abrigo, por lo que estaba tiritando.

Cuando él dirigió la vista a la casa, de cuya chimenea salía humo, ella se puso tensa.

–No te voy a invitar a entrar –le espetó–. No vas a conocerlo cuando tú quieras. Creí habértelo dejado claro.

–¿Y esto es lo que quieres para él? –Pascal señaló los campos y las nubes–. ¿Una bonita vista?, ¿un cielo ilimitado, pero ninguna verdadera opción? ¿Qué va a hacer aquí, aparte de cultivar la tierra o trabajar en la abadía?

–Como solo tiene cinco años, todavía no hemos hablado de sus perspectivas profesionales –dijo ella con voz fría e insultante–. Le gustan más los camiones.

Él la observó mientras analizaba su necesidad, casi abrumadora, de ponerle las manos encima. Y no porque estuviera enfadado.

–Gracias –dijo él en voz baja–. Es lo primero sobre mi hijo que te has molestado en contarme: que le gustan los camiones.

Ella apartó la mirada.

–La gente vive feliz aquí, por mucho que te cueste entenderlo.

–Puede que sea así, pero ¿por qué vas a negarle que conozca el mundo, en el caso de que no sea una de esas personas?

–Veo que la vida sencilla no te atrae –dijo ella, mientras el viento le echaba el cabello sobre el rostro. Ella se lo retiró al tiempo que lo fulminaba con la mirada–. Pero eso demuestra tu esnobismo.

Pascal la examinó, despeinada y tiritando. Estaba entre la casa y él, como si fuera a impedirle dirigirse hacia ella.

La necesidad de hacerlo casi le producía dolor.

Soñaba con la cara del niño. Se la imaginaba.

La casita parecía protegida y acogedora. Salía luz de su interior y, aunque era invierno, Pascal vio los restos de flores del verano. Parecía una casa querida. Parecía feliz.

A Pascal le resultaba insoportable pensar que podía haberse ido a casa tras su cita en Roma, haberse acostado y seguido con su vida. Podía no haber vuelto al valle y no haberse enterado. Cecilia estaba plantada frente a él, con las mejillas rojas de frío y los brazos cruzados, como si él fuera el enemigo, cuando era ella la causante de todo aquello, la que se había refugiado allí con un secreto que no pensaba contarle.

–Te dije que iba a quedarme. ¿Creías que iba a cambiar de idea?

–Puede que esperara que lo hicieras –contestó ella.

Él hubiera preferido ahorrarse esa amarga sinceridad.

Solo después de haberla dejado, para desahogar su cólera mientras seguía caminando por los campos helados del valle, entendió por qué no podía considerarla malvada, aunque debería. Le dolía el pecho al recordar la forma de ella de plantarse frente a él y comprendió el motivo al volver a su monástica habitación.

Habría dado lo que fuera porque su madre lo hubiera defendido de aquella manera, aunque solo hubiera sido una vez.

Pero Marissa Del Guardia ni siquiera se había defendido a sí misma y, ciertamente, no al hijo al que no había deseado y que había arruinado su felicidad, algo que no tuvo reparo en decirle al niño. Su padre la había deslumbrado como si fuera la flor de un jardín y no la camarera de un restaurante que él frecuentaba. La había utilizado a su antojo y se había librado de ella al quedarse embarazada.

La reacción de Marissa había sido la desolación, seguida de pastillas para dormir y todo lo que pudiera encontrar para hacer más soportables los días.

Pascal no se imaginaba ninguna circunstancia en que ella hubiera podido llegar a defenderlo. Solo le extrañaba que hubiera llevado el embarazo a término.

Era innegable que le agradaba que la madre de su hijo estuviera dispuesta a ahuyentar a cualquier adversario, aunque ese adversario fuera él.

Al cabo de una semana encerrado en una habitación con la única compañía de sus recuerdos, Pascal comenzó a perder su famosa sangre fría.

Le había resultado como mínimo instructivo darse cuenta de hasta qué punto podía dirigir la empresa desde lejos, lo que le indicaba que podía relajarse, cosa que no había hecho desde sus comienzos.

Pero llegó un momento en que se le hizo insoportable su estancia allí, acompañado de una monjas que lo trataban como a un niño travieso, la alargada sombra de lo que había hecho allí y de su modo de marcharse y de una mujer que pensaba que podía hacer que se cansara de esperar para volver a robarle a su hijo.

No estaba allí para analizar su adicción al trabajo, sino por su hijo.

Y su paciencia había llegado al límite.

Así que le resultó casi tranquilizador encontrarse a Cecilia esperándolo en el vestíbulo del hospital, al salir de su habitación.

Llevaba un abrigo de color caramelo que hacía brillar su cabello. Lo miró fijamente durante unos segundos, como si estuviera pensando qué decirle.

–Llevo aquí una semana –observó Pascal, sin importarle si alguien los veía u oía–. He estado en mi celda y he pagado la pena. ¿Qué más quieres de mí?

–Es una pregunta peligrosa.

–¿Quieres que te suplique? –preguntó en tono amenazador. Estaban solos en el vestíbulo, aunque a él le hubiera dado igual que toda la orden los hubiera rodeado cantando himnos de alabanza–. ¿Que te ruegue? ¿O que defienda mis argumentos con un beso, que parece ser lo único con lo que dejas de considerarme un enemigo? Dime qué debo hacer. Quiero ver a mi hijo.

–Nada de eso será necesario –contestó ella. Y esa vez, él no atribuyó el repentino rubor de sus mejillas al frío exterior–. Voy a dejarte que lo veas.

–Muy amable de tu parte, de verdad.

–Ese tono malicioso no va a favorecerte –contestó ella con ojos centelleantes–. No tengo por qué dejarte que lo veas. Y no te hagas ilusiones. No voy a decirle quién eres. Aún no. Pero, como dices, llevas aquí una semana, cuando esperaba que te fueras inmediatamente. Sin embargo, te has quedado y no has intentado entrar en mi casa a la fuerza.

–No sabía que debía aprobar un examen –dijo Pascal en tono gélido–. Una prueba secreta para descubrir si soy una persona decente. No sabía que ese fuera el tema de debate.

–La mujer que lo cuida, junto a otros niños, mientras trabajo los ha dejado salir, porque está despejado –dijo ella como si no lo hubiera oído–. Puedes verlo. Y antes de que protestes porque no es suficiente, debes tener en cuenta que mi primer impulso fue no dejarte ni siquiera verlo.

Pascal no estaba seguro de no traicionarse al hablar, así que no dijo nada. Se limitó a indicarle la puerta con la cabeza. Ella salió. Parecía tensa. Caminaba dando saltitos, como si sus huesos protestaran por lo que iba a hacer.

Seguía tratándolo como si fuera el soldado herido que podía haber muerto allí, totalmente olvidado. Y él le había concedido aquella semana porque aquel soldado seguía viviendo en su interior, porque lo había olvidado y, al recordarlo, se había sentido culpable.

Pero no era él quien llevaba años ocultando a un hijo.

Se metió las manos en los bolsillos y la siguió. Notó lo agitada que estaba, así que se quedó callado. Andaba deprisa, casi de forma feroz, como si no quisiera hacer lo que iba a hacer, como si estuviera obligándose y temiera que, si disminuía la velocidad, no fuera a hacerlo.

A Pascal le daba igual, con tal de poder ver a su hijo.

Al llegar al campo del extremo más alejado de su casa, Cecilia se detuvo en seco. Había tres niños corriendo en círculos alrededor de una mujer. Pascal pensó que parecían estar borrachos, que se comportaban con la misma inconsciencia que unos perritos.

–Está allí –dijo ella–. Es el de el medio.

Pascal lo miró, conmovido, mientras los otros dos niños de cabello más claro desaparecían, porque solo tenía ojos para el de cabello oscuro que reía entre ellos, que no vio a su madre ni al desconocido que estaba con ella, ya que estaba muy ocupado corriendo en círculo y gritando alegremente.

Pascal lo habría reconocido, aunque Cecilia no se lo hubiera señalado, porque era como observar su propio pasado, como si una de las escasas fotografías que había visto de sí mismo, de niño, se hubiera hecho realidad ante sus ojos.

Se quedó sin aliento.

Se sentía pleno, vacío y enfadado a la vez. Algo lo golpeó con tanta fuerza que creyó que las montañas se habían derrumbado, pero no se movía nada, salvo su corazón golpeándole dolorosamente las costillas.

«Mi hijo».

Dante era un niño fuerte que corría rápida y alegremente.

Era una luz que brillaba en un campo yermo.

Era un puñetazo en el estómago de Pascal.

Y, durante unos segundos, Pascal lo quiso todo.

Llevaba una semana luchando contra la seducción de aquel lugar, de aquel valle etéreo y feliz, de su paz.

Peor no podía luchar contra el niño que tenía enfrente ni contra la mujer que estaba a su lado.

Y de repente se imaginó la vida que había dejado atrás al marcharse de allí. De haberse quedado, la primera cosa que vería por la mañana sería el hermoso rostro de ella, y criarían juntos a su hijo. Y él trabajaría en lo que fuera, para mantenerlos. Habría sido una vida que no se parecería en nada a la que ahora llevaba. Y la deseaba.

Cómo la deseaba.

Todas las riquezas del mundo, el poder, la venganza contra su padre… Todo desapareció durante unos desgarradores segundos.

Y Pascal tuvo la inquietante idea de que se había introducido en una versión distinta de sí mismo, en la que esa fantasía era real, en la que no se había marchado.

Más tarde buscaría razones y razonamientos. Ahora, lo único que deseaba era todo lo que pudiera recibir de aquello, al precio que fuese.

–Cecilia –dijo volviéndose a mirarla, consciente de la emoción que reflejaba su rostro y que no se esforzó en ocultar–. Tienes que casarte conmigo.

E-Pack Bianca octubre 2020

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