Читать книгу E-Pack Bianca octubre 2020 - Varias Autoras - Страница 13
Capítulo 8
ОглавлениеROMA era una ciudad chispeante y demasiado grande, Cecilia se había casado, cuando no pensaba hacerlo, y mucho menos con tanta prisa y bajo presión, y no había nada en la nueva vida que la esperaba que tuviera sentido.
Pascal los había llevado en coche desde las montañas. Solo se habían detenido a comer, a estirar las piernas y para que Dante se desfogara un poco corriendo.
Cecilia se había puesto ropa de viaje, después de la ceremonia, ropa que su esposo había elegido para ella. No quería llevar nada que él le hubiera regalado, pero tampoco que las monjas se dieran cuenta de lo problemático y estresante de su boda.
–No quiero que me vistas –le había dicho ella frunciendo el ceño ante las prendas que él le había entregado la noche anterior a la ceremonia: el vestido de novia y ropa para el viaje, acompañados de la orden de que dejara que hiciera el equipaje el personal que pensaba enviar a su casa después de que se hubieran ido. Sus empleados recogerían sus efectos personales y dejarían los muebles.
Eso también la había enfurecido. Todo la enfurecía.
–Como si fuera una muñeca –concluyó ella.
–Hasta ahora solo te he proporcionado la ropa que me gustaría que te pusieras. ¿También quieres que te vista? Porque eso es otra historia.
Ella no quería pensar en eso.
O, para ser más exactos, era en lo único que había pensado la larga noche anterior. No había dejado de dar vueltas en la cama y de mirar al techo. Se había levantado, se había puesto el vestido de novia y había ido a la iglesia.
Y ahora era la esposa de Pascal.
La verdad era que no quería pensar demasiado ni en la ceremonia nupcial ni en que había abandonado el único hogar que conocía por un futuro inquietante y desconocido.
Y, desde luego, no quería pensar en la provocación de él después de la ceremonia.
No iba a suplicarle nada, nunca.
Pero aunque lo pensaba en serio, una rápida mirada a su esposo y a su forma de conducir segura y relajada, la hizo estremecerse.
Se entretuvo con Dante, que estaba sobreexcitado y le costaba contenerse en el largo viaje. Hubo rabietas, lágrimas, demasiados dulces y no suficientes vídeos. Y cuando por fin llegaron a Roma, Pascal apretaba los labios y Cecilia estaba reventada.
Pero aún le quedaron fuerzas para, al bajar del coche en el garaje, decirle a Pascal en tono de superioridad:
–Recuerda que tú te lo has buscado.
Pascal la fulminó con la mirada, antes de tomar a Dante en brazos, porque por fin se había dormido, y subir por una escalera a lo que consideraba su hogar: tres plantas del edificio.
Cecilia se sentía abrumada.
Lo atribuyó al cansancio. La preció que era incapaz de entender todo aquel brillo, las vistas, el enorme vestíbulo, donde colgaba una araña de cristal del tamaño de su casa, y todo el mobiliario, que proclamaba a los cuatro vientos lo caro que era.
La cosa empeoró a la mañana siguiente.
Porque una cosa era ver a un hombre poderoso con ropa cara en una revista; al fin y al cabo, las revistas estaban llenos de ellos. Pero otra muy distinta era hallarse en medio de ese poder, en vez de limitarse a leer sobre él; verse envuelta y sentir que se ahogaba y que había hecho una tontería al ir allí.
Lo único en que pensaba al haber accedido era en estar cerca de su hijo. Y eso era lo único importante, se dijo esa mañana mientras deambulaba por aquel enorme y silencioso espacio, que era el lugar de residencia más grande en el que había estado.
Sin embargo, también debería haber pensado que era una mujer sencilla.
Su versión de una vida complicada se hallaba en los límites del pueblecito que era su único hogar conocido y de la buena o mala opinión de sus habitantes sobre ella. Y tanto cuando había vivido dentro de la abadía como cuando lo había hecho en su casita, la abadía, que era el centro del pueblo, también era todo su mundo.
«No tenías más remedio que venir», se dijo.
Pero eso no era un consuelo.
Se sentía mareada, sensación que no remitió con el paso de los días, mientras la oscuridad del año que terminaba solo se veía iluminada por los adornos navideños, dondequiera que mirara en aquella nueva ciudad.
Pascal había cumplido su palabra. Había contratado a un ejército de empleados para atender las necesidades de Dante. Y a Dante lo fascinaban sus nuevos entretenimientos, por lo que, aunque Cecilia habría querido reclamar la atención de su hijo, él no quería irse con ella cuando estaba jugando, haciendo trabajos manuales o practicando escalas en el piano que tenía en su habitación.
Quería seguir haciendo lo que hacía, acompañado de toda aquella gente que le resultaba más entretenida que su madre.
–No sé qué esperas que haga al haberme obligado a venir aquí –le dijo a Pascal, furiosa, una mañana, al cabo de pocos días de llegar–. No estoy acostumbrada a estar sin hacer nada.
Pascal se hallaba en el despacho leyendo la prensa mundial y tomándose un café.
Él le ha había dirigido una mirada burlona.
–Estás en Roma –dijo él, levemente asombrado de que fuera necesario recordárselo–. Si no puedes entretenerte aquí, no podrás hacerlo en ningún sitio.
Ella no halló una respuesta que darle que él no hubiera considerado un desafío, así que no dijo nada. Aceptó que, por primera vez desde que tenía memoria, se las tendría que arreglar sola.
Así que salió y se perdió por las viejas calles de la ciudad.
Y en medio de aquel esplendor caótico de tres mil años de historia, mientras se extraviaba en una calle para volver a hallar su camino en otra, se dio cuenta de que se había olvidado de que se acercaba la Navidad.
Era su época del año preferida.
Un día, a última hora de la tarde, estaba en el café de una concurrida piazza, tomando un café con leche. Era un día frío, húmedo y nublado. Había dejado a Dante a cargo de sus cuidadores, que, siendo sincera, le caían muy bien.
¿Cómo iba a discutirle a Pascal su deseo que el niño recibiera esos cuidados cuando ella lo dejaba con la vecina mientras trabajaba?
No podía. Mejor dicho, podía hacerlo, pero le daba miedo.
Había algo en Pascal, ahora que estaba en su elemento, que la hacía sentir como si no pisara el suelo. Y no porque se abriera bajo sus pies, como a veces le había parecido, sino porque Pascal se había apoderado de él.
Suspiró al mirar la piazza y las luces y adornos que la hacían brillar, aunque había empezado a oscurecer.
Casi se sintió en paz.
En esa época del año, la abadía siempre le había parecido mágica. Las hermanas cantaban villancicos por la mañana y el pueblo se engalanaba decorando los árboles con luces, las puertas con guirnaldas y las ventanas con velas.
De repente, se sintió desanimada por no estar allí.
No esperaba echarlo tanto de menos. Le producía un dolor físico no poder salir, andar cinco minutos, hiciera el tiempo que hiciera, y buscar la fresca y serena protección de la abadía. Y no tener a mano a la madre superiora para que hiciera alguno de sus comentarios, ya fuera seco o sabio.
Por primera vez en su vida estaba sola, y no podía decir que le gustara.
Más tarde, después de salir del café, buscó el camino de vuelta en el laberinto de calles llenas de gente y coches. Solo se perdió dos veces antes de llegar a casa de Pascal, lo que, en su opinión, era un avance.
Le dijeron que Dante estaba cenando y que después lo bañarían, antes de acostarlo.
Ya no le preguntaban qué le parecía lo que hacían con el niño, sino que se limitaban a llevarlo a cabo.
Notó que se apoderaba de ella la ira, o tal vez fuera el miedo. Sabía que aquello formaba parte del plan de Pascal. Como represalia, hacía todo lo posible para demostrarle lo fácil que era mantenerla apartada de su hijo.
Y ella dejaba que lo hiciera, sin intervenir, cuando debería entrar furiosa en el comedor, mientras su hijo cenaba, echar a todos los empleados y quedarse con él.
Echó a andar en esa dirección, pero se detuvo.
Dante se lo estaba pasando como nunca, le gustara o no a ella. ¿Qué derecho tenía a privarlo de aquello porque se sintiera dolida o sola? Era su único hijo y el heredero de un hombre tremendamente rico. Si así se criaban los niños ricos, cosa que desde luego no sabía, ¿quién era ella para negárselo?
Dio media vuelta y se dirigió al salón más cercano a mirar por la ventana a la gente y las luces de una ciudad en la que aún le resultaba difícil pensar que vivía.
No se trataba de que no viera a su hijo. Dante siempre sabía dónde estaba y los empleados podían ponerse en contacto con ella si la necesitaban. Debería felicitarse por haber criado a un niño seguro y confiado, que estaba contento de sumergirse en su nueva vida sin pensárselo dos veces.
Ella también conseguiría hacerlo, se dijo. Hallaría el modo de ser feliz con todo aquello. Por él.
–Pareces triste, cara –oyó la voz baja e insinuante de Pascal a su espalda.
Como si le divirtiera verla así.
Cecilia tardó en volverse. Era temprano para que él estuviera en casa. A ella le disgustaba conocer sus horarios y rutinas, porque, y era una tragedia, había comenzado a esperar su regreso por la noche. Se decía que se debía a que cada vez se fiaba menos de él, por lo que debía atrincherarse en la medida de lo posible.
Pero no era verdad.
Lo miró sabiendo que no sentía una sola cosa al hacerlo, sino una mezcla de culpa e ira, una cólera largo tiempo contenida y, por debajo de todo ello, el deseo que él le provocaba sin siquiera intentarlo.
Seguía sintiendo el beso que le había dado el día de la boda, en medio de la iglesia.
–No estoy triste. Estaba pensando, como siempre, en que insistieras en que nos casáramos, cuando resulta que no tengo nada que hacer aquí, salvo deambular por las calles de Roma como si fuera una eterna turista.
Él se había quedado en la puerta. Llevaba el traje de exquisito corte que se ponía para trabajar. Y ella habría preferido que se tratara de la fotografía de una revista, que solo lo presentaba en dos dimensiones y donde no se podía apreciar su poder y era posible apartar la vista de él.
En las revistas era evidente que era guapo, pero, en realidad, era peligroso.
Le había resultado más fácil odiarlo en la montaña. En Roma, ella se hallaba fuera de lugar, por lo que le resultaba más difícil.
–Eres mi esposa –dijo él con una arrogancia que debería repelerla. Que no lo hiciera la avergonzaba–. Ese es tu papel. Y no te engañes, es un trabajo. ¿Crees que podrás con él?
–¿Es ahora cuando vas enseñarme lo que debo llevar y a saber qué tenedor debo utilizar? –preguntó ella con voz ácida–. Entenderás que no pongo objeciones a la clases de etiqueta, sino al profesor.
Ya no sabía en quién se había convertido en esos extraños y confusos días en una ciudad tan grande que la sobrepasaba. Y se hallaba en poder de él hasta tal punto que no se entendía a sí misma.
Sin embargo, le daba la impresión de que él la entendía muy bien.
En la orgullosa boca de Pascal se dibujó una leve sonrisa.
–He pasado mucho tiempo buscando a la esposa ideal. Mis requisitos eran sencillos: desenvoltura, gracia y elegancia.
A Cecilia le desagradó que pareciera una lista de sus fallos.
–Soy una niña abandonada que quería ser monja –afirmó ella a la defensiva–. Una mujer deshonrada que fregaba suelos para cuidar de su hijo ilegítimo. No hay gracia ni desenvoltura en eso. Y si querías elegancia… Fuiste tú quien exigió que nos casáramos.
–Y aquí estamos –murmuró él entrando en el salón–. Tal como yo quería.
El salón era una de las diversas zonas sin sentido de aquel inmenso sitio. En opinión de Cecilia, el motivo de que hubiera tantas habitaciones en aquella casa era llenarlas de cosas innecesarias: antigüedades, obras de arte, un piano o cualquier otra cosa que demostrara la posición social de su dueño.
De no ser por eso, ¿qué otra razón podía haber para tenerlas? Si se imaginaba aquella casa como un museo, tenía más sentido.
Pero ¿era ella una pieza más de la colección?
–Estamos casados a ojos de Dios y de los hombres. No puedes fingir lo contrario.
–No finjo nada.
–¿Estás lista para cumplir tus deberes a ese respecto? –él seguía sonriendo, pero ella sabía que era una advertencia–. Te prevengo que eso requerirá que pases menos tiempo ociosa y más a mi lado.
–No me atrae mucho la idea.
La sonrisa de Pascal se hizo más ancha.
–Pues en la cama te gusta bastante.
Ella se lo debería haber esperado.
Pero se había esforzado al máximo en no pensar en las noches allí.
Pascal había insistido en que durmieran juntos.
La primera noche había sido ella quien acostó a Dante diciendo que no le gustaba dormir en sitios que no conocía. Y se acurrucó a su lado porque, en realidad, era a ella a la que no le gustaba.
Al despertar, su esposo la llevaba en brazos por la casa, y le entró pánico.
–Tranquilízate. Solo te llevo al lecho conyugal, cara. No voy a pedirte que hagas nada.
–Estoy muy tranquila –le espetó ella. Y cuando llegaron a los aposentos de Pascal, no la tranquilizó precisamente saber que ahora también eran suyos–. Bájame.
Estuvo a punto de pedírselo por favor, pero eso sería suplicar.
Pascal rio, pero lo hizo. Ella estaba aterrorizada. Seguía llevando la ropa que él le había comprado para viajar ese día, ropa que deseaba odiar, pero le era imposible porque nunca había llevado un jersey tan suave y cálido ni unos pantalones tan cómodos para estar sentada durante horas y que, además, no se arrugaban. Incluso los zapatos eran elegantes y cómodos.
Cecilia se había mirado en muchos espejos en aquella absurda casa y no se reconocía. Ya no parecía una mujer sencilla que había querido ser monja ni, desde luego, una mujer de campo que se ganaba la vida fregando suelos.
Y le inquietó que un simple cambio de ropa la hiciera parecer una mujer que no desentonaba en un sitio como aquel.
–No voy a suplicarte –le espetó ella. No le gustaba la forma intensa en que la miraba.
Mientras ella dormía con su hijo, como si el niño le diera seguridad, en vez de lo contrario, Pascal se había duchado, a juzgar por el cabello húmedo. Y solo se había puesto unos pantalones de cintura baja.
No llevaba nada más.
–¿Te he pedido que me supliques? –preguntó él con suavidad–. ¿Esta noche?
A Cecilia le pareció que la hacía arder. Era un hombre de perfecta constitución física. La boca se le hacía agua al mirarlo. Ya lo había pensado años antes, pero ahora era incluso peor.
Las cicatrices le recorrían el lado izquierdo de la mandíbula y el cuello, pero ahora parecían adornos, indicadores en el mapa de su masculina belleza.
Y la verdad era que Cecilia no estaba segura de poder enfrentarse a aquello.
–Entonces, ¿para qué me has traído aquí?
–Vas a dormir en mi cama –le dijo con su brusquedad habitual–. Y no vas a acostarte vestida. Me sentiría insultado.
–Pero Dante…
–El niño estará vigilado, como es natural, pero por los empleados a los que pago a tal fin. Si Dante te necesita, ellos nos avisarán inmediatamente.
–Pero…
–Cecilia…
Ella detestaba el tono suave de su voz, porque era el más peligroso e implacable.
–No me he casado para vivir apartado de mi esposa.
–Esta boda ha sido una especie de chantaje.
–No me he casado contigo para chantajearte.
Y ella estuvo a punto de creerle, hasta que se encogió de hombros. Y el maravilloso movimiento de su musculoso pecho le dejó la boca seca.
–Pero más vale que recuerdes que este matrimonio se ha llevado a cabo porque me conviene a mí, no a ti.
Cecilia lo sabía perfectamente.
–Ya te he dado más que suficiente para toda una vida. No voy a darte nada más.
En la sensual boca de él se dibujó una sonrisa, mientras la miraba con complicidad.
–Ya te he dicho lo que va a suceder, pero te voy a dar detalles.
–No hace falta –dijo ella, pero él no le hizo caso.
–Me rogarás que te acaricie y lo harás más pronto que tarde, hazme caso.
Entonces, cuando ella creyó que la tocaría y la arrastraría contra su voluntad, él hizo justamente lo contrario. Se dirigió a la enorme cama que dominaba la habitación, que ella se había esforzado en no mirar.
Cecilia lo observó, sorprendida y ligeramente molesta, mientras se tumbaba en la cama como un antiguo emperador romano.
–¿Necesitas dormir un rato antes de acabar de amenazarme? –preguntó, tal vez con demasiada emoción en la voz.
–Quiero que vengas a la cama –dijo Pascal–. Pero no voy a pelearme contigo. Si te vas a dormir a otro sitio, iré a buscarte, te volveré a traer y te dejaré de pie ahí donde estás, hasta que entres en razón y te acuestes a mi lado. Las preguntas que debes hacerte son si estás muy cansada y cuántas veces quieres que hagamos eso.
–Estoy exhausta. Y no quiero hacer nada de todo eso.
–Entonces, yo en tu lugar me acostaría ahora mismo, en vez de montar un número que va a acabar del mismo modo.
Y Cecilia lo creyó. Salió de la habitación, no para alejarse de él, sino para lavarse después de tan largo viaje. Se lavó el rostro y se puso lo único que tenía que parecía apropiado para acostarse: la combinación que había llevado bajo el vestido de novia. Le pareció ridículo ponérsela para dormir.
Pero la alternativa era meterse desnuda en la cama de Pascal.
Lo cual era imposible.
Volvió a la habitación. Pascal estaba tecleando algo en el móvil, tan tranquilo. Lo fulminó con la mirada, pero él no alzó la vista. De todos modos, sintió su mirada mientras se acercaba a los pies de la cama, por el lado opuesto, y se detenía allí.
De repente entendió a qué jugaba.
Era la primera rendición. Él podría haberla tomado en brazos y tumbado en la cama; haberla besado hasta que se olvidara de su nombre.
Pero la estaba obligando a que lo hiciera ella.
Debería haber salido corriendo para encerrarse en una de las muchas habitaciones vacías.
Pero no lo hizo. Se tumbó en la cama lo más cerca posible del borde, rígida y resentida, como una mártir en la hoguera.
Poco después, Pascal apagó la luz. Cecilia esperó con los músculos en tensión que él se echara sobre ella, que se tomara libertades, que se desdijera de su palabra…
Pero en un brevísimo espacio de tiempo, que indicaba que él no estaba en absoluto preocupado, oyó que respiraba acompasadamente.
Se había dormido.
Y ella se había quedado agarrada al borde de la cama como si esperara que la fueran a arrancar de allí en cualquier momento.
A la mañana siguiente se despertó con una sensación de calidez tan grande que pensó que estaba acurrucada sobre la superficie del sol.
Ni mucho menos.
Estaba acurrucada contra Pascal, con las piernas enlazadas en las de él, el cabello sobre su pecho y la boca contra los duros músculos del mismo.
Contuvo la respiración, horrorizada, y se echó a un lado esperando que el siguiera…
–Sigues teniendo un tacto de seda –dijo él con voz somnolienta y divertida–. Cuando me lo supliques querida, te haré gemir sin parar.
–Ni lo sueñes –contestó ella entre dientes mientras se levantaba y se dirigía al cuarto de baño.
–Por favor, cara.
Su mirada estaba tan llena de deseo que ella estuvo a punto de tropezar. Y notó que se derretía.
–En mis sueños soy mucho más exigente.
Desde entonces, todas las noches habían sido iguales.
Si Pascal estaba en casa cuando ella se iba a acostar, él lo hacía muy separado de ella y no realizaba ningún intento de aproximación. Sin embargo, cada mañana, cuando se despertaban, estaban abrazados.
Si él no había vuelto cuando Cecilia se acostaba, ella se despertaba sobresaltada cuando él se metía en la cama, segura de que esa noche atravesaría la línea invisible trazada en el centro de la misma. Pero no lo hacía.
Daba igual. Seguían despertándose abrazados.
Cecilia comenzó a darse cuenta de que su cuerpo deseaba a Pascal.
Mientras se hallaba allí, en uno de los numerosos salones adornados con objetos de valor, la ventana a su espalda y un incierto futuro frente a ella, Cecilia no quería quedarse sin respiración. Fulminó a Pascal con la mirada.
–¿No tienes una respuesta inteligente? Me decepcionas –dijo él.
–¿Forma parte de mi castigo? ¿No te basta con obligarme a dormir en la misma cama? ¿Hace falta que además te burles?
–No te castigo. Si lo hiciera, te darías cuenta.
–No sé en qué puede diferenciarse un castigo de esto.
–En primer lugar, sería tanto público como privado.
Ella iba para monja y se había quedado embarazada. ¿Podía hacerle él algo por lo que ya no hubiera pasado?
–No creo que la humillación pública sea buena para Dante, que se supone que es lo único importante, ¿no? ¡Con cuánta facilidad olvidas!
–No me he olvidado de nada.
Ella no pretendía entender al hombre con el que se había casado. La miraba de una forma, con enfado y deseo a la vez, que la inquietaba profundamente. Salió apresuradamente del salón, dispuesta, finalmente, a participar en los preparativos de acostar a Dante.
Necesitaba algo a lo que agarrarse.
Dijo a los empleados que se fueran, leyó un cuento a su hijo y lo besó mientras se quedaba dormido, como si nada hubiera cambiado, salvo el tamaño de la habitación.
Y fue allí, en la oscuridad, mientras su hijo soñaba, donde tuvo que reconocer la verdad contra la que luchaba: a su corazón no le preocupaba Dante. El niño se criaría muy bien allí, y no le cabía duda alguna de que Pascal lo quería.
Verlos juntos la conmovía. Ver al hombre que la abrumaba ponerse en cuclillas para hablar con seriedad y amabilidad a su hijo, al hijo de ambos, la emocionaba.
Y aunque se dijera que había ido a Roma a salvar a Dante de su padre, esa noche supo que no era cierto. No temía que Pascal fuera a hacerle daño en ningún sentido.
Estaba más preocupada por el daño que pudiera hacerle a ella.
A la mañana siguiente, cuando se despertó, él no estaba. Le pareció que era una premonición hecha realidad.
–Me temo que hoy no va a poder salir –le dijo el ama de llaves cuando se disponía a marcharse, tras el desayuno–. Hay paparazis alrededor del edificio, y el señor Furlani preferiría que no les proporcionara munición.
–¿Munición? ¿Paparazis?
La mujer le entregó los periódicos de la mañana. Y allí estaba: una fotografía de los dos en la boda. Pascal se inclinaba hacia ella para besarla.
Cecilia tuvo dificultades para reconocerse. Parecía sofocada y tenía los ojos brillantes, como la chica estúpida que era al conocerlo.
No le gustó que les hubieran hecho esa foto y mucho menos que ahora la pudiera contemplar todo el mundo. Lo vivió como una especie de muerte.
Pero aún peor que verse expuesta de aquella manera era que Dante también apareciera en los periódicos.
Su dulce rostro aparecía a todo color.
¡Furlani reclama a su hijo!, proclamaba un titular.
Y justo debajo: Vuelve a burlarse de su padre.
Y todo le quedó claro.
Fue como si la hubiera atropellado un camión. Se sentó en el comedor. Le pitaban los oídos y se le había revuelto el estómago. Leyó todos los artículos que encontró y sacó el móvil para buscar más.
Y cada palabra que leía era un clavo en su corazón.
–¿Cómo se ha ido el señor Furlani esta mañana? –preguntó al ama de llaves.
–En coche, signora, pero…
–Pues búsqueme un coche.
Y así se encontró sentada en la parte de atrás de un lujoso vehículo, cuya marca desconocía, tras cristales tintados, mientras unos hombres golpeaban a los lados del coche con los puños. A ese pozo había arrojado su esposo a su hijo. Todo para ganar puntos con respecto a su propio padre.
Nunca se había tratado de Dante.
«Ni de ti».
Las oficinas de Pascal estaban decoradas con muebles bajos y toques de acero. La hizo pensar en el hombre con el que se había casado, tan hermoso y austero por fuera, pero duro y mentiroso por dentro.
Su secretaria fue a su encuentro, tras una corta e indigna discusión en el mostrador de recepción, y la condujo a través de despachos separados entre sí por mamparas de cristal. La llevó directamente al centro, donde un grupo de hombres se hallaba sentado en torno a una larga mesa.
Cecilia comenzaba a arrepentirse de haber ido hasta allí, con la idea de decir a su esposo lo que pensaba de sus jueguecitos. Pero ya era tarde.
La secretaria llamó dos veces a la puerta y la abrió. Y todos los hombres se volvieron a mirar a Cecilia.
Pero ella solo notó la mirada de Pascal.
Y su esposo no se levantó de la silla de un salto ni se mostró sorprendido al verla y mirarla a los ojos.
Y a ella le dio la extraña impresión de que era él quien se sentía siempre fuera de lugar. Incluso allí.
–Voy a presentarles a la mujer en cuestión, caballeros –dijo, como si ella estuviera allí porque la había invitado–. Cecilia Furlani en carne y hueso. No es un truco publicitario, que es de lo que me habéis acusado, sino mi esposa.