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Capítulo 7
ОглавлениеHELENA estaba entusiasmada con su primer viaje en helicóptero. Fue señalando todo lo que veía por la ventana y haciendo preguntas, sin importarle que sus padres no pudiesen oírla y darle una respuesta y que se limitasen a asentir y sonreírle.
Polly miró a su marido a los ojos y ambos compartieron un momento de conexión.
Aterrizaron en lo alto del edificio Kristalakis y Alexandros puso a Helena en brazos de un guardaespaldas para él poder ayudar a bajar a Polly.
El ático no era en absoluto como esta había imaginado. Los colores cálidos hacían que las habitaciones pareciesen muy acogedoras, la habitación de la niña parecía el dormitorio de una princesa y en el salón había un arcón lleno de juguetes para ella.
–¿Desde cuándo lleva preparado el ático para toda la familia? –preguntó Polly maravillada.
Helena fue directa a una estantería blanca llena de cuentos y sacó varios de ellos.
–¡Mira, mamá! ¡Mis cuentos favoritos!
–Ya lo veo, cariño.
Helena estaba en su elemento, pero Polly se sentía abrumada. Era evidente que Alexandros se había esforzado en prepararlo todo para que su hija se sintiese cómoda allí.
Polly se giró y miró a su marido.
–¿Desde cuándo? –le volvió a preguntar.
Él se encogió de hombros.
–Más o menos desde que nació la niña.
–Pero nunca me has dicho nada.
–Estaba esperando a que tú dijeses que querías venir.
–¿Qué? Pero ¿por qué? –le preguntó ella–. ¿Cómo iba a saber yo que querías que viniésemos contigo? No era esa mi impresión. Si querías que estuviésemos aquí juntos, ¿por qué me mandaste a la casa?
–Yo no pretendía que pensases que te mandaba a la casa.
–¿Y cómo querías que lo interpretase?
Él hizo una mueca, por una vez, parecía no tener una respuesta preparada.
–¿Estabas esperando a que yo te dijese que quería venir? –le preguntó ella con incredulidad–. Si yo nunca quise marcharme de Atenas, pensé que lo sabías.
Pero era evidente que se había equivocado.
–Y yo pensé que te gustaría mudarte al campo. Y que solo estabas enfadada conmigo porque había elegido la casa sin preguntarte. Me habías dejado claro que querías marcharte de casa de mi madre.
–Pero yo te dije…
Polly intentó recordar qué le había dicho por aquel entonces, pero no pudo. Sabía cómo se había sentido, tan enfadada y resentida que, cuando Alexandros había comprado la casa de campo, ella ya había empezado a cerrarle su corazón.
–Siento no haberme dado cuenta de lo mal que estabas.
Ella asintió. Lo creía. Aunque todavía no estaba segura de poder confiar en él. Estaba empezando a prestar atención, pero en el pasado no lo había hecho.
–Aprendí a no hablarte de cosas importantes –le dijo ella, suspirando–, pero ahora estamos aquí y tengo que decir que es un lugar muy agradable.
–Me alegro de que lo pienses –comentó él, que parecía más aliviado que contento.
No estaba acostumbrado a que lo criticasen. Polly se había dado cuenta de eso hacía mucho tiempo. Y Alexandros se había sentido muy ofendido cuando ella había reaccionado a su regalo enfadándose en vez de con entusiasmo.
Le sonrió.
–Es un apartamento precioso.
–Me hace pensar en ti.
Polly se acercó y le dio un beso.
–Eso me gusta. ¿Me estás diciendo que todas las noches que has pasado aquí las has pasado pensando en mí?
–¿En qué iba a pensar si no?
–¿En tu trabajo?
–Bueno, sí, es lo normal, sin teneros a Helena y a ti cerca, tiendo a trabajar demasiadas horas –admitió él, como si te tratase de un terrible pecado.
Ella sonrió y lo agarró del brazo para llevarlo al salón, donde podrían sentarse juntos.
–No esperaría otra cosa de ti.
–Tú me haces bien, agape mou. Y también mi hija y el pequeño que viene en camino –le dijo él, apoyando una mano en su vientre.
El bebé dio una patada y Polly sonrió.
–Ya reconoce a su papá.
Se sentaron juntos en el sofá y Alexandros la abrazó. Ella disfrutó del momento y se sintió a gusto allí.
–¿En qué estás pensando? –le preguntó a él después de varios minutos en silencio.
–Estoy disfrutando de tenerte aquí, entre mis brazos, y de oír a nuestra hija en su habitación. Había soñado muchas veces con este momento.
Polly no le recordó que tenía que haberla invitado antes si quería tenerla allí, sino que le preguntó en tono dulce:
–¿Qué hemos aprendido acerca de la importancia de la comunicación entre marido y mujer?
–Que es muy importante –le respondió él sin un ápice de humor.
–Estoy de acuerdo. ¿Hay algo más que desees y que no me hayas dicho? –le preguntó ella.
–Quiero volver a salir contigo.
–¿Qué quieres decir? Ya salimos juntos.
–Vamos a fiestas benéficas y a actos sociales por trabajo.
–Bueno, sí, esa es nuestra vida social.
–Quiero más.
–¿Sí?
–Tus hermanas salen por la noche con sus maridos. Las he oído hablar de ello cuando vienen a vernos.
–Sí, pero no tienen la agenda llena de eventos sociales, como nosotros –reconoció Polly–. De hecho, les da envidia que vayamos a tantas fiestas.
–Esas fiestas no son el mejor lugar para reavivar el amor.
–Podrían serlo.
–¿Qué quieres decir?
–Que lo importante no es a dónde vayamos, ni siquiera lo que hagamos cuando salimos juntos. Lo importante es que estemos juntos.
–Estamos juntos.
–¿De verdad? –le preguntó ella.
–Por favor, explícate.
–Cuando tenemos una cita, tú te centras en mí y yo en ti. El lugar, las personas que nos rodean, son secundarios, ¿verdad?
–Verdad.
–Así que una fiesta benéfica también podría ser como una cita si nos centramos el uno en el otro.
–Pero siempre terminamos hablando con otras personas y socializando en círculos diferentes.
–Sí. Tú, por tus intereses comerciales.
–Y tú para hacer contactos.
–En ocasiones sí, otras veces, me pongo al día con mis amigos –le informó ella–, pero, en cualquier caso, tenemos la costumbre de separarnos nada más llegar a una fiesta.
–Eso solía molestarme de ti –admitió él.
–¿Qué? ¿Pretendías que me quedase a tu lado, en silencio, mientras hablabas de negocios y de política? –le preguntó ella en tono burlón.
Pero él le respondió muy serio.
–Sí.
–Yo no soy así.
–Ya me he dado cuenta. No te consideras un satélite de mi vida.
–No.
–Mi madre lo era con mi padre.
–Pero ahora se dedica a muchas obras sociales. ¿Quieres decir que no lo hacía cuando tu padre vivía?
–Sí, pero seguía pasándose casi todas las veladas al lado de él.
–Pues no sé cómo lo hacía, pero yo no soy ella.
–No, ni espero que lo seas.
–¿Estás seguro?
–Te lo voy a decir de otra manera –le contestó Alexandros, dedicándole otra de sus devastadoras sonrisas–. He aprendido a no esperar que seas de un modo determinado. Me he dado cuenta de que, si fueses como mi madre, yo no habría tenido más interés en casarme contigo del que tuve en casarme con las mujeres con las que ella quería que me casara.
Polly sonrió también.
–Bueno, la química que hay entre nosotros también tuvo mucho que ver.
–Nuestra relación no es solo sexo –le dijo él, mirándola a los ojos.
–Por supuesto que no. Tenemos una hija juntos y a un hijo que viene de camino. Somos una familia.
–Nunca ha sido solo sexo –repitió él, en tono realmente ofendido.
–¿Acaso he dicho lo contrario? –le preguntó ella, sabiendo que había dicho algo que había provocado aquella reacción.
–Has dicho que nos casamos por la química que había entre nosotros.
–¿Y no es así? Quiero decir que, si no hubiésemos estado tan bien en la cama, no creo que tú hubieses hecho el esfuerzo, teniendo en cuenta nuestras diferencias y lo ocupado que estabas.
Alexandros abrió la boca como si fuese a llevarle la contraria, pero después la volvió a cerrar.
–Tal vez tengas razón, pero te pedí que te casaras conmigo porque estaba enamorado de ti.
Eso había pensado ella también por aquel entonces, pero ya hacía mucho tiempo que Polly se había dado cuenta de que lo que al principio había pensado que era amor era más bien una mezcla de cariño y compatibilidad sexual.
–Estoy segura de que, si me quisieras, no habrías querido pasar tanto tiempo separado de mí. No habrías esperado que yo hiciera todo lo que tu madre quería, por mucha infelicidad que eso me causase.
Polly suspiró y se puso de pie para poner algo de distancia entre ambos.
–He aprendido a aceptar que te gusto. Mucho. Sé que la atracción que sientes por mí es más fuerte que la que has sentido por cualquier otra mujer.
–¿Pero…?
–Pero me parece que lo que para ti es amor, para mí es cariño.
–¿Y no es lo mismo?
–No.
–¿Cuál es la diferencia?
–Cuando amas a alguien, tienes en cuenta sus necesidades, sus deseos, su bienestar. Quieres protegerlo y hacer que su vida sea mejor.
–¿Y no crees que yo sienta nada de eso por ti?
–Siempre y cuando no te creen ningún inconveniente, tal vez.
–Pero si me crean algún inconveniente, piensas que tus necesidades, deseos y bienestar pasan a un segundo plano para mí, ¿verdad?
–Hasta hace muy poco tiempo lo pensaba, sí.
–¿Y cuando te digo que te amo?
–No es que me lo digas mucho.
–Pero te llamo agape mou.
–Lo que significa mi amor, pero no significa necesariamente que me ames. Es, más bien, como llamarme cariño.
–En algunos casos, sí, pero no en este. No cuando te lo digo a ti.
Polly se encogió de hombros porque prefería no discutir. En el fondo, lo que importaban eran los actos y, hasta hacía muy poco tiempo, Alexandros no se había comportado de manera demasiado romántica. En esos momentos, Polly no sabía qué pensar. ¿Habría cambiado de comportamiento su marido porque se sentía culpable? ¿Por competir con su hermano? ¿O consigo mismo? A Alexandros le gustaba ser siempre el mejor.
–Pero tú no me crees.
Ella contuvo otro suspiro.
–¿De verdad tenemos que hablar de esto? Estaba disfrutando del momento y no quiero estropearlo con una discusión.
–¿Porque piensas que me voy a disgustar si reconoces que no me crees cuando te digo que te amo?
–Porque no me gusta equivocarme. Y punto. Así que, si reconozco que pienso que no me amas, sí, te vas a disgustar, pero lo peor es que vas a pensar que tienes que convencerme de lo contrario.
–Y no me crees capaz –insistió él.
Polly se encogió de hombros.
–Ohi, dime lo que tengas que decir.
–Está bien. No, no te creo capaz. Porque no vas a poder cambiar con palabras mi percepción de los últimos cinco años.
–¿Por qué no? ¿Acaso no ha quedado claro que tú me malinterpretaste al pensar que no quería que vinieses conmigo a Atenas?
–Si quisieses que un socio comercial hiciese una concesión, ¿se lo pedirías o esperarías que él supiese lo que querías? –le preguntó ella, notando que empezaba a enfadarse con él por haberse empeñado en continuar con aquella conversación.
Polly ya había aceptado que su marido no la amaba y se había conformado con su relación tal y como era. ¿Qué derecho tenía él a remover así unos sentimientos que ya formaban parte del pasado?
–¡Mi matrimonio no es una transacción comercial! –le dijo él, levantando la voz, aunque no tanto como para asustarla.
No obstante, a Polly le preocupó que Helena los oyese.
–No, no lo es, pero yo solo quería decir que el hecho de que no me pidieras que viniese podría haber indicado que eso no era importante para ti.
–¿Y no es posible que tuviese miedo a que me contestases que no?
–Tú no le tienes miedo a nada.
–Estás equivocada, Polly. Lo mismo que te equivocas con respecto a lo que siento por ti.
Alexandros se puso en pie y fue a abrazarla, inclinó la cabeza y le dio un beso en los labios.
–Si mis actos te han convencido de que mis sentimientos no eran tan profundos como lo son, tendré que hacerte cambiar de opinión con actos, no con palabras.
Al menos en eso estaban de acuerdo.
Pero Polly no tuvo la oportunidad de decírselo porque Alexandros la besó y ella se dejó llevar, como siempre, al sentir cómo se encendía en ella la llama del deseo.
–Papá, le das muchos besos a mamá –dijo Helena, rompiendo la magia del momento.
Polly se apartó, pero Alexandros no la soltó.
–Dame un momento –le rogó.
Polly giró la cabeza para mirar a Helena.
–¿Ya has terminado de leer tus cuentos? –le preguntó, a pesar de que Helena todavía no sabía leer.
–Tengo hambre.
–En ese caso, es hora de comer –dijo Alexandros, soltando a Polly–. ¿Quieres cocinar o pedimos comida a domicilio?
–Si hay comida en la nevera y en la despensa, preferiría cocinar –le respondió su esposa, porque le encantaba cocinar.
–Di instrucciones de que la hubiera.
–Bien.
Pasaron los siguientes cuarenta y cinco minutos en familia mientras Polly preparaba la cena, no sin antes darle un aperitivo a Helena para que no se impacientase.
La siguiente semana fue, en muchos aspectos, idílica. A Helene le encantó estar en el ático y, como se habían llevado al personal que trabajaba habitualmente en la casa de campo, no pareció echar esta de menos. Polly se sintió mucho más descansada y pudo llevar a la pequeña al parque, aunque no tuvo que correr detrás de ella porque iban acompañadas de sus dos niñeras habituales.
Hero ya había decidido que se mudaría con ellos a Atenas y estaba muy contenta de poder asistir además a la universidad de manera presencial, pero Dora todavía estaba pensando si quería alejarse de donde vivían sus dos hijos ya adultos.
Polly dedicó un rato todos los días a buscar casa y solo llevaba tres días en la capital cuando se dio cuenta de que iba a echar de menos la casa de campo.
Se lo comentó a Alexandros esa noche mientras cenaban en un restaurante de dos estrellas Michelin los dos solos, ya que Hero se había quedado a cuidar de Helena en el ático.
–Ya hemos hablado de esto –le contestó él–. Puedes quedarte con la casa de campo. Nadie ha dicho que tengas que venderla.
Ella le explicó que no quería venderla, pero que la idea de mudarse la entristecía un poco.
–Es normal que tengas sentimientos encontrados. Eres una persona que siente emociones fuertes y crea vínculos allá adonde va.
–Lo dices como si fuese algo positivo.
–Tengo la sospecha de que, de no haber sido así, nuestro matrimonio no habría durado más de seis meses. Así que tengo que agradecer que seas como eres.
Ella sintió que se le hacía un nudo en la garganta de repente y que los ojos se le llenaban de lágrimas. Alexandros alargó la mano por encima del mantel y tomó la suya.
–Gracias por no haberte rendido –le dijo, mirándola con verdadero afecto.
Ella sacudió la cabeza. No quería llorar. Decidió cambiar de tema.
–Hablas como si que nos quedemos o no la casa de campo solo dependiese de mí, pero es una decisión familiar.
Él se encogió de hombros.
–La propiedad es tuya.
–Me sorprendió mucho cuando me lo dijiste –admitió ella, sonriendo.
–Ya me di cuenta. Y a mí me sorprendió que no lo supieses.
El camarero se acercó a rellenarle las copas de vino y volvió a retirarse de la mesa.
Alexandros le acarició la mano con el dedo pulgar y ella se estremeció.
–¿Cómo iba a saberlo? –le preguntó, dándose cuenta de lo mucho que le gustaba que su marido la acariciase así en público porque era un gesto muy romántico.
–Pero si te lo dije cuando nos mudamos.
–¿El qué? –le preguntó ella, confundida.
–Que había comprado la casa para ti.
–Pensé que querías decir que la habías comprado para que yo viviese en ella.
Alexandros resopló con frustración.
–Estoy empezando a darme cuenta de que tenemos un problema de comunicación.
–¿Y el acuerdo prenupcial?
–Solo pretendía protegernos a los dos, no que pensases que podía ocurrir algo entre nosotros, o que el matrimonio no iba a ser para toda la vida.
–Es cierto que, cuando lo firmé, yo tampoco lo pensé, pero, después, cuando las cosas empezaron a cambiar entre nosotros y me di cuenta de en qué lugar estaba yo en tu lista de prioridades, me pareció una buena manera de solucionar cualquier problema que pudiese surgir de una inevitable disolución de nuestro matrimonio.
–Esa es la intención de un acuerdo prenupcial, pero yo no pienso que el divorcio sea algo inevitable –le aseguró él.
–Tu madre y tu hermana estaban al tanto de todos los detalles y los utilizaban para provocarme siempre que podían, para que me diese cuenta de que no pretendías pasar el resto de tu vida conmigo.
–Eso es mentira. Me casé contigo y considero el matrimonio como un compromiso para toda la vida.
–Será mejor que dejemos el tema, esta conversación se está poniendo demasiado seria y me gustaría disfrutar de nuestra cita.
–Ya sé que estamos casados, pero tengo la esperanza de que la cita termine como si no lo estuviéramos –bromeó él, quitando así tensión al momento.
Polly sonrió.
–Supongo que sí, pero… a lo mejor te hago esperar un poco.
Él se echó a reír de manera sensual.
Cuando se marcharon del restaurante, Alexandros sorprendió a Polly llevándosela a un lujoso hotel en vez de volver al ático.
–¿Qué estamos haciendo aquí? –le preguntó ella al salir del coche.
–He pensado que, aunque queremos mucho a nuestra hija, nos vendría bien pasar la noche los dos solos –le dijo él, haciéndola entrar en el hotel y llevándola hacia el ascensor–. Tenemos reservada la suite del último piso.
–Cuando lleguemos al ático Helena estará dormida –le dijo ella.
–Sí, pero si se despierta a media noche, o más temprano que nosotros, Hero estará con ella –le contestó él sonriendo–. Y yo, contigo.
–¿Piensas que voy a despertarme a media noche?
–Espero mantenerte despierta.
Las puertas del ascensor se abrieron, pero él la estaba besando y no se apartó.
Polly oyó la voz de una mujer y la risa de un hombre, pero no fue capaz de romper el beso. Alexandro no solía ser cariñoso en público y el hecho de que se estuviese comportando así la excitó todavía más.
–Ya se han marchado –le susurró él al oído un poco después.
–¿De verdad?
–¿No te has dado cuenta de que la otra pareja acaba de salir?
–No. Y tal vez debería preocuparme que tú sí.
–Yo siempre estoy en guardia cuando estoy contigo, velando por tu seguridad.