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Capítulo 2
ОглавлениеLLEGARON al helipuerto y Alexandros se alegró de poder interrumpir aquella discusión.
Observó a su esposa salir del coche y se fijó en lo cansada que parecía. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? Ya había tenido aquellas ojeras antes de salir de casa y caminaba más despacio de lo normal.
Se maldijo y la tomó en brazos para llevarla hasta el helicóptero. Ella no protestó, de hecho, lo sorprendió relajándose entre sus brazos.
¿Significaba eso que confiaba en él? ¿O era sencillamente que estaba agotada?
Una vez en el helicóptero, Alexandros se quitó la chaqueta y la tapó. Pollyanna tampoco protestó, sino que se relajó a su lado y se quedó dormida casi al instante.
De acuerdo, estaba agotada.
Ni siquiera se despertó cuando llegaron a casa y volvió tomarla en brazos para llevarla hasta su dormitorio. Allí, Alexandros la desvistió por primera vez sin pensar en sexo.
Se dijo que, pensase lo que pensase ella, sí que le importaba su bienestar. Por supuesto que sí. Era su esposa y, aunque no se lo dijese casi nunca, la amaba.
Le quitó las horquillas del pelo y buscó toallitas desmaquillantes para hacer algo que no había hecho nunca, limpiarle con cuidado los restos de un maquillaje que a ella no le gustaba llevar.
Entonces, ¿por qué se maquillaba?
Porque él le había dicho que era lo que se esperaba de la esposa de Alexandros Kristalakis, uno de los hombres más poderosos de Grecia, y del mundo entero.
Él había pensado que la estaba ayudando a encajar en un mundo en el que no tenía experiencia, aunque tal vez sus consejos, más que consejos, habían sido exigencias.
No obstante, en los cinco años que llevaban casados, su esposa se había involucrado en obras sociales en las que su madre no había participado antes y había hecho su propio círculo de amigos.
Terminó de prepararla y la metió en la cama. Poco después se metió el también y la abrazó.
–Andros –susurró ella contra su pecho, dormida.
Él se puso tenso al oír aquel nombre que Pollyanna no había utilizado en mucho tiempo, ni siquiera cuando hacían el amor. Sin pensarlo, la sacudió suavemente y le preguntó.
–¿Por qué ya nunca me llamas Andros?
–Porque Andros es el hombre del que me enamoré –le respondió ella sin despertarse.
–¿Y quién es Alexandros?
–El hombre con el que me casé –le dijo ella, dándole la espalda.
Alexandros la abrazó y tuvo la sensación de que la percepción que tenía de su vida cambiaba de repente.
Polly despertó descansada y tranquila, sintiéndose mejor que en toda la semana a pesar de cómo había terminado la velada la noche anterior.
No recordaba haberse desvestido ni desmaquillado, pero había dormido desnuda, como le gustaba a su marido, y tenía las pestañas limpias.
Estaba sola en la cama, eso no era nuevo, pero encima de la almohada de su marido había una rosa amarilla.
La tomó y se la llevó a la nariz mientras leía la nota que había encontrado al lado: Buenos días, agape mou.
Era la primera vez que Alexandros le escribía una nota personal. Él no escribía notas, hacía regalos caros, le resultaba más sencillo gastar dinero que mostrar sus sentimientos.
Polly fue a buscar a su hija y desayunaron juntas, como de costumbre. Todavía no habían terminado cuando le llegó un mensaje de texto al teléfono. Era Alexandros, que le preguntaba qué tal estaba. Ella le respondió que bien y siguió hablando con su hija. No digas que estás bien si no es verdad. ¿Sigues agotada?, volvió a escribirle él. ¿Por qué me lo preguntas? Acaso quieres añadir algún acto a mi agenda.
Entonces, para su sorpresa, Alexandros la llamó por teléfono.
–Hola. No quiero añadir nada a tu agenda, yineka mou. Solo quería saber si te encontrabas mejor esta mañana. Anoche estabas agotada.
–Estoy embarazada, es lo normal.
–Pero tener que prepararte para una cena familiar no ayuda, ¿verdad?
Ella no respondió, no iba a disculparse por haber dicho aquello. Era la verdad.
–Voy a ir a comer a casa –añadió Alexandros.
–¿Por qué? –le preguntó ella sorprendida.
–Para ver a mi esposa y a mi hija.
Ella no dijo que ya habían cenado juntos la noche anterior porque supo que a su hija le haría mucha ilusión verlo.
–Hasta entonces. Yo te puedo esperar hasta que llegues, pero ya sabes que Helena duerme la siesta a la una en punto.
–Estaré ahí a mediodía.
–De acuerdo.
Pollyanna oyó el helicóptero a las doce menos cinco, mientras leía información acerca de una colecta y Helena coloreaba a su lado.
–Debe de ser papá. ¿Vamos a recibirlo? –le preguntó a su hija, tendiéndole la mano.
–¿Papá? –gritó la niña emocionada, poniéndose en pie.
Alexandros ya iba en dirección a la casa cuando ellas salieron, y sonrió de oreja a oreja al ver a su hija. Helena corrió hacia él, que la levantó en volandas, la abrazó y le dio un beso.
A Polly se le encogió el corazón al verlos, como le ocurría siempre. Tal vez aquel hombre no fuese el marido con el que había soñado, pero era su marido.
Si hubiese podido dejar de amarlo, lo habría hecho, pero no era capaz.
Alexandros le había preguntado la noche anterior por qué seguía casada con él, pero ella le había ocultado el principal motivo: que todavía lo amaba.
Durante la comida, Helena le dijo a su padre que quería ir al zoo, pero este le explicó a la niña que su mamá estaba demasiado cansada para llevarla y tendría que esperar.
–De hecho, he informado a mi madre y a mi hermana de que nuestras reuniones semanales tendrán que tener lugar aquí, a mediodía, no para cenar.
–¿Qué? ¿Por qué? –le preguntó Pollyanna.
–Es un cambio que tendríamos que haber hecho cuando te quedaste embarazada la primera vez. Necesitas descansar más que los demás –le respondió él sonriendo.
–¿Pero…?
–La otra vez que estuviste embarazada yo estaba inmerso en la adquisición de un conglomerado y no te presté la atención adecuada, por eso le pedí ayuda a mi madre, que no te ayudó como yo había imaginado. De hecho, ella me aseguró que estabas bien, que todo lo que te ocurría era normal.
–Y era normal, lo que no significa que fuese fácil –le dijo ella.
–De verdad que pensé que mamá te ayudaría mientras yo trabajaba siete días a la semana.
–¿Que tu madre me ayudaría? –repitió ella con incredulidad.
–No me di cuenta de lo anticuadas que eran sus opiniones acerca del embarazo –admitió él.
A Pollyanna le sorprendió que criticase a su madre, aunque fuese veladamente. Solía protegerla siempre.
–Ni de lo mucho que disfrutaba con mi malestar –le dijo ella.
Alexandros frunció el ceño.
–Estoy seguro de que eso no es verdad.
Y así zanjó la conversación.
Polly no se molestó en continuar. Había aprendido que no merecía la pena. Además, tampoco estaba segura de que Athena hubiese disfrutado con aquello.
En cualquier caso, se dijo que, aunque Alexandros se mostrase comprensivo de repente, no se iba a equivocar pensando que su marido había cambiado.
Athena Kristalakis se había puesto furiosa cuando se había casado con una desconocida norteamericana en vez de con la bella aristócrata griega que ella le había elegido.
Tanto esta como su hija Stacia habían hecho todo lo posible para que Polly se sintiese como una extraña en su casa y se habían asegurado de que las personas que formaban parte de su círculo la tratasen con el mismo desdén.
¡Athena incluso le había cambiado el nombre! Había empezado a llamarla Anna sin preguntarle si le parecía bien. Y no le había parecido bien.
Ella se llamaba Polly. Sin embargo, con el paso del tiempo, Polly había permitido que Anna formase parte de su vida. Era una fachada que se interponía entre ella y cualquier interacción con sus detractores, e incluso con su marido.
–Tu silencio no implica que estés de acuerdo –le dijo él.
–No.
–Es tu manera de hacerme saber que ya ni te molestas en discutir conmigo.
–Tal vez.
–Tengo la sensación de que mi madre tiene casi tanto terreno por recuperar contigo como yo.
De repente, a Polly se le ocurrió algo.
Su marido era un hombre terriblemente competitivo. Y la noche anterior, sin quererlo, ella había despertado en él la necesidad de demostrar que era mejor marido que su hermano pequeño.
El problema era que eso iba a exigir algo que Alexandros, sencillamente, no podía darle.
Amor.
–Estoy empezando a darme cuenta de que utilizas mucho los silencios como respuesta –añadió él en un tono que a Polly le resultó difícil de interpretar.
–Solías regañarme cuando estaba en desacuerdo contigo.
–Ten cuidado con lo que deseas, dicen…
–¿Me estás diciendo que quieres que discuta contigo?
Anna no se lo podía creer.
–Quiero que pienses que merece la pena.
–Es un objetivo al que aspirar –le respondió ella en tono más jocoso de lo que solía utilizar con él.
A juzgar por la mirada de Alexandros, este también se había dado cuenta.
–Tienes cita con el quiropráctico y el acupunturista dentro de dos días –le contestó, cambiando de tema para evitar una confrontación–. Habría reservado para mañana, pero ya tienes cita con el ginecólogo.
–¿El miércoles? Pero si tengo una reunión del comité en Atenas. ¿Se te ha olvidado que iba a ir en el helicóptero contigo?
Lo había organizado todo Beryl, como hacía siempre que Polly necesitaba ir a la ciudad.
Polly volvería después a casa en coche, con un conductor, tras haber comido con su ocupado marido. Era uno de esos lujos que disfrutaba: pasar tiempo a solas con Alexandros durante el día.
–No quiero que vuelvas a viajar en helicóptero mientras estés embarazada –le dijo él.
–¿Y mi trabajo?
–Que lo haga otra persona.
Como si todo el esfuerzo que ella estaba haciendo no valiese nada. ¡Muchas gracias, marido!
–¿Y si no lo puede hacer otra persona?
–Contrataremos una asistente para Beryl y ella ocupará tu lugar en las reuniones. Después de tanto tiempo trabajando contigo, sabe cuál es tu punto de vista y hasta dónde quieres implicarte o no.
Alexandros alargó la mano sobre la mesa y tomó la suya.
–Escúchame, pethi mou. No puedo permitir que sigas poniendo en riesgo tu salud, te valoro demasiado. Y a pesar de que tu trabajo con los niños y los marginados es muy importante, tú eres más importante para mí.
Alexandros le estaba diciendo todo lo que le debía decir, pero Polly no era capaz de creérselo.
No podía volver a bajar la guardia ni a pensar que la amaba, la valoraba y que se había casado con ella por algo más que el deseo que sentía por su cuerpo.
–Para mí Beryl es indispensable –le respondió–, pero no es la mujer de un multimillonario.
–Pero tiene acceso a ti y puede influir en tus decisiones. Eso será suficiente durante esta época de tu vida.
–Supongo que ya habrás hablado con ella del tema –comentó Polly, que no era tan ingenua como para creer lo contrario.
Alexandros no esperaba nunca antes de actuar.
Le apretó cariñosamente la mano.
–Por supuesto. Me conoces muy bien.
Pero ¿la conocía él a ella?
–¿No te parece que debías haberme consultado antes de haber hecho esos cambios?
–He visto que había un problema y he intentado solucionarlo. ¿Qué hay de malo en ello?
–Que soy yo la que debe encontrar una solución.
–Pero no lo has hecho y estabas agotada.
En eso no podía llevarle la contraria. Polly también tenía su buena dosis de orgullo y no había querido admitir que no estaba físicamente como para mantener la misma agenda de siempre.
–Como también hayas contratado a una niñera a mis espaldas, vamos a tener una conversación muy seria –le advirtió.
–Casi merecería la pena si con eso consiguiese que discutieses conmigo, pero no te preocupes, jamás haría algo así.
–¿Quieres que esté enfadada contigo? –le preguntó ella.
Era la segunda vez que Alexandros aludía a aquello y Polly estaba intentando comprender por qué, de repente, su marido quería que se volviese a comportar como ella había sido al principio.
Había estado dispuesta a discutir siempre que no había estado de acuerdo con sus autocráticos puntos de vistas. Y se había enfadado con él con mucha más frecuencia de lo que le hubiese gustado.
Porque había tenido la esperanza de que Alexandros la tratase como si la amase.
No obstante, ya no tenía ninguna esperanza.
–No –le respondió él, cosa que no la sorprendió–. Lo que quiero es que seas real conmigo. Me acabo de dar cuenta de que hace mucho tiempo que no veo a la Pollyanna de verdad. Y también me he dado cuenta de que hay unas pocas personas que sí que la ven.
–¿Qué quieres decir?
–Mi hermano y su esposa, y los pocos amigos que no son solo conocidos.
Alexandros había dejado fuera a la familia de Polly, tal vez porque era consciente de que mencionarla solo habría servido para enfatizar las diferencias entre cómo lo trataban a él los hermanos y los padres de Polly y cómo la trataban a ella su hermana y su madre.
–Ellos no me llaman Anna.
Al fin y al cabo, esa era la verdadera línea divisoria.
–Entonces, ¿solo hay que llamarte Pollyanna para poder formar parte de ese círculo de elegidos? –le preguntó él en ese tono sugerente que solía reservar solo para el dormitorio.
Ella sintió calor en las mejillas al notar que su cuerpo reaccionaba a él.
–No sé de qué círculo me estás hablando.
Aunque sí que lo sabía. Alexandros se refería a las personas en las que confiaba, incluidas aquellas con las que podía contar desde que se había mudado a Grecia.
Y su marido no estaba entre ellas.
–Sí que lo sabes.
–Bueno, sí –admitió ella.
–Yo te llamo Anna.
–Sí.
–Y no te gusta.
–No es mi nombre.
–Es una manera de llamarte.
–Que a tu madre le parece más aceptable que mi nombre. Ya lo sé.
–Nunca me has pedido que te llame Pollyanna en vez de Anna.
Ella sacudió la cabeza.
–Eso no es verdad.
Él separó los labios para contradecirla, pero entonces debió de recordar algo, porque palideció de repente.
–Me dijiste que Anna no era tu nombre y que preferías que no lo utilizase.
–Pero tu madre ya había dejado claro lo poco que le gustaba mi verdadero nombre.
–Así que empecé a llamarte Anna cuando ella estaba delante.
–No solo cuando ella estaba delante.
–Se me escapó Polly alguna vez y me di cuenta de que tenía que llamarte siempre Anna, por coherencia.
La otra opción, por supuesto, habría sido no llamarla nunca Anna. Por coherencia. Y porque Polly le había dejado claro que era lo que quería, pero ¿desde cuándo lo que Polly quería o necesitaba se anteponía a lo que quería su madre? Nunca.
Helena llamó la atención de su padre en ese momento y Polly se lo agradeció. No quería seguir con aquella conversación.
Nadie podía cambiar el camino que había tomado su matrimonio, porque ella se había dado cuenta demasiado tarde de que se había casado con un hombre que estaba programado para hacerle daño.
Porque Alexandros no la amaba, ni siquiera cuando había hecho algo que lo hacía muy feliz, como darle una hija.
Si la hubiese amado, no la habría tratado así. El mero hecho de que Alexandros hubiese insistido en que se mudasen a casa de su madre, donde ella había tenido que convivir con aquellas dos brujas, era una muestra de lo poco que le importaban sus sentimientos.
Él había sabido desde el principio que Athena había querido que se casase con otro tipo de mujer.
No obstante, Alexandros se habría molestado si ella le hubiese dicho lo que pensaba de su hermana y su madre.
Fueron a acostar a su hija juntos y Polly disfrutó tanto de aquel momento en familia que se le humedecieron los ojos.
–¿Estás bien? –le preguntó él tras salir del dormitorio de su hija.
–Sí –le respondió ella, limitándose a contestar lo que Alexandros esperaba oír.
De repente, se encontró entre sus brazos, de camino a su propio dormitorio.
–¡Si es mediodía, Alexandros!
–¿Cuándo ha sido eso un problema?
Era cierto que algunos fines de semana aprovechaban la siesta de su hija para disfrutar de su intimidad, pero nunca entre semana.
–¿No tienes que volver a la oficina? –le preguntó ella mientras Alexandros la tumbaba en la cama y la miraba con deseo.
–La oficina puede esperar –le respondió él, quitándose la chaqueta y la corbata a toda velocidad.
Ella dio un grito ahogado, sorprendida ante aquella novedad.