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Capítulo 6
ОглавлениеQUIERE casarse conmigo.
Le sorprendió el trabajo que le había costado decirlo, probablemente porque, al hacerlo, lo convertía en realidad, sobre todo allí, en la cocina de la abadía, donde tantas veces había comido y que ahora limpiaba como si siguiera siendo suya.
La madre superiora, con una taza de té en las manos, estaba sentada a la gran mesa común, de madera gastada, donde las hermanas comían. Cecilia recordó sus manos fuertes y suaves de otro tiempo. Ahora las había atacado la artritis, pero ella no se quejaba. Al mirarlas, mientras flotaban en el aire sus palabras, Cecilia sintió una opresión en el pecho.
–¿Te sorprende? –preguntó la monja son suavidad.
Ese tono de voz sereno y tranquilo era uno de los superpoderes de la madre superiora. Hacía que los hombres temblaran ante ella, al igual que las novicias. Y a Cecilia la había hecho llorar en más de una ocasión.
Frunció el ceño mientras frotaba el fregadero.
–Sí. De hecho, estoy asombrada.
Negó con la cabeza como si, al hacerlo, pudiera eliminar los sentimientos encontrados que había experimentado desde el momento en que él la había mirado con aquella inquietante expresión en su rostro y se lo había dicho.
–A decir verdad, creo que me ofende.
Pero tampoco era esa la palabra correcta. Había sido como recibir un puñetazo en el estómago.
La había invadido un inmenso dolor, como si se hubiera abierto una grieta tan profunda en su interior que fuera a engullirla. El corazón le latía desbocado y tuvo miedo de vomitar.
Se había dado la vuelta para alejarse de él con pasos vacilantes, sin saber si acabaría desmoronándose sobre la fría tierra. Pero tenía que alejarse de Pascal inmediatamente porque, si no lo hacía, temía la fuerza de su reacción.
Él había ido tras ella, naturalmente.
Y había tanto ruido en su cabeza que no pudo asimilar lo que le decía, las razones que le daba.
«Tus palabras no son dignas de recibir respuesta», había dicho, cuando por fin pudo hablar.
«Solo puede haber una respuesta», había afirmado él.
Ella lo había mirado pensando que podía avergonzarlo allí, en medio de aquellos campos que tan bien conocía. Su presencia le provocaba una herida profunda.
«Y la esperaré, Cecilia», había concluido él.
Y ella fue muy consciente de que esa vez, su espera era una amenaza. Eso había sucedido hacía dos días.
–¿Por qué te ofende? –preguntó la madre superiora–. Lo que sabemos de Pascal es que le gusta resolver los problemas de la manera más directa posible. Sabemos lo que sucedió cuando se sintió solo aquí. Dante es la consecuencia.
Y una prueba de lo agitada que se hallaba Cecilia fue que no reaccionó con la mezcla de emociones habitual ante la referencia indirecta a esa mañana en que, al despertarse, se había encontrado a la madre superiora a los pies de una cama en la que no debería haber dormido, cuando su vida había cambiado.
–Sabemos lo que ocurrió cuando se marchó y se lanzó a la conquista del mundo –prosiguió la madre superiora plácidamente–. Y no me sorprende en absoluto que haya vuelto y que, al enterarse de que tiene un hijo, la consecuencia sea esa. Resuelve todos sus problemas de forma muy elegante.
–No quiero ser su problema –dijo Cecilia en tono airado, sin dejar de mirar el fregadero–. Ni tampoco tener nada que ver con su solución.
La madre superiora rio con una risa áspera y sana que recordaba a quien la oyera que era una mujer de carne y hueso como cualquier otra, por muy santa que pareciera.
–Hija, has sido un problema para ese hombre desde que se despertó tras el accidente y te vio al lado de la cama. De haber sido por él, te hubiera llevado consigo al marcharse.
Cecilia tardó unos segundos en comprender el sentido de aquellas palabras. Cuando lo hizo, dejó el estropajo con mucho cuidado y se volvió lentamente secándose las manos en el delantal. No le sorprendió encontrarse con la mirada franca e inteligente de la madre.
Se dio cuenta de que esta estaba esperando, pero no parecía agitada ni preocupada.
–¿Qué quiere decir? –preguntó Cecilia, con voz temblorosa, a pesar de que ya creía saberlo. ¿No se lo había dado a entender Pascal en la iglesia?–. ¿A qué se refiere con «de haber sido por él»?
–No viniste a la oración matinal. Cuando fui a buscarte, te encontré en su habitación. Tú seguías durmiendo, pero él no.
–¿Me está diciendo…?
–Me limité a preguntarle cuáles eran sus intenciones –respondió la monja, sin apartar su suave y compasiva mirada de la de ella–. Él se estaba recuperando de un accidente, pero ya estaba prácticamente bien. Me temía que eso implicara que no deseara quedarse con nosotras, aisladas como estamos del resto del mundo. Y era responsable de haber desflorado a una novicia. Me pregunté qué planes tenía.
–Qué planes tenía –repitió Cecilia como si no la hubiera entendido, a pesar de que lo había hecho perfectamente–. ¿Le preguntó por sus planes?
–Quería saber si pensaba llevarte con él cuando volviera a su vida habitual. No me cabía la menor duda de que regresaría a ella, porque a eso han venido los hombres como él a este mundo.
–No habíamos hablado de eso.
No sabía si lo decía para protegerlo a él o a sí misma, porque, aunque era cierto, también lo era que había habido un acuerdo entre ellos porque, si no, ella no habría participado en su propio «desfloramiento», una palabra que le hubiera parecido divertida en otras circunstancias; por ejemplo, si quien la había «desflorado» estuviera, en aquel preciso instante, en una lejana ciudad, en vez de en el hospital de la abadía.
Ahora no le resultaba en absoluto divertido.
Y la madre superiora la escudriñaba como si Cecilia lo llevara escrito en las mejillas.
–Hija, sé que no eres una mujer despreocupada. Nunca lo has sido. Te entregas a algo únicamente cuando piensas hacerlo con todo tu corazón y tu alma para toda la vida. Por eso habrías sido una monja excelente, si ese hubiera sido tu camino. Y por eso eres una madre maravillosa.
¿Cómo iba Cecilia a indignarse y a adoptar una actitud de superioridad moral después de haber oído esas palabras? Por eso la madre superiora aterrorizaba a quienes llegaban a su presencia, y acababan agradeciéndoselo.
–No puedo… Quiero decir que no creo…
Cecilia se cubrió la cara con las manos para ocultar las emociones que traslucía su rostro. Y no supo si la que temblaba era ella, sus manos o el suelo bajo sus pies.
–¿Por qué no me lo había dicho?
–¿De qué hubiera servido? –preguntó la monja como si realmente le interesara saberlo–. Él se marchó.
–Sí, pero…
El dolor era enorme, excesivo. Le pareció que se había producido un terremoto y que solo quedaban las cenizas y las ruinas de su primer amor. Y su corazón partido, disfrazado de cólera, cuando no quería sentir nada por Pascal y el pasado de ambos. Ni arrepentimiento ni furia: nada.
¿Cómo había logrado convencerse que podía mostrarse indiferente a ese pasado, y mucho menos a Pascal?
–¿Quieres que te diga que vaciló? –preguntó la madre cuando el silencio se prolongó demasiado entre las dos–. Pues lo hizo. Discutió y se quedó destrozado. Pero, al final, se fue. Y, en efecto, decidí protegerte. ¿Qué más te hubiera dado que fuera difícil para él?
–No lo sé, pero estoy segura de que no me habría dado igual.
Porque no se lo daba ahora. Sintió un calor en su interior que la ayudó a sentirse más segura. A respirar.
–¿Ah, no? –la madre superiora sonrió levemente–. Al principio no pensabas abandonar tu vocación y, después, resultó que estabas embarazada, y te debatiste entre quedarte con el bebé o darlo en adopción. ¿Las vacilaciones de Pascal te hubieran ayudado a ser lo bastante fuerte para enfrentarte a tales decisiones?
–No creo que le correspondiera a usted tomar esa decisión –dijo Cecilia con más dureza de la que pretendía, lo cual la asustó, ya que nunca había hablado en aquel tono a la madre superiora.
Esperaba que la antigua abadía se derrumbara ante su impertinencia, pero siguió en pie. Los muros ni siquiera temblaron.
Peor aún, la monja sonrió.
–Yo tampoco lo creo –respondió, lo cual aumentó la emoción de Cecilia, porque era difícil recurrir a la culpa o a la furia cuando la madre no se defendía–. Es un peso que debo soportar. Lo que ahora debes decidir es qué vas a hacer.
Cecilia se volvió hacia el fregadero mientras parpadeaba con fuerza para no verter las lágrimas que le llenaban los ojos. Se sentía traicionada por alguien de quien nunca se lo habría esperado. Eran demasiadas emociones a las que no podía dar salida.
–Voy a hacer lo mismo que he estado haciendo –afirmó, orgullosa de que la voz no le temblara ni de hablar entre dientes–. Que mi vida no sea como la había planeado a los veinte años no es forzosamente malo. Tengo una vida plena. Estoy orgullosa de ella. No necesito a Pascal.
–¿Y tu hijo?
–Dante no lo necesita, desde luego.
–¿Ah, no? –la madre superiora chasqueó la lengua–. Creía que los niños se desarrollaban mejor con ambos progenitores.
–Yo no tuve a ninguno de los dos –contraatacó Cecilia dirigiéndose al fregadero–. Y estoy perfectamente.
–Tú tuviste toda una abadía. Y sigues teniéndola.
–Dante también.
–Cecilia –dijo la madre con esa aparente suavidad que escondía una voluntad de hierro–. Una cosa es aceptar las circunstancias, e incluso que te vaya bien, cuando no tienes más remedio. Tú lo has hecho de forma admirable. Pero Dante tiene posibilidades que tú no tuviste. ¿Vas a dejar que tus sentimientos hacia su padre dicten su futuro?
Cecilia no se volvió porque tenía los ojos empañados de lágrimas y no quería que la madre las viera, aunque creía que la anciana ya se había dado cuenta de su estado.
–Lo dice como si yo no supiera lo que más le conviene a Dante, como si no deseara lo mejor para él.
–Sé que quieres a tu hijo y que te has esforzado mucho para ofrecerle lo que crees que a ti te faltó. Pero creo que no se te ha ocurrido que cuando tu madre te dejó aquí se aseguró de que te cuidaran una orden entera de madres sustitutas.
–Claro que lo he pensado. Por eso quería formar parte de la orden.
También por eso se había quedado allí en los peores momentos de su vergüenza, en vez de marcharse del valle. ¿Cómo iba a abandonar a la única familia que había conocido, por mucho que la hubiera decepcionado?
–Pero asimismo se aseguró de que nunca supieras nada de tu padre. Me enorgullezco de que las hermanas y yo hayamos hecho por ti todo lo posible, pero solo somos madres, hermanas y tías sustitutas. Puede que no recuerdes que cuando tenías siete años lo único que querías era tener padre. Y llorabas sin parar porque no era así.
Cecilia lo había olvidado, pero negó con la cabeza.
–Fue una fase que terminó.
–¿Por qué quieres hacer a Dante lo que te hicieron a ti? ¿No preferirías ahorrarle ese dolor si pudieras?
Y esa fue la pregunta a la que siguió dando vueltas Cecilia mientras realizaba sus tareas en la abadía. Después tomó el camino más largo de vuelta a casa para no pasar cerca del hospital. Y siguió dándole vueltas cuando fue a recoger a Dante a casa de la vecina y lo miró con la mezcla habitual de cariño y exasperación, mientras el niño le contaba a gritos lo que había hecho ese día. A gritos y muy deprisa, como siempre que estaba sobrexcitado. Y lo estaba con frecuencia.
Siguió dando vueltas a la pregunta durante la tarde y a la hora del baño, cuando Dante salió de la bañera y se puso a correr por la casa riéndose como un loco y agitando las manos por encima de la cabeza, hasta que ella no tuvo más remedio que reírse con él.
Le leyó un cuento, el niño rezó y lo metió en la cama. Y al apagarle la luz para que se durmiera, siguió oyendo la voz calmada de la madre superiora en su interior.
Había olvidado la frecuencia con la que, de pequeña, se había imaginado que tenía una verdadera familia. Le encantaba vivir en la abadía. Todas las hermanas la trataban como si fuera su hija y nunca había dudado de su amor por ella.
Pero no era como los demás niños del pueblo, lo cual le había resultado especialmente duro cuando era algo mayor que Dante. Quería ser normal, porque tenía claro que no lo era. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
Suponía que lo había hecho al decidirse a formar parte de la orden.
«O puede que quisieras unirte a la orden porque sería la guinda que cerraría el círculo de tu vida», le susurró una voz en su interior.
Frunció el ceño mientras limpiaba la cocina. Después fue a sentarse en la habitación principal de la casa. Se sentó en su silla preferida, ante la chimenea, donde le gustaba leer o coser, pero no hizo ninguna de las dos cosas, sino que contempló el fuego mientras seguía oyendo la voz de la madre superiora.
«¿Por qué quieres hacer a Dante lo que te hicieron a ti?».
Cecilia suspiró, se levantó y volvió a la cocina a buscar el papel que había encontrado bajo la puerta una mañana y que había metido en un cajón. Era un número de móvil, con una inicial: P.
Tal vez fuera revelador que no lo hubiera echado al fuego.
Miró el número durante largo rato.
Pero no se veía capaz de hacer una llamada, así que agarró su móvil y escribió un mensaje sencillo y directo: Soy Cecilia. Tenemos que hablar. ¿Puedes venir a casa?
Se dijo que probablemente él tardaría en contestar, pero la respuesta llegó en unos segundos: Voy ahora mismo.
Y Cecilia se puso muy nerviosa.
Antes de mandarle el mensaje no había pensado en su aspecto, después de un largo día limpiando un viejo edificio y atendiendo a un niño de cinco años, ni en la ropa que llevaba.
En cuanto leyó la respuesta, fue corriendo a su habitación y se quitó la camiseta y los pantalones para ponerse un vestido que solo llevaba a la iglesia. Después se peinó y se recogió el cabello en un moño.
Volvió a toda prisa a la habitación principal y se dedicó a ordenarla para que pareciera más el salón de una persona adulta que la habitación de juegos de un niño.
Contempló su reflejo en la ventana y frunció el ceño. ¿Por qué intentaba causar buena impresión a Pascal? Era indudable que debía haber hecho lo contrario y dejar que la casa y ella misma tuvieran un aspecto lo más descuidado posible, para ahuyentarlo.
Pero no volvió a cambiarse de ropa.
Tampoco sacó los juguetes de Dante y los extendió por la alfombra.
Y en algún momento debería analizar lo que significaba que quisiera desesperadamente que Pascal la viera a ella, y el hogar que había creado para su hijo, del mejor modo posible. Como también debería analizar la descarga eléctrica que había sentido en su interior al saber que él iba a ir, la cual sospechaba que no se debía a la agitación que sentía.
Se temía que era pura anticipación.
Una traición más en un día llena de ellas.
Cuando él llamó a la puerta, se le hizo un nudo en el estómago, pero fue a abrir.
Tiró del picaporte, dispuesta a mostrarse fría y distantemente cortés, pero se quedó sin aliento.
No estaba preparada.
Pascal se hallaba de perfil, mirando la abadía iluminada en la oscuridad. La luz de la casa se derramaba sobre él, resaltando su poderosa nariz y sus sensuales labios. Incluso las cicatrices aumentaban su atractivo, antes de desaparecer bajo el cuello del abrigo.
Tardó unos segundos en volverse hacia ella y, cuando sus ojos se encontraron, el mundo comenzó a arder.
–He venido corriendo en cuanto me lo has ordenado. Que no se diga que no sé obedecer una orden, cara. Como si fuera un perro.
Cecilia intentó hacer caso omiso del modo en que su presencia y sus palabras le descendían por la columna vertebral y se le alojaban en el bajo vientre, palpitantes como un dolor. Pero no era dolor.
Por supuesto que no.
Le dio la espalda y lo condujo al salón como si él no supusiera amenaza alguna, aunque todas las alarmas se le habían disparado para indicarle que era una equivocación, que no debería dar la espalda a un depredador como él, por muchos apasionados recuerdos que tuviera de una época que fingía haber olvidado.
Sin embargo, Pascal no saltó sobre ella para clavarle los colmillos ni hizo ninguna otra tontería parecida.
«Claro que no», se dijo a sí misma en tono de reproche.
Le indicó el sofá frente a la chimenea y volvió a sentarse en su silla preferida, situada a una prudente distancia.
–¿No me vas a ofrecer algo de beber? –preguntó él.
Se quitó el abrigo y lo dejó en el sofá. Y se sentó, empequeñeciendo el sofá con su cuerpo y sus enormes hombros. Cecilia pensó que no volvería a mirar el sofá del mismo modo.
–¿No me va a ofrecer una aperitivo para fingir que somos civilizados?
–Esto no es una reunión social.
–Ni siquiera unas aceitunas. Me siento como si fuera un salvaje. La descortesía no es propia de ti, Cecilia –dijo él con una media sonrisa.
–Te he pedido que vinieras para hablar de la posibilidad de que conozcas a Dante –dijo ella recordando que debía mostrarse fría y controlada, aunque su presencia pareciera haber absorbido todo el aire de la habitación, haciendo que le resultara casi imposible respirar–. Pero cuanto más te dediques a jugar, menos tentada estaré de hacerlo.
La diversión desapareció del rostro de Pascal como si no hubiera estado ahí. Y ella sintió una especie de pánico que la impulsaba a hacer lo que fuera para que su rostro volviera a mostrarla.
«No», se ordenó a sí misma. «No se trata de aplacarlo, sino de elegir entre lo que está bien y lo que está mal».
Pero él la miraba como si fuera el enemigo.
–Te recomiendo que tengas cuidado. ¿De verdad quieres que utilicemos a nuestro hijo como moneda de cambio entre nosotros?
Cecilia parpadeó.
–No he querido decir eso.
–No sé qué habrás estado pensando mientras me has tenido sentado en aquel hospital reviviendo la peor época de mi vida –dijo él mirándola con dureza–. Supongo que en vengarte. Pero, en medio de los divertidos recuerdos de mi accidente y de lo que me costó sobrevivir, me he entretenido leyendo relatos de los peores divorcios.
Sus palabras la pillaron desprevenida.
–¿Divorcios? ¿Qué tienen que ver con nuestra situación? –ladeó la cabeza–. ¿O es que eso es lo que lees habitualmente?
–He examinado las peleas por la custodia de los hijos –afirmó él recostándose en el sofá–. Cuanto más feroces, mejor. ¿Y sabes quién sufre más en tales situaciones? No son los padres, por supuesto.
Era la segunda vez ese día en que alguien le reprochaba indirectamente su egoísmo, lo cual no le sentó nada bien. Estaba sofocada y tuvo ganas de tirarle la lámpara a la cabeza por darle un sermón sobre la forma de criar a un hijo, aunque fuera dando un rodeo.
Pero se había pasado casi toda la vida aprendiendo a ser disciplinada, así que no se movió.
–No crees que debamos utilizar a Dante como moneda de cambio, y estoy de acuerdo, desde luego –observó ella cuando estuvo segura de que la lámpara seguiría en su sitio–. Tal vez podrías también dejar de utilizarlo para manipularme emocionalmente.
–Me parece bien.
Eso irritó aún más a Cecilia, que no esperaba que fuera a estar de acuerdo. Él le sonrió antes de proseguir.
–Pero ahora sé que existe, y no hay vuelta atrás, aunque te conceda un periodo de gracia para hacer frente a una realidad que ya conocías. Supongo que lo entenderás.
Él le concedía un periodo de gracia. Cecilia se obligó a respirar porque estaba a punto de estallar. Su forma de mirarla la hacía pensar que era eso, un estallido, lo que él buscaba.
–Preferiría que no me amenazaras siempre que tienes ocasión –respondió.
Entrelazó los dedos en el regazo, mientras él se limitaba a enarcar una ceja, porque tirarle la lámpara no iba a solucionar el problema, por muy satisfactorio que le resultara en aquel momento.
–No voy a negar a Dante que vea a su padre. Que no haya preguntado por ti hasta ahora no implica que no vaya a hacerlo en el futuro. Creo que me había negado a aceptarlo.
Él siguió mirándola y, aunque seguía recostado en el sofá, ella no cometió el error de creer que se encontraba a gusto. Estaba listo para atacar, en estado de alerta, como si fuera a entrar en acción a la menor provocación. Ella no quiso especular sobre qué clase de acción realizaría.
Tragó saliva porque tenía la garganta seca, pero se obligó a seguir. Aunque le resultara duro, se trataba de Dante. Y no había nada que no hiciera por él.
–No tengo padre. No tengo posibilidades de saber quién era y, en estos momentos de mi vida, no sé si querría saberlo. Y sé que no tuviste una buena relación con el tuyo.
Él no rio, aunque le brillaron los ojos.
–Eso es decirlo de manera mucho más educada de lo que él se merece.
Ella agachó la cabeza y le tendió la rama de olivo.
–No veo ninguna razón por la que Dante tenga que pasar por lo que pasamos nosotros, si podemos evitarlo.
–Muy noble por tu parte, Cecilia, pero los seis años transcurridos contradicen tanta nobleza –contestó él en un tono tan sardónico que fue como si le hubiera disparado una bala a las costillas–. ¿Y cómo, exactamente, esa aproximación altruista a la vida de nuestro hijo va a desarrollarse en la práctica?
Aquella no era la expresión de gratitud que ella se esperaba. Frunció el ceño.
–¿A qué te refieres?
–Supongo que estarás presente cuando nos conozcamos, lo cual tiene lógica. Podrías aprovechar la oportunidad para planificar tu calendario de visitas ideal.
–Si todo va bien, podrás venir a verlo cuando quieras.
–Cuánta generosidad –los ojos oscuros de Pascal brillaban–. Pero, verás, no entiendo por qué vas a controlar el tiempo que esté con un niño cuya existencia me has ocultado todo este tiempo. Tal vez debería venirse a vivir conmigo y podrías ir a verlo cuando quisieras –sonrió de forma desagradable–. Mira si soy generoso.
–¡Soy su madre! –le espetó ella, sin saber si estaba furiosa o asustada. Tal vez ambas cosas. Trató de contenerse–. Un niño necesita a su madre.
–Un niño necesita a su padre, cara. Todos lo saben.
–¿Me estás amenazando con quitármelo? –preguntó ella.
–No te amenazo –Pascal seguía recostado, con un brazo sobre el respaldo del sofá. Pero su oscura e intensa mirada estaba fija en ella–. Creo que has infravalorado la gravedad de la situación.
–De las dos personas que estamos en este salón, soy yo la que ha criado a ese niño sola. No creo que sea posible infravalorar esa situación.
–Quiero decir que me has infravalorado.
Y Cecilia se dio cuenta de que estaba sentado así no porque quisiera fingir que estaba a gusto, sino para controlarse, para tener las manos quietas y no agarrar la lámpara o a ella. Sintió un escalofrío.
–Me has infravalorado, Cecilia.
En ese momento, ella pensó que no conocía a aquel hombre; que el Pascal que recordaba era cautivador, magnético y encantador; que, años antes, el poder que emanaba del Pascal sentado frente a ella esa noche no era más que una chispa. En cambio, el Pascal que tenía delante había creado un imperio. Lo poco que tenía lo había convertido en una fuerza con la que había que contar a escala global.
Ella había conocido en un hospital a un paciente agradecido que se sentía solo y que había pasado por la experiencia de haber estado a punto de morir y por el alivio de haber sobrevivido.
Y ese hombre estaba vivo en todos los sentidos.
Y se había convertido en rey.
Y volvía a hablar.
–Reconozco que me quedé en estado de shock –dijo en el mismo tono oscuro de antes, más aterrador que cualquier manifestación de ira o emoción–. Me he pasado los primeros días en una especie de trance intentando comprender la situación. Negándote a verme me has hecho un favor. Gracias.
–Protegía a mi hijo.
La boca de él se curvó en una cínica sonrisa.
–Llámalo como quieras. Cuando, por fin, vi al niño, que tanto se me parece, todo cristalizó –afirmó. Y se encogió de hombros.
Eso también la irritó.
–No sé qué quiere decir que todo cristalizó –dijo ella, consciente de que hablaba muy deprisa, muy nerviosa–. Pero sé que no voy a…
–Ya estoy harto de oír lo que vas o no vas a hacer, Cecilia. Ha llegado la hora de que te diga lo que voy a hacer yo.
–Pascal…
Ya era tarde.
La expresión de furia controlada de él la asustó.
–No voy a renunciar a mi hijo. No voy a entregarte dócilmente la custodia. Ya me has robado seis años de su vida que no podré recuperar.
Ella sintió otro escalofrío. Intentó volver a decir su nombre, sin conseguirlo.
«Ya es tarde», la previno una voz interior.
–No veo motivo para que no viva conmigo los próximos seis años –observó él con absoluta calma–. Sería lo justo.