Читать книгу E-Pack Bianca octubre 2020 - Varias Autoras - Страница 15

Capítulo 10

Оглавление

DE REPENTE, Cecilia lo entendió todo mientras la boca de Pascal se movía en la suya y recomponía el mundo.

Se trataba del miedo.

Lo abrazó y dejó que la tumbara en el suelo suspirando de felicidad cuando el colocó su exquisito cuerpo sobre el suyo, lo cual demostró una vez más lo bien que se acoplaban.

Así, con la misma belleza de siempre.

Por miedo no se había esforzado más en buscarlo; por miedo se había quedado en la montaña al cuidado de su hijo, en lugar de emprender el camino, más difícil y terrorífico, de enfrentarse a él seis años antes. Cinco años antes.

O cualquier día desde entonces.

Y por miedo había hecho él lo que había hecho. Ahora lo entendía.

Pascal sabía vengarse. Era lo más fácil. La ira era más aceptable que esas mañanas confusas en que se despertaban abrazados. Comprendió que si él la enfurecía le resultaba más fácil luchar contra ella, exigirle, amenazarla.

Podía reducir lo que pasaba entre ellos a una simple pelea.

Pero tenía la certeza de que Pascal no era un abusador. No buscaba la debilidad de ella, sino su fuerza. La debilidad lo hubiera destrozado. Era su fuerza lo que le permitía tratarla como a una adversaria.

Porque a los adversarios no se los podía herir. Los adversarios luchaban.

Y si luchaban, no tenían miedo.

Cecilia lo entendió todo mientras él la besaba con su boca caliente y perfecta. Lo entendió mientras ella le correspondía con todo el deseo y la pasión que él le había enseñado.

Pascal se echó hacia atrás para quitarse la chaqueta y la camisa, mientras ella se quitaba el vestido quedándose con el sujetador, las braguitas y las botas.

Él la miró como si lo único que deseara fuera recorrer cada centímetro de su cuerpo con la boca; como si fuera a morirse si no lo hacía en aquel preciso momento.

–Me matas –masculló.

Y ella se estremeció de deseo.

Sus manos sobre ella eran una ardiente llama que comprobó la forma de sus senos, antes de tomarla por las caderas para atraerla hacia sí.

Y su boca era una revelación.

Tan deliciosa que Cecilia entendió por qué se había negado lo mismo a lo que se había entregado libremente seis años antes.

Tenía miedo.

Miedo de lo que pudiera hacerle a ella y a su vida. Porque la verdad era que haber tenido relaciones sexuales con Pascal ya le había cambiado la vida una vez.

¿Qué le sucedería ahora?

Ya lo sabía. Lo peligroso no era el sexo. No la iba a destrozar ni la iba a perseguir durante años hasta que volviera a encontrar a Pascal.

Lo peligroso era el amor.

Y la pura verdad era que no había dejado de querer a Pascal.

Y no estaba segura de poder hacerlo.

Así que lo besó y vertió en el beso los años que habían estado separados, el miedo, la soledad y, sobre todo, los sueños; la alegría, el sabor de la vida que había vivido lejos de él y la esperanza secreta de que la nueva vida que habían iniciado juntos fuera feliz, a pesar de los esfuerzos de ambos por fingir que era una desgracia.

Lo besó sin parar. Y cuando él se levantó y la levantó, ella lo siguió ciegamente. La condujo al sofá y la tumbó en él. Ella lo observó, jadeando, mientras acababa de desvestirse y lo contempló, por fin, desnudo.

Durante unos segundos, se limitó a observarlo desde el sofá.

Nunca se cansaría de mirarlo.

De contemplar sus cicatrices, sus músculos, la irresistible belleza masculina del único hombre al que había acariciado, del único al que había querido.

Para ella, del único hombre que existía. Y punto.

Los negros ojos de Pascal brillaban. Sus anchos hombros la invitaban a aferrarse a ellos para siempre. Entre las piernas, la parte más dura de él se erguía orgullosa.

Y lo quería.

No había nada más que entender.

Levantó las manos hacia él sonriendo.

–Quítate el sujetador –le pidió él con voz ronca.

Ella lo hizo dejando al descubierto los senos. Los pezones se le endurecieron cuando él se los miró. Y comenzó a temblar.

–Y las braguitas –ella tembló aún más–. Pero puedes dejarte las botas.

A ella, sin saber por qué, eso le resultó delicioso. Se apresuró a hacerlo.

Y cuando hubo acabado, se quedó de pie frente a él, expuesta por completo.

Pero era suya.

Los ojos de Pascal ardían. Y sonrió.

La atrajo hacia sí y la levantó.

Cecilia se agarró a sus hombros y enlazó las piernas a su cintura. Gimió cuando él la levantó más y la dejó justo encima de su dura masculinidad.

Tenía la cara junto a la de ella.

–Suplícame –susurró.

Los ojos le brillaban de deseo. Y a Cecilia le pareció que la habían vaciado por dentro.

Y que lo único que quedaba era él.

Y lo que siempre había habido entre ellos, imposible de ignorar, aunque ambos lo habían intentado.

El amor.

No había otra forma de describirlo.

Ella le clavó las uñas en los hombros mirándole el rostro, tenso por la fuerza del mismo deseo que también se había apoderado de ella y la hacía arder.

–Por favor, Pascal –susurró, llena de alegría por una rendición que le parecía una victoria.

Y él la penetró profundamente.

Los dos se quedaron inmóviles durante unos segundos, inundados de la misma salvaje sensación.

«Estoy en casa», pensó ella. «Es amor».

«Sí».

Y no supo qué había dicho en voz alta.

Pero daba igual.

Pascal la volvió a tumbar en el sofá, acomodaron sus cuerpos y él se deslizó aún más dentro de ella.

Ella le mordió el hombro.

Y él la embistió una y otra vez, como si fueran a morirse así o a morirse si no lo hacían; o a morirse y a renacer y repetir aquella danza eternamente.

Cecilia fue a su encuentro. Era parte de él. Mantuvo las piernas enlazadas a sus caderas y fue a su encuentro en cada embestida.

Recordó lo maravilloso que había sido seis años antes. La leve punzada de dolor y, después, solo el deseo hecho carne.

Y era mejor ahora. Más profundo.

Pascal movió las caderas de una forma que hizo que ella echara la cabeza hacia atrás. Después, él bajó la suya para meterse un pezón en la boca, y ella estalló en mil pedazos. Su cuerpo se aferró con fuerza en torno al de él y comenzó a dar sacudidas.

Sin parar.

Pero él continuó embistiéndola durante el clímax para, después, volverle a provocar deseo y conducirla a otro.

Cecilia se aferró a él. Lo quería. Gritó su nombre y se sumergió en las exquisitas llamas que la consumían.

Solo cuando comenzó a dar sacudidas de nuevo, perdió él el rimo profundo y regular que había utilizado para volverla loca.

Y durante unos segundos, solo hubo velocidad y furia, profundas y hermosas.

Pascal alcanzó también el clímax, con el nombre de ella en los labios, y, por fin, se perdió en su interior.

Y Cecilia se percató con enorme claridad de que quería eso. Todo eso.

La hermosa y elemental tormenta que era aquel hombre y la pasión que había nacido entre ambos desde el principio, desde mucho antes que ella entendiera lo que la llevaba a estar a su lado en el hospital. Quería el trueno del deseo que sentía por él, el relámpago que era la pasión de ambos, que a veces se transformaba en dolor y otras en pérdida. Y la lluvia que seguía y que llevaba la vida al mundo.

Que a ella le había dado a su hijo.

Quería esa tormenta con todo su ser, con todo lo que era y tenía. Valía el precio que había pagado.

Tomó el rostro de Pascal entre las manos. Notó las cicatrices en un lado, la prueba de que podía superar cualquier cosa. Le buscó la mirada, desenfocada, pero que lentamente centró en ella.

Y durante unos segundos le pareció que era otro.

Era como si la lluvia los hubiera limpiado para que pudieran empezar de nuevo.

Cecilia ya no tenía miedo de suplicar aquello que deseaba ni de liberar lo que se agitaba en su interior, desesperado por salir. Ni, desde luego, del hombre que se hallaba tan profundamente en su interior que le resultaba difícil recordar que eran dos personas distintas.

–Te quiero –dijo con claridad–. Te quiero, Pascal.

Sus palabras le produjeron un efecto instantáneo y eléctrico.

Y negativo.

Frunció el ceño. Los ojos le centellearon y se separó del cuerpo de ella como si quemara.

Cecilia se quedó donde estaba. Se incorporó apoyándose en un codo y lo observó alejarse.

No había ni un solo ángulo de aquel hermoso cuerpo que no admirara.

Vio que se mesaba el cabello. Después se quedó con los brazos en jarras mirando por la ventana. A ella no le sorprendió que se acariciara las cicatrices de la mandíbula.

–Te quiero, Pascal –repitió, para que no hubiera posibilidad de error.

Y cuando él se volvió y la fulminó con la mirada, ella se limitó a sonreír. Se sentó en el sofá sin intentar taparse.

Y él la miró como si lo hubiera golpeado.

–Siempre te he querido –le dijo, como si le confiara un gran secreto–. Incluso cuando más te odiaba, parte de mí esperaba que volvieras, a pesar de lo sucedido. Te quería y deseaba estar contigo, incluso cuando me juraba que no era así. Y cuando regresaste, lo que más me asustó fue que todo mi amor no había desaparecido, sino que se había limitado a esperar.

–Es imposible –dijo él, como si estuviera masticando cristales–. Ya lo sabes.

–¿El qué? –ella lo vio agarrar los pantalones y se preguntó si tendría tantos problemas como ella para concentrarse, estando los dos desnudos–. Te aseguro que querer es muy fácil. Se hace y ya está.

Pascal no dijo nada. Se vistió rápidamente y al ver que ella no lo imitaba la miró enarcando una ceja.

Cecilia suspiró, agarró el sujetador y se lo puso sin prisa. Después hizo lo mismo con las braguitas y, seguidamente, cruzó lentamente el despacho para recoger el vestido. Cuando se lo terminó de poner, él apretaba los dientes con tanta fuerza que a ella le sorprendió que no se le hubiera roto la mandíbula.

Sonrió. Él no lo hizo.

–Te dije que me suplicarías y lo has hecho –dijo él–. Pero no veo motivo alguno para continuar con esta farsa. Le diré a mi secretario que hable contigo para que negocies con él los detalles.

–¿Qué detalles?

–Ya te lo he dicho –afirmó él con su tono autoritario habitual, aunque sus ojos reflejaban un enorme dolor–. Llévate a Dante y vuelve a la montaña. Allí estarás a salvo.

–Quiero mucho esas montañas, pero no son lo único que quiero.

–Ya te he oído. No quiero volverlo a oír –dijo él con dureza.

Pero ella ya no tenía miedo. Pasara lo que pasara.

–Lo quiero todo, Pascal: un verdadero matrimonio, una familia de verdad y una vida contigo.

–Y te lo mereces todo, pero yo no puedo dártelo.

Ella se obligó a reírse.

–Eres uno de los hombres más ricos y poderosos de Italia. Puedes darme lo que quieras.

–Cecilia…

–Piénsalo. Una vida de verdad, sin amenazas, sin mentiras, sin secretos. Solo nosotros.

Y ella notó que en el interior de él se desencadenaba una tormenta. Le tendió la mano, pero él retrocedió como si temiera que fuera a partirlo en dos.

Como si ya lo hubiera hecho.

–No puedo ser de verdad –le espetó.

A ella se la partió el corazón al oír su voz, tan brusca y ronca.

–No sabría por dónde empezar. Nací roto, y solo he empeorado.

Ella quería acariciarlo, abrazarlo y consolarlo; también gritarle y sacudirlo por los hombros.

Pero sabía que no la dejaría.

Intentó sonreír.

–Lo único que debes hacer es elegir el amor, Pascal –dijo con la mayor sinceridad posible–. Elígeme, por una vez.

Seis años antes, él había huido. Y ella entendía por qué, por qué había creído que no tenía elección.

Pero entender el pasado no lo cambiaba; solo podía, con un poco de suerte, cambiar el futuro.

–Por una vez –susurró ella.

Pero Pascal negó con la cabeza. Y ella tuvo ganas de gritarle, de volver a suplicarle, pero él parecía estar destrozado.

–No puedo –masculló. Alzó la cabeza para mirarla a los ojos–. Si eso implica que vas a dejarme, lo entenderé, ya te lo he dicho. Creo que deberías hacerlo.

Cuando él la había abandonado, ella dormía.

Pero ahora estaba despierta.

Pensó en los seis años anteriores y en lo mucho que se había esforzado no solo para dar a Dante una buena vida, sino para no pagar cara la decisión de haberse quedado con él. Había elegido la vida que quería llevar reuniendo los fragmentos que le habían quedado después de tener que marcharse de la abadía.

Y por mucho que quisiera a Pascal, por mucho que lo hubiera querido y que lo siguiera queriendo, no veía motivo alguno para no volver a hacer lo mismo.

Sabía que podía echarse atrás, decir algo que aplacara a Pascal, tratar de suavizar las cosas. Podía continuar viviendo a medias con él, como había hecho desde su llegada a Roma, dedicándose a deambular por la ciudad y viviendo para el momento en que se despertaba en sus brazos y fingía estar horrorizada por hacerlo.

Había cientos de juegos a los que podía jugar, pero no quería hacerlo.

Quería estar con él.

Quería una familia.

Deseaba todo lo que le había dicho, pero era avariciosa y deseaba que él también lo quisiera. Se había criado en una familia de monjas, así que sabía lo que era ser mártir. Y no quería serlo.

Era capaz de aceptar cualquier cosa.

Pero en su matrimonio, al que podía haberse resistido y no lo había hecho para darse el gusto de fingir que él la había obligado a casarse, no estaba dispuesta a seguir aceptando nada ni a esforzarse en conseguir que las cosas funcionaran.

Lo quería todo, y no estaba dispuesta a conformarse con menos.

–No.

Pascal la miró con su arrogancia y frialdad habituales, como si hubiera oído mal, ya que estaba seguro de que nadie se atrevería a contradecirlo.

–¿No?

–Ya te he dicho lo que quiero –afirmó ella con voz clara y firme, sin dejar de mirarlo–. Por una vez, no voy a conformarme con menos. Si es demasiado para ti, lo entenderé. Pero no voy a huir de nada. Si esto te supera…

La voz se le quebró porque no era una máquina, sino una mujer de carne y hueso luchando de la única forma que sabía por el hombre al que amaba.

–Si no sabes cómo luchar por nosotros, no puedo ayudarte.

–Cecilia…

–No voy a marcharme. Dante y yo nos quedamos. Pero no voy a detenerte si quieres huir, Pascal. De nuevo.

Y antes de que le diera tiempo a cambiar de opinión y a volverle a suplicar, y esa vez con lágrimas, dio media vuelta.

A pesar de los mucho que le dolía.

Y esa vez fue ella la que se marchó.

E-Pack Bianca octubre 2020

Подняться наверх