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Capítulo 9

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PASCAL sabía que Cecilia podía causarle la ruina en aquel momento.

Lo único que debía hacer era contradecirlo y negar la romántica historia que había contado a los periódicos sobre ellos dos y su hijo. Bastaría con que abriera la boca y explicara a aquellos hombres lo que se le ocurriera sobre su matrimonio y los hechos reales.

Podía contarles quién era él seis años antes, que la había abandonado embarazada y que había tenido que criar sola a su hijo. La verdad proporcionaría a aquella panda de hipócritas los argumentos necesarios para empezar a hacerse preguntas de carácter moral.

Daba igual que ella no les contara la verdad y que se inventara una historia. El daño sería el mismo. Muchos ojos los acechaban y él no podía detenerla.

Aquellos hombres necesitaban un motivo para declararlo inadecuado para seguir en su cargo. Ella solo tenía que dárselo.

Y a él no se le ocurría razón alguna para que no lo hiciera.

Miró el rostro de la mujer que lo había perseguido cuando no formaba parte de su vida y que, ahora, era peor que un fantasma, ya que los fantasmas solo aparecían de noche, en tanto que Cecilia lo perseguía siempre.

¿Por qué creyó que sería distinto si se casaba con ella?

Sabía por qué había entrado hecha una furia en el despacho. Claro que lo sabía. Él le había dicho que le suplicaría y, en su arrogancia, estaba seguro de que bastaría con que pasara una noche en su cama. Tal vez dos.

Pero debería haber entendido quién era Cecilia: no la chica frágil que había conocido años antes y a la que mentalmente había convertido en el epítome de la inocencia, sino la mujer dura y dueña de sí misma que lo había mirado en una iglesia y le había arrojado a la cara su paternidad.

Tal vez fuera las dos cosas, pero, en cualquier caso, Cecilia no se doblegaba.

Y a Pascal le parecía que era él quien se iba a quebrar.

Se había dicho que había llegado el momento de hacer pública su boda porque ya era hora de encargarse de las disensiones del consejo de administración. Desde el punto de vista empresarial, era lógico, pensó.

Faltaban unos días para Navidad, lo que implicaba que el interés por la historia desaparecería rápidamente, ya que todos estarían pensando en las vacaciones. Tenía la impresión de que contársela a la prensa había sido una forma de imponerse, de volver a la normalidad.

«O puede que supieras exactamente cómo reaccionaría ella», le había sugerido una voz interior.

Porque, a pesar de sus esfuerzos, Pascal era el que se estaba desmoronando, aunque se negara a reconocerlo.

Era él quien se despertaba por las noches cada vez que ella se removía para acercársele. Ella lo hacía dormida y era él quien la abrazaba mientras se preguntaba qué demonios le pasaba.

¿Dónde estaba el hombre que había dedicado la vida entera a vengarse? ¿Dónde estaba el Pascal Furlani que haría lo que fuera, y que lo había hecho, para vivir contra el padre que nunca se había preocupado de él fingiendo que no existía?

La mayor parte de su vida adulta había sido un ejercicio de demostración de su existencia.

Y lo había llevado a cabo de una forma que su padre no pudiera pasar por alto.

Y no sabía cómo reconciliar esa parte de él con el hombre que solo quería que la mujer que únicamente soportaba su contacto dormida lo deseara despierta.

Tanto como él a ella.

–Su esposo nos ha contado una romántica historia sobre ustedes, signora –dijo Carlo Buccio, el miembro del consejo que peor caía a Pascal. Intentaba arrebatarle el poder y convertirlo en poco más que una figura decorativa.

Porque era un asunto de poder. La gente siempre quería más para sí y menos para quienes la rodeaba.

Carlo y su compinche, Massimo Pugliese, se enorgullecían de ser una piedra en su zapato.

Recordó que ambos habían ido a la montaña y que les debía de haber molestado que su versión de la vida de Pascal no hubiera sido la primera en aparecer en la prensa sensacionalista.

–Supongo que no todo será un cuento de hadas –intervino Massimo.

Pascal observó las cambiantes emociones del rostro de Cecilia. Apretó los dientes cuando apartó la vista de él para dirigirla a los demás.

Y, para su sorpresa, se echó a reír.

–¿Romanticismo y cuentos de hadas en una sala de juntas? ¡Qué inadecuado! ¿Por qué hablar de un asunto tan íntimo?

Pascal se relajó levemente, divertido y admirado a la vez.

Era evidente que Cecilia no era una mujer florero. No era una muñeca sin nada en la cabeza que solo servía para que la fotografiaran del brazo de un hombre rico. Claro que salía bien en las fotos, pero lo maravilloso de su esposa, y Pascal lo entendió en ese momento, era que desprendía la misma gracia natural que la madre superiora en su actitud y la sinceridad de su mirada.

No sonreía tontamente ni apartaba la vista. Tampoco se encogía ante la mirada de aquellos hombres.

En medio de aquella sala, era el modelo de lo que se debía hacer, con independencia de las circunstancias.

Y funcionó de forma sutil, porque aquellos hombres poderosos comenzaron a carraspear y a removerse en el asiento, adaptándose a lo que Pascal consideró el poder perdurable de un convento.

Cecilia no era monja; ni siquiera, por culpa de él, había acabado el noviciado. Pero eso no impedía que se hubiera criado en un convento ni que no pudiera utilizarlo como arma, si así lo deseaba.

Y hasta ese momento, él no había sido consciente.

–Me daba la impresión de que la vida privada de cada cual era justamente eso.

Y aunque parecía que Cecilia se dirigía a todos los presentes, Pascal sabía que le hablaba directamente a él. Incluso volvió a mirarlo.

–Privada.

–La intimidad es propia de personas menos poderosas, signora –afirmó Massimo de manera claramente servil.

Cecilia se volvió a mirarlo.

–¿Qué poder tiene mi hijo de cinco años?

–Pascal nos ha informado de esa… relación secreta con usted –dijo Carlo.

Pascal se puso aún más tenso. Ella no era feliz con él, y ahora tenía la oportunidad de desahogar su cólera, de vengarse por todo lo que le había arrebatado.

Lo único que debía hacer era contar lo que había sucedido verdaderamente, con toda la amargura y el dolor con los que se lo había contado a él. Y aquellos hombres tendrían argumentos para atacarlo, y él tendría que volver a la guerra.

Pero observó el preciso momento en que ella fue consciente de eso.

Parpadeó y lo miró.

Pascal, incapaz de soportar la tensión, se levantó sin apartar la vista de ella.

Y esperó a que lo traicionara, del mismo modo que lo habían hecho todos los que afirmaban quererlo: su padre, su madre… y ahora su esposa, que, en la iglesia, había prometido quererlo, aunque él no se lo había creído.

Porque él la había llevado a la fuerza al altar y la había obligado a pronunciar los votos matrimoniales.

Pero, por la noche, con el cabello de ella en el pecho y su cuerpo apretado contra el suyo, había querido creer que todas las palabras que había dicho ante el cura eran verdad.

Lo había deseado con una intensidad malsana.

Y todo aquello los había llevado hasta allí, donde él, un hombre que había traicionado sin compasión a todo aquel se le había acercado demasiado, esperaba el momento, que parecía no llegar, de recibir el castigo que merecía.

La hermosa boca de Cecilia se curvó levemente. Sus ojos centellearon.

Pascal ya había comenzado a preparar su respuesta, a pensar en la mejor manera de reducir el daño de lo que ella estuviera a punto de decir.

–Perdone –dijo ella, y en un tono suave, casi amable, como el que siempre tenía la madre superiora, pero férreo. Pascal se dio cuenta de que no lo miraba a él, sino a Carlo–. ¿Le gustaría contar a los presentes detalles de sus relaciones personales?

Pascal tardó unos segundos en entender lo que decía.

Cecilia, no solo estaba hablando con uno de los mujeriegos más conocidos de Roma, cuya serie de amantes era la causa de sus constantes apariciones en la prensa sensacionalista, al igual que le sucedía a su esposa con su colección de amantes, muchos de los cuales los exhibía delante de la narices de Carlo.

Supuso que daría lo mismo a quién le hubiera hecho esa pregunta. En aquella sala no había un solo hombre cuya vida privada soportara el más leve escrutinio. Únicamente Pascal, en los años anteriores, cuando no estaba casado y tenía una enorme vida social, había sido objeto de críticas por sus relaciones personales.

Le produjo admiración la forma en que Cecilia había desviado elegantemente la atención de sí mismo.

Y tardó unos segundos en darse cuenta de lo más importante.

No lo había traicionado, a pesar de haber tenido la oportunidad.

No lo había traicionado.

Y fue como si el suelo se abriera bajo sus pies, como si el mundo se detuviera.

Como si él hubiera explotado por dentro y hubiera vuelto a reunir los fragmentos de bordes punzantes.

No podía respirar ni pensar.

Ella no lo había traicionado.

Cecilia volvió a mirarlo y todo lo demás desapareció.

Solo estaban sus ojos, llenos de ira, tristeza, furia y algo más que no sabría describir.

Solo estaba ella, vestida con la ropa que le había comprado, con el aspecto de la esposa ideal con la que había soñado.

Porque ella era el único sueño que había tenido durante todos aquellos años.

Ella.

Cecilia.

La única persona viva que no lo había traicionado a la primera oportunidad.

El hecho de que ambos siguieran allí, a la vista de aquella manada de tiburones, lo impactó como si fuera algo lejano.

Pascal se separó de la mesa, asombrado de que su cuerpo le respondiera, de que la explosión en su interior no lo hubiera hecho caer de rodillas; de que, aunque aún notara los bordes punzantes de los fragmentos, no fueran visibles.

La cabeza le daba vueltas y el corazón le latía desbocado. Supuso que le temblarían las manos al tendérselas a Cecilia para dirigirla hacia la puerta, pero no le temblaban.

Pidió disculpas, o tal vez cantara una canción. Nunca lo sabría. En su interior solo había ruido, preguntas… y ella.

Además, ya le daba igual lo que pensaran los miembros del consejo de administración.

Condujo a Cecilia fuera de la sala y, por primera vez, maldijo los despachos abiertos de los que se había sentido tan orgulloso. La guio por un laberinto de cristal y miradas hasta su propio despacho, donde habría una puerta que cerrar e intimidad.

Cuando llegaron, él, sin prestar atención a Guglielmo, hizo que ella lo precediera. Cecilia entró y se dirigió hacia los ventanales.

Durante unos instantes, él se limitó a observar la antigua y hermosa ciudad fuera del despacho y a Cecilia dentro.

Y el pecho comenzó a dolerle.

–¿Por qué lo has hecho? –le preguntó mientras cerraba la puerta con llave, como medida de precaución. Y apretó el botón que oscurecía los cristales que los rodeaban y les proporcionaba, por fin, intimidad.

Pero no se movió de la puerta.

–Mejor sería preguntar por qué lo has hecho tú –respondió ella sin volverse–. ¿Por qué has dado a conocer fotos de nuestra boda al mundo entero? ¿Y por qué –fue entonces cuando se volvió hacia él con los ojos llenos de furia– has dejado que se publiquen fotos de Dante?

Y durante unos segundos a él le pareció que no recordaba por qué había tomado esa decisión, como si bastara que ella lo mirara para que se sintiera perdido.

Pero se negó a aceptarlo.

Y se dispuso a explicarle los motivos. No era que no los tuviera o no hubiera creído que se los iba a pedir. Al fin y al cabo, había hecho un arte de comportarse como un canalla.

Pero, bajo la firme mirada de ella, supo que no podía hacerlo.

Cecilia no lo había traicionado, pero él no podía decir lo mismo.

Entonces se acordó de su madre llorando en el suelo tras otro rechazo de su padre.

«Somos la porquería que pisa», había gritado.

Pascal había pasado tanto tiempo regocijándose con esa situación, dándole la vuelta para convertirla en una virtud, que se había olvidado de lo que era en realidad. Podía llamarla como quisiera, adornarla o aprovecharse de ella, como había hecho.

Pero la porquería era porquería.

Miró a su hermosa esposa, que era inocente hasta que lo conoció. Y supo que si la seguía teniendo a su lado la corrompería.

La cubriría de porquería. ¿No lo había hecho ya?

Ella era pura y la había corrompido. Ella se había creado una vida, después de que él se marchara, recogiendo los pedazos y convirtiéndola en algo hermoso. Y él también la había destrozado.

La había obligado a ir con él amenazándola con quitarle a su hijo.

Eso era él: alguien que no había conocido a uno de sus progenitores y que había sufrido por ello, pero que se había lanzado de cabeza a presionar al único progenitor de su hijo para que hiciera lo que quería.

Porquería y más porquería. Basura que lo manchaba por muy elegantemente que vistiera. Eso era él.

La distancia entre ellos le pareció mucho mayor que el espacio que los separaba en el despacho.

Ojalá hubiera hecho algo en una de esas torturantes noches en que estaba despierto con ella en sus brazos. Ojalá la hubiera besado.

¿Dónde estarían ahora?

Pero no lo había hecho porque lo convertía todo en un desafío.

Porque solo sabía estar en guerra.

Si de verdad fuera un hombre, caería de rodillas allí mismo y le suplicaría, como él le había dicho que ella haría.

Si fuera algo más que un triste monumento a una vida dedicada a vengarse de un hombre al que él no le importaba en absoluto, le hubiera dado las gracias.

La hubiera querido y cuidado.

Eso era lo que había prometido en el único lugar del mundo donde había pensado que podía ser algo más que un hombre airado; por ejemplo, un hombre bueno.

Pero no pudo hacerlo.

No pudo obligarse a hacerlo.

–Lo he hecho porque soy así –dijo, y su voz le pareció la del anciano en que se convertiría: amarga y vieja–. Intento lograr mis propios fines. Siempre. No sé actuar de otro modo.

Ella tomó aire como si le hubiera dado un puñetazo, por lo que él prosiguió.

–Nada ni nadie está a salvo conmigo. Te utilizaré. Utilizaré a nuestro hijo. Utilizaré lo que sea si sirve a mis propósitos. ¿Esperabas otra cosa de alguien que te ha amenazado como lo he hecho yo?

Estaba preparado para verla llorar, para que se enfadase.

Fuera cual fuera su respuesta sería verdad.

Cecilia dio unos pasos hacia él y se detuvo de repente, como si no hubiera pretendido moverse. Él se preguntó si le iba a pegar y si se lo consentiría.

Pero ella no le levantó la mano, sino que lo examinó mientras respiraba hondo.

Dio otro paso hacia él, que no pudo menos que admirarse de la rapidez y facilidad con que había adoptado su nuevo papel, a pesar de lo poco que le gustaba vivir en Roma.

Incluso furiosa, como lo estaba ese día, se había vestido con ropa de la que él le había regalado y se había recogido el cabello en un moño. Llevaba un vestido de lana y unas botas de cuero. Iba sencilla, pero elegante. Como siempre.

La única diferencia era que la ropa de ahora realzaba lo que tenía de un modo que no conseguía la ropa vieja que llevaba para limpiar.

Su arrogancia lo había hecho pensar que ella estaba a su alcance.

Se quedó donde estaba, listo para lo que fuera a decirle.

–Es una visión muy pesimista la que presentas, la de un hombre cruel y despiadado, incapaz de cambiar a mejor.

Pascal no supo descifrar su expresión ni su voz. Solo notó que se le aceleraba el pulso.

–Es un retrato acertado.

–Lo dices como si no supiera quién eres exactamente.

Él apretó los labios.

–Entonces no debería decirte lo siguiente, pero voy a hacerlo.

Se dijo que no tenía seca la garganta, que no estaba tenso, que eso no le estaba pasando porque debería estar completamente tranquilo.

–Yo en tu lugar me marcharía, Cecilia.

–¿Marcharme?

–Toma al niño y vete. Has tenido razón desde el principio: ha sido un error.

Sus propias palabras le sonaron como un enorme e intenso trueno, imposibles de pasar por alto.

–Podría hacerlo –dijo ella en voz baja y tranquila, pero no débil, mirándolo a los ojos–. O podría suplicarte.

Suplicarle.

La palabra se apoderó de su cerebro, su pecho, de todo él.

«Podría suplicarte».

Y volvió a recordar aquel momento en un campo helado en la montaña en que había deseado profunda y fervientemente todo lo que sabía que no podría tener y que nunca había tenido.

Una esposa. Un hijo.

Una familia.

«Podría suplicarte».

Pero no se lo creyó. Era Pascal Furlani, un hombre duro. Lo único que sabía hacer era luchar, pelear, castigar al mundo en general y a su padre en particular por haberlo fallado.

Pero Cecilia sabía vivir.

Le había devuelto la vida, literalmente, y había dado a luz una nueva vida, a Dante.

Ella era la vida, el amor, todo lo que él no se atrevía a imaginar que podría llegar a tener.

–Te lo suplico –dijo ella.

Imposible.

Y fue aún peor que se arrodillara ante él con la gracia de una bailarina o una reina, como si no fuera ella la que capitulara.

O como, pensó él aturdido, como si rendirse no le costara nada.

Cuando tenía la certeza de que a él lo destruiría.

–Pascal –dijo mirándolo fijamente a los ojos–. Quiero que me hagas tu esposa en todos los sentidos. Te suplico que lo hagas. Ahora mismo.

Desde su nacimiento, Pascal había sido una causa perdida. En consecuencia, había andado perdido durante años por vocación, regodeándose en la porquería y la suciedad. Y solo había creído encontrarse a sí mismo al estar a punto de morir en una lejana montaña, cuando una mujer lo había sonreído y curado en cuerpo y alma.

Se sintió perdido en su mirada violeta.

Y tal vez la verdad fuera que ya lo estaba, que llevaba seis años perdido.

Así que la tomó en sus brazos y la besó con furia.

Y se perdió para siempre.

E-Pack Bianca octubre 2020

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