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Capítulo 3

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ESO ERA imposible.

Sus palabras no tenían sentido, por mucho que le resonaran a Pascal en la cabeza.

No retrocedió ante aquella imposibilidad ni cayó al suelo, sino que se quedó petrificado, como una estatua, mientras la miraba horrorizado y confuso.

«Tiene que haber un error», insistió en su interior un resto de racionalidad.

–¿Qué has dicho? –consiguió preguntarle, aunque la boca ya no le parecía suya.

Estaba seguro de haberla oído perfectamente, pero sus palabras seguían sin tener sentido. No podían tenerlo.

–No se trata de algo que quisiera contarte –contestó Cecilia alzando la barbilla de forma beligerante, lo cual tampoco tenía sentido.

Porque la dulce novicia que había conocido no era beligerante en absoluto.

–Te lo he dicho porque es lo justo. Así que ya lo sabes.

Y, sorprendentemente, asintió con la cabeza, como si el caso estuviera cerrado.

–Me parece que no te entiendo –dijo él con una voz que comenzaba a aparecerse a la suya.

Cecilia suspiró como si estuviera poniendo a prueba su paciencia.

–Tienes un hijo. No debería sorprendente. Por si no lo recuerdas, no dedicaste ni un minuto a pensar en algún método anticonceptivo. ¿Qué creías que sucedería?

Lo insultante e injusto de sus palabras lo hicieron salir de la parálisis.

–Me estaba recuperando de un accidente de coche en un hospital –respondió entre dientes–. ¿Cuándo iba a haber ido a comprar protección adecuada? Supuse que te habrías encargado tú.

–¿Que me habría encargado yo? –se echó a reír, lo cual estuvo a punto de hacer perder a Pascal los estribos. Pero ella no se dio cuenta o no le importó–. Me había criado en un convento, con monjas de verdad. Puede que te sorprenda que los detalles del uso del preservativo en las relaciones sexuales prematrimoniales no fuera un asunto que se planteara con frecuencia en las oraciones matinales.

Pascal se mesó el cabello. Le temblaban las manos, lo cual, en cualquier otro momento, lo hubiera horrorizado. Ahora solo lo notaba, pero debía seguir adelante porque, si no, sucumbiría a la ola que amenazaba con tragárselo.

–No puede ser que tenga un hijo –dijo en tono airado–. No puede ser.

Cecilia aspiró con fuerza. Y sus preciosos ojos lanzaron chispas.

–Pues lo tienes. Pero no te preocupes: está perfectamente y no te necesita –el brillo de sus ojos se intensificó y él lo recibió como un golpe en el pecho–. Así que ya puedes volverte a tus revistas, tus modelos de ropa interior o lo que te apetezca. Finge que no existimos. Lo llevas haciendo seis años.

–¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? –preguntó él en voz baja. Creía que la intensa furia que sentía le había quemado las cuerdas vocales y que no volvería a hablar con voz normal–. No me dijiste que estabas embarazada.

–¿Cómo iba a hacerlo? –preguntó ella al tiempo que dejaba el cubo en el suelo de un golpe. Incluso dio un paso hacia él, como si buscara el enfrentamiento físico–. La primera vez que te vi en un periódico habían pasado dos años. ¿Antes? Desapareciste de la noche a la mañana. El ejército te había dado de baja, y, aunque no lo hubiera hecho, no me habría dado tu dirección. ¿Qué podía hacer?

–Sabías que era de Roma. Sabías…

–Muy bien, ¿qué crees que debía haber hecho? ¿Subir y bajar las escaleras de la plaza de España, embarazada, mientras te llamaba a gritos? O, mejor aún, ¿subir a la Fontana di Trevi con un recién nacido en brazos y pedir que alguien de la multitud me llevara hasta ti?

Que ella tuviera razón lo angustió aún más.

¿Cómo podía haber pasado? Se negaba a aceptarlo, a creerlo. Quería derruir con sus propias manos aquella iglesia, como si eso fuera a cambiar el modo en que ella lo miraba o a hacer que retrocedieran en el tiempo.

Como si fuera a salvarlo de la desagradable realidad de haberse convertido, sin saberlo, precisamente en lo que más odiaba.

–No dejas de hablar de revistas, lo que indica que me viste en alguna –afirmó, como si quisiera echarle la culpa a ella y librarse él–. Tenías que conocer la existencia de mi empresa, así que podías haberte puesto en contacto conmigo. Pero decidiste no hacerlo.

Su risa lo traspasó.

–Llamé varias veces a tu empresa. Nadie me tomó en serio. Supongo que no lo hicieron porque en todo aquel tiempo no habías vuelto por aquí.

–Ya me encargaré de aquellos que no te hicieron caso –aunque mientras lo decía sabía lo que probablemente había sucedido. Guglielmo habría rechazado todo anuncio de embarazo, sin comunicárselo, por considerar que provenía de una oportunista que intentaba aprovecharse de su éxito–. Pero si hubieras ido allí, no te habría negado la entrada.

Ella puso los ojos en blanco.

–Bueno es saberlo. Si me vuelves a dejar encinta y a abandonarme como si fuera un desperdicio, seguiré esa vía. Acamparé en el vestíbulo con mis hijos y esperaré. ¿Qué podría ir mal?

–¿Qué clase de persona tiene un hijo y no se lo comunica al padre? –una grieta se abrió en su interior y le resultó cada vez más difícil fingir que estaba enfadado, porque era algo mucho más profundo: una fisura catastrófica–. Han pasado seis años. ¿Sabes lo que has hecho?

–Perfectamente. Sabías dónde estaba. Sabías que era imperdonablemente ingenua. Tú tenías experiencia, como te encargaste de señalar más de una vez. Era indudable que sabías que si se tienen relaciones sexuales, sobre todo sin protección, cabe la posibilidad de que ocurra eso. No me preguntaste nada.

–¿Cómo te atreves a hacerme responsable?

–No voy a quedarme a escuchar sermones sobre responsabilidad de alguien como tú –le espetó ella. Se le acercó más y lo señaló con el dedo, como si fuera a sacarle un ojo–. Intenta ser un progenitor soltero: dar de comer, cambiar pañales, soportar los lloros sin motivo y las repentinas enfermedades. ¿Dónde estabas? Aquí no, desde luego, ocupándote de tu hijo.

–No podía ocuparme de algo que desconocía.

Ella volvió a señalarlo con el dedo y Pascal se percató de que no la intimidaba. No recordaba la última vez que le había sucedido algo así con otra persona. Y no, desde luego, con una mujer a la que, horas antes, consideraba un fantasma y a la que recordaba por su extremada dulzura.

–No me malinterpretes. Ser madre proporciona enormes alegrías; en caso contrario, la especie se habría extinguido. Pero a lo que me refiero es a mantener con vida a un minúsculo ser humano. Y tú hablas de lo dolido que te sientes porque decidiste evaporarte y eso tuvo consecuencias. Y una de ellas es el niño que contribuiste a crear.

Él palideció a causa de la furia y la angustia.

–¿Te atreves a hablarme de consecuencias?

–Yo he vivido con las tuyas, Pascal: un bebé maravilloso que se ha convertido en un niño de cinco años, a consecuencia de tu negligencia. Y, tras haberlo intentado un número suficiente de veces, no seguí dándome cabezazos contra la pared para intentar localizar a un hombre que ni siquiera me había dejado un número de teléfono. Decidí dedicarme a criar a mi hijo. Y lo hice.

–Cecilia…

–No esperaba que volvieras a aparecer por aquí. Tampoco espero que te quedes. Te comportas como si haber sabido que estaba embarazada hubiera podido cambiar algo. Pero te diré un secreto: no habría cambiado nada. ¿Por qué no nos ahorras el dramatismo y te vuelves a marchar?

Pascal se tambaleó y tuvo que agarrarse al banco más cercano para equilibrarse.

–Te conté…

Lo asaltó el recuerdo de las horas que ella había pasado al lado de su cama hablando y cuidándolo; de las cosas que él le había contado, porque aquella cama le parecía desconectada del mundo. ¿Por qué no hablar a una amable desconocida de sus sentimientos? ¿Por qué no compartir todo lo que guardaba en su interior? Lo había hecho. ¿Cómo iba a imaginarse ella que el hombre que había hecho eso ahora le daría la espalda y se marcharía?

–Te conté cómo me crié, lo que significaba ser el hijo bastardo de un hombre cruel e insensible. ¿Lo has olvidado?

Los ojos de ella parecían llenos de pesar.

–No lo he olvidado, pero uno dice toda clase de cosas cuando cree que está a punto de morir. Pero después, si se tiene una segunda oportunidad, la gente cambia y vive de manera muy distinta.

–Te lo conté. Sin embargo, decidiste hacerme esto y hacérselo a mi hijo cuando sabías que era lo último que consentiría.

El pesar de ella desapareció y volvió a alzar la barbilla, airada.

–Me dejé de preocupar de lo que consentirías o dejarías de consentir –dijo ella con una calma que a él volvió a parecerle una bofetada, cuando apenas se sostenía en pie–. Lo hice cuando me di cuenta de que no volverías y de que debería tener a nuestro hijo sola. Y después criarlo. Me planteé darlo en adopción, porque mi plan era ser monja, no madre –dijo con amargura.

De un rincón del cerebro de Pascal surgieron las historias de Cecilia sobre su infancia, pero las apartó, porque ella había querido…

–¿Quisiste renunciar a tu hijo, a mi hijo?

De nuevo le resultaba difícil asimilar sus palabras. Bastante malo era ya que hubiera ido allí por capricho y enterarse de que la mujer cuyo recuerdo llevaba años persiguiéndolo había mantenido a su hijo en secreto, para, además, pensar que podía haber vuelto y no saber lo que había perdido.

La fisura en su interior se agrandó.

–Sí, Pascal. Nunca había planeado tener un hijo yo sola. ¿Por qué no me iba a plantear darlo en adopción?

Pascal se acarició las cicatrices de la mandíbula, lo que le recordó que ya había sobrevivido a lo imposible.

Sin duda volvería a hacerlo.

De un modo u otro.

–Supongo que querrás que te dé las gracias por haber elegido ser madre –dijo con amargura–. Pero me resulta imposible. Quiero verlo.

No la miró al decirlo y tardó unos segundos en darse cuenta de que ella no respondía. Cuando volvió a mirarla, por la expresión de su rostro le pareció que estaba rumiando su decisión.

A Pascal se le ocurrió por primera vez que ella podría impedirle ver a su hijo.

¿Cómo podía indignarlo que le negara algo que desconocía al llegar al valle? ¿Cómo era posible que se conociera tan poco a sí mismo?

–Voy a enseñarte una fotografía, pero, desde luego, no voy a presentártelo. Tiene cinco años y, por lo que a él respecta, no tiene padre.

Pascal volvió a sentirse mareado y tan fuera de control como cuando su coche había caído montaña abajo. Era como revivir el accidente una y otra vez. Y volvía a sentirse roto en mil pedazos.

Se obligó a recordar que era el presidente y consejero delegado de una compañía internacional que lo había convertido en multimillonario, por lo que era indudable que podía enfrentarse a una pueblerina y al resto de aquella situación.

Lo único que debía hacer era impedir que los malditos sentimientos le dictaran sus reacciones.

Creía haberlo logrado hacía años, seis para ser exactos, cuando había recibido el aviso definitivo para que despertara, había recordado quién era y se había marchado.

Ella no había podido localizarlo. Él no había mirado atrás. Era deprimentemente habitual.

Carraspeó.

–Así que, ¿vives aquí con él, en la abadía?

–Tenemos casa propia.

Él miró el cubo al lado de ella.

–Si no vives en la abadía ni eres monja ni novicia, ¿por qué limpias la iglesia?

–Limpio.

Cuando él la miró sin comprender, ella volvió a alzar la barbilla con expresión desafiante, lo que a él ya estaba dejando de sorprenderlo.

–¿Limpias para ganarte la vida?

–Es lo que acabo de decirte.

Esa vez, él la entendió completamente. Sus palabras dejaron de ser un ruido en su cabeza. Volvió a sentirse él mismo, con menos sentimientos y más furia.

Le gustaba más esa versión de sí mismo que la anterior.

–¿Verdaderamente eres tan vengativa? –le preguntó en un tono de velada amenaza, con el poder por el que tanto había luchado y que no estaba dispuesto a ceder a una monja fallida. Cambió el peso de una pierna a la otra y se metió las manos en los bolsillos, sin dejar de mirarla–. Me has dicho que habías leído sobre mí. Sabías que tenía una empresa y me has dicho que habías llamado allí. Así que es indiscutible que sabías perfectamente que no soy pobre y que, por encima de todo, no dejaría que mi hijo se criara en la pobreza.

A Cecilia se le colorearon las mejillas y a él le dio la impresión que era la primera reacción sincera de ella que veía. Por eso se deleitó mirándola, como un hombre sediento ante un riachuelo en la montaña.

No podía ser por ninguna otra razón.

–Tu hijo no se está criando en la pobreza –le espetó ella–. No se sube a un jet para ir a comprar, por supuesto, pero tiene una vida plena. No le falta de nada. Y lamento que creas que limpiar es indigno de ti, pero, por suerte, yo no soy de la misma opinión. Me gano bien la vida. Me cuido y cuido de mi hijo. No todos necesitamos ser ricos.

–No todos pueden serlo, es cierto, pero resulta que estás criando al hijo y al heredero de un hombre que lo es.

–El dinero solo compra cosas, Pascal –afirmó ella con el desdén de alguien que no ha tenido que sobrevivir en uno de los peores barrios de una gran ciudad–. No te hace feliz, como puede verse con solo mirarte.

–¿Cómo lo sabes? –preguntó él en tono sepulcral.

Ella volvió a sonrojarse.

–Dante vive feliz conmigo, que es lo único que importa.

–Vives en mitad de la nada, rodeada de monjas y vacas. ¿Qué vida es esa para un niño?

–Hubo un tiempo en que creías que este valle era un paraíso. No ha cambiado. Si tú lo has hecho, no hace falta que soportes a las monjas y las vacas ni un minuto más. Vete ahora mismo.

–Creo que no me entiendes –dijo él casi con dulzura, lo cual se contradecía con la furia que sentía–. Soy Pascal Furlani y estamos hablando del único heredero de todo lo que he creado. Mi hijo y heredero no puede criarse así, tan lejos de todo lo que importa.

Ella frunció el ceño.

–Entonces es una suerte que tu apellido no aparezca en su certificado de nacimiento. No tienes que preocuparte de cómo se cría.

Pascal volvió a quedarse petrificado, mirándola como si pudiera hacerla desaparecer y convertirla en el fantasma que debería ser, en vez de ser la madre de otro hijo bastardo, pero esa vez el suyo.

El escándalo que se produciría cuando se descubriera, porque Pascal sabía por experiencia propia que esas cosas siempre se descubrían, lo convertiría en el peor de los hipócritas, ya que nunca había ocultado sus sentimientos hacia el comportamiento de su padre. La prensa sensacionalista se cebaría en él.

Al pensar en el escándalo, otra inquietud distinta se apoderó de él.

–¿Hablaste del niño a los miembros del consejo de administración?

–No quería que te lo contaran –respondió ella con furia–. No, no dije nada a dos completos desconocidos que recorrieron el pueblo haciendo preguntas groseras.

–Pero eso no implica que no te vieran o que no preguntaran a otro.

–Me daba igual lo que hicieran –parecía impaciente, un insulto más a añadir a los anteriores– con tal de que se fueran, que es lo que también quiero que hagas. Ahora mismo.

Pascal pensó en su hijo, su niño. Era demasiado, lo sobrepasaba. Pensar en los miembros del consejo de administración era distinto. Era más fácil pensar en lo que harían con esa información que en la información en sí misma.

Solo que dicha información atañía a un niño que no sabía que tenía un padre que no lo habría abandonado si hubiera podido decidir.

–Qué desastre –murmuró.

–Es gracioso, pero es lo que pensé que dirías –Cecilia dejó de fruncir el ceño y levantó de nuevo la barbilla–. De hecho, todo está sucediendo tal como lo había imaginado. Así que, ¿por qué no avanzamos hasta lo inevitable y terminamos con esto, que no nos lleva a ninguna parte? Vete, vuelve a tu dinero y a tu vida en Roma. Nadie tiene por qué saber que has vuelto. Dante y yo iremos tirando como lo hemos hecho hasta ahora, y tú dedícate a lo que prefieras. Y aquí paz y después gloria.

Y ella agitó la mano con lánguida indiferencia, lo que hizo que algo saltara en el interior de Pascal.

Se le acercó, la tomó por los estrechos hombros y se situó frente a ella.

Cecilia se sobresaltó y le puso las manos en el abdomen, aunque no lo empujó ni intentó separarse de él. Contuvo la respiración, como si esperara a ver lo que iba a hacer.

Lo único que Pascal hizo fue agachar la cabeza hasta ponerla a la altura de la de ella.

–No voy a marcharme –dijo él en voz baja–. Tengo un hijo. Un hijo. Me has hecho padre y me lo has arrebatado. Nunca te perdonaré ninguna de las dos cosas. Pero ahora lo sé, y nada es lo mismo. ¿Me entiendes?

Esperaba que ella le dijera que la soltara, cosa que haría, desde luego, porque no era el animal que ella creía. Aunque se daba cuenta, incluso en aquel momento, con lo que acababa de descubrir, que su cuerpo reaccionaba con entusiasmo ante la cercanía de la mujer cuyo recuerdo lo había perseguido durante tantos años. Los hombros de ella se ajustaban a sus manos a la perfección.

Y la última vez que había habido tanta proximidad entre ellos la había besado en la boca. Y, después, la parte más dura de él había penetrado profundamente en el estrecho calor de ella hasta hacerlos estallar a los dos, para volver a empezar.

–Eso –dijo ella mirándolo fijamente a los ojos– no volverá a pasar.

Por primera vez desde que había entrado en la iglesia vio a la mujer a la que había abandonado, la que siempre sabía lo que él pensaba, la que solía pensar lo mismo que él.

Era evidente que ahora lo hacía.

Y no le había confiado aquel secreto. Quería aplastarla. Quería gritar. Quería que su furia fuera tanta que pudiera retroceder en el tiempo para evitar aquella tragedia.

«O», una voz insidiosa le susurró, «podías quedarte esta vez, como querías entonces».

Esa idea fue la mayor traición de todas.

Quedarse nunca había sido una posibilidad, por mucho que lo deseara años antes, y con independencia del precio que tuviera que pagar por marcharse.

Pero no había podido olvidarse de Cecilia. Había vuelto para exorcizarla, pero parecía que se vería ligada a ello para siempre por el hijo que habían engendrado.

Era demasiado.

Así que la puso de puntillas, la atrajo más hacia sí y pegó la boca a la de ella.

E-Pack Bianca octubre 2020

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