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Capítulo 1

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EL MULTIMILLONARIO griego e icono social Alexandros Kristalakis entró en el salón tras haber concluido un acuerdo internacional con una importante empresa estadounidense y se sorprendió al ver allí a su esposa, esperándolo.

Al contrario de lo ocurrido al principio de su matrimonio, en esos momentos Pollyanna siempre era puntual.

Ya no llegaba tarde nunca, ni era tan espontánea. Sus exuberantes demostraciones de afecto también habían desaparecido junto a su espontaneidad. Al principio, él había pensado que era porque estaba embarazada de su primer hijo, lo que implicaba una época difícil tanto física como psicológicamente, pero, tras dar a luz, Pollyanna no había recuperado esas viejas costumbres que a él tanto le habían gustado.

No podía quejarse. Su esposa se había esforzado mucho en adaptarse a su nuevo modo de vida como esposa de un multimillonario griego, descendiente de una conocida familia.

Ella había procedido de un entorno mucho más relajado, de una familia estadounidense sin expectativas sociales, por lo que la adaptación había sido todo un reto. Un reto que su increíble esposa había sido capaz de superar.

A pesar de que, para empezar, no había hablado casi ni una palabra de griego, había asistido a eventos sociales y había apoyado causas dignas. Era de naturaleza abierta y cariñosa, así que enseguida se había ganado a los amigos y conocidos de Alexandros y se había hecho un hueco en la alta sociedad de Atenas sin tener que ceñirse únicamente a su papel como esposa.

Era morena y tenía las piernas muy largas, estaba embarazada de seis meses de su segundo hijo y tan guapa como el día de su boda.

Aunque su personalidad se hubiese visto en cierto modo apagada por la insistencia de la madre de Alexandros en que la llamasen Anna en vez de Polly.

El vestido de color azul hielo, color que solía utilizar con frecuencia, se ceñía a sus pechos, que habían crecido al menos una talla con el embarazo, y caía con elegancia sobre el vientre abultado.

Su embarazo hacía que Alexandros se sintiese todavía más orgulloso que cuando conseguía cerrar un ambicioso trato.

La miró con apreciación.

–Estás preciosa, yineka mou.

–Para eso pagas esas cantidades tan desorbitantes a los estilistas –le respondió ella sin sonreír ni clavar en sus ojos su mirada azul cristalina.

Ya casi nunca lo hacía. Con él.

Todavía era cariñosa con otras personas, pero él tenía una esposa elegante que nunca hablaba cuando no debía ni reaccionaba sin pensar antes. Salvo en el dormitorio. Allí seguía siendo ese ser apasionado sin el que Alexandros sabía que no podría vivir.

Había sabido que había algo especial entre ambos nada más conocerla.

Así que le había pedido que se casase con él, en vez de casarse con la heredera griega con la que su madre había intentado emparejarlo desde que estaba en la universidad.

Y ella le había dicho que sí, por supuesto. ¿Cómo no?

Él había podido darle a Pollyanna una vida con la que jamás habría podido soñar.

Sin embargo, no acababa de hacerle un cumplido por cómo le sentaban el caro vestido ni los diamantes que se había puesto para aquella cena familiar, ni tampoco por cómo se había recogido el pelo en un elegante moño, sino por cómo brillaba con el embarazo.

A pesar de que parecía un poco cansada, seguía cortándole el aliento.

–No, se trata de ti –le aseguró.

Ella se limitó a esbozar una sonrisa, como si el halago no la hubiese impresionado demasiado.

En el pasado, había sonreído cuando Alexandros le había dicho lo guapa que estaba y él no sabía qué era lo que había cambiado, pero algo lo había hecho.

Lo mismo que él, en algún momento, había perdido el privilegio de llamarla agape mou. Ella nunca le había pedido que no la llamase su amor, pero había hecho una mueca cada vez que había oído que la llamaba de ese modo, así que Alexandros había dejado de hacerlo. En su lugar la llamaba yineka mou, porque era su esposa.

Hicieron el viaje en helicóptero hasta la casa en la que había pasado su niñez en silencio, cosa que no lo sorprendió. Salvo que llevasen auriculares, con el ruido de los rotores era imposible oírse salvo que hablasen a gritos. En el pasado, ella se habría hecho un ovillo a su lado y se habrían comunicado con la mirada, o con el cuerpo. Alexandros no recordaba la última vez que su esposa le había mostrado aquel afecto tan abierto fuera del dormitorio.

Sus amigos casados ya le habían advertido que las cosas cambiaban con la rutina. Él había pensado que su matrimonio no cambiaría, pero, a pesar de haberse equivocado, no se arrepentía de haberse casado con aquella mujer.

El trayecto desde el helipuerto situado en lo alto del edificio Kristalakis hasta la casa en la que había crecido en el norte de Atenas, en el barrio de Ekali, transcurrió sin incidentes y llegaron a la hora prevista. Por supuesto.

Su madre los saludó con dos besos en las mejillas, como era tradición, aunque a Pollyanna no llegó a tocarle el rostro para no estropearle el maquillaje. Esta hizo lo mismo, con expresión perfectamente contenida. No como al principio de su matrimonio, que le había costado horrores disimular la antipatía que sentía por la otra mujer.

En esos momentos, la expresión de Pollyanna era siempre serena.

Salvo en la cama.

En la cama seguía demostrando la misma pasión de siempre, aunque nunca era ella la que acudía a él.

Alexandros no sabía cuándo había cambiado aquello ni por qué no se había dado cuenta entonces. En cualquier caso, en un momento dado había sido consciente de que ella ya nunca se acercaba a él por las noches. No alargaba la mano para tocarlo en la cama. Ya no lo besaba con aquel entusiasmo, independientemente del lugar en el que estuviesen.

Él había aceptado que esas cosas no duraban en un matrimonio y, al fin y al cabo, no tenía de qué quejarse.

Entonces, por qué sentía tanto la pérdida.

–Ya veo que has llamado a la estilista que te recomendé –le dijo su madre a Pollyanna, pero en vez de hacerlo con aprobación, el comentario sonó a crítica.

–Evidentemente –le respondió Pollyanna casi como si a ella también le pareciese mal.

Corrina, su nueva cuñada, que solía estar siempre alegre y sonriente, estaba mirando a la madre de Alexandros con el ceño fruncido, con desaprobación.

–Polly no necesita estilistas. Su estilo natural ya es perfecto.

Su suegra la miró como si se sintiese insultada, tanto por el comentario como por el hecho de que Corrina utilizase aquel nombre, que a ella le parecía demasiado vulgar y por eso se había negado a utilizarlo desde su primer encuentro. A partir de entonces, todo el mundo había empezado a llamarla Anna, incluso él.

Aunque, en ocasiones, cuando estaban en la cama, todavía la llamaba Polly cuando llegaba al clímax. Era el nombre por el que la había conocido.

Alexandros miró a su hermano, esperando que este frenase sutilmente a su esposa.

Pero Petros estaba sonriendo a Corrina con aprobación.

–Como siempre, tienes toda la razón, agape mou. Nunca ha necesitado los estilistas que mi hermano se empeña en pagar.

Corrina miró a Petros con adoración y Alexandros se dijo que era bueno que su recién estrenada cuñada mirase a su hermano como si este fuese un superhéroe. Como debía ser.

No sabía por qué él se sentía incómodo cuando veía aquellas miradas. Observó a su esposa de reojo. Ella no lo estaba mirando a él.

Eso no lo sorprendió. No lo miraba nunca, salvo que tuviese que hacerlo por educación. En esos momentos, parecía una estatua en un museo, totalmente ajena a la conversación.

–No esperaba que nadie me llamase la atención en mi propia casa –comentó su madre en tono gélido.

Pero eso no pareció preocupar a Corrina lo más mínimo.

Sin embargo, Petros sí que cambió de expresión.

–Hacer un cumplido a Polly no es llamarte a ti la atención. Mi esposa tiene derecho a opinar de manera diferente a ti y si no eres lo suficientemente madura para aceptarlo, tal vez tendríamos que replantearnos estas cenas familiares.

–Petros, ¿cómo te atreves a hablarme así? –le preguntó su madre con sorpresa.

–Oh, mamá, no te pongas así –intervino su hermana pequeña, la más mimada de la familia–. Ya sabes lo protector que es Petros con su querida esposa. Los hombres Kristalakis son así. ¿No te acuerdas de papá?

Cada vez que alguien mencionaba a su esposo fallecido, su madre sonreía con fragilidad y asentía débilmente.

–Supongo que sí, pero, Petros, soy tu madre.

Su madre se había quedado destrozada después de la muerte de su padre. Tras haber perdido a sus propios padres solo un año antes, Alexandros tenía que haberse imaginado lo duro que aquello sería para ella, pero había tardado demasiado en reaccionar.

Durante un tiempo, había sentido miedo a perderla. Su madre había dejado de arreglarse y de salir. Desesperado, él la había hecho ir a un centro de descanso de lujo.

Eso había funcionado y, cuando había regresado a casa, parecía que había vuelto a ser la misma, pero a Alexandros no se le olvidaban aquellos días oscuros y la fragilidad de su madre.

–Y Corrina es mi esposa.

No había duda de cuál de las dos mujeres era más importante para Petros. Su madre volvió a mirarlo con furia y Stacia lo fulminó con la mirada también.

–Nadie ha dicho lo contrario. Todos queremos mucho a Corrina –comentó, agarrando a su madre del brazo–. No te enfades, se parece mucho a papá.

–Supongo que tienes razón.

Stacia sonrió.

–Corrina y Anna son las mujeres más afortunadas del mundo por estar casadas con dos Kristalakis. Estoy segura de que en eso sí me dais la razón. Son los hombres más protectores y comprensivos del planeta, ¿verdad, Anna?

A Alexandros le sorprendió que su hermana intentase incluir a su esposa en la conversación. Después de cinco años, Stacia seguía sin tener una relación cercana con Anna.

Pero todavía le sorprendió más la respuesta de su mujer.

–Pues no lo sé, Stacia, porque no conocí a tu padre.

Pollyanna fue a sentarse en uno de los sillones, impidiendo así que él se sentase a su lado. Otra novedad en la que Alexandros no se había fijado hasta entonces. ¿Sería que le dolían la espalda y la pelvis por el embarazo?

–Pero Alexandros nunca ha sido conmigo tan protector y comprensivo como lo es Petros con Corrina.

Él tardó en procesar aquello. ¿Acababa de decir su esposa que Petros era mejor marido que él?

Además, ni siquiera lo había dicho en tono enfadado. Ni resignado. En realidad, daba la sensación de que no le importaba nada que él, Alexandros Theos Kristalakis, no estuviese a la altura de su hermano pequeño como marido.

Pero lo peor estaba por llegar y Alexandros se dio cuenta de las reacciones de su familia.

Stacia consiguió mostrarse ofendida y satisfecha al mismo tiempo. El gesto de su madre fue de indignación y preocupación, pero fue la reacción de Corrina la que golpeó con más fuerza su ego. Corrina miró a Pollyanna con pena. ¿Y su hermano?

Petros no estaba mirando a Pollyanna, sino que lo estaba mirando a él y su expresión era de enfado y decepción a partes iguales.

Alexandros no estaba acostumbrado a que nadie de su familia lo mirase así, mucho menos su hermano pequeño.

Entonces, se dio cuenta de algo que lo sorprendió tanto que casi hizo que se le doblasen las rodillas: su hermano y su cuñada pensaban que era un mal marido. Y, lo que era todavía más asombroso, su esposa lo pensaba también.

En esos momentos, recordó una conversación que había tenido con su hermano antes de que este se casase con Corrina.

Tras una productiva reunión con sus altos ejecutivos, Alexandros había mirado fijamente a Petros.

–¿Es mucho pedir que aplaces tu luna de miel una semana para que puedas asistir a la gala? Ya sabes lo importante que es para nuestra madre.

–Sí –le había contestado su hermano en tono firme–. Si piensas que voy a tomar en mi matrimonio las mismas decisiones que has tomado tú, estás equivocado. Sé que mamá lo pasó muy mal con el fallecimiento de papá, pero para mí eso no es más importante que la mujer con la que he decidido pasar el resto de mi vida. Nunca antepondré sus deseos a los de Corrina.

–La familia exige hacer ciertos sacrificios. Hay que llegar a un equilibrio entre las necesidades de nuestras esposas y las del resto de la familia.

Para él tampoco había sido fácil ver la relación que tenían su madre y su esposa, pero nunca había dudado de la capacidad de Polly para defenderse sola.

Petros había reído con amargura.

–¿Me estás diciendo que lo haga como tú?

–Exactamente.

–No, gracias. A mí me gustaría que mi esposa siguiese enamorada de mí dentro de cinco años.

–¿Qué se supone que quieres decir con eso?

–Quiero decir que no voy a posponer mi luna de miel para hacer feliz a mamá.

Entonces, Alexandros no había querido dar importancia a las palabras de su hermano, pero, en ese instante, no pudo evitar recordarlas.

¿Lo había dejado de querer Pollyanna? En la cama, seguía respondiendo como una mujer enamorada. O como una mujer que lo deseaba, pero ¿lo amaba? El amor no era un tema que lo hubiese preocupado al principio de su relación. Él la había llamado agape mou, pero raramente le había dicho que la amaba. Y ella tampoco se lo había pedido. Ni siquiera, cuando le había pedido que se casase con él.

Por aquel entonces, Alexandros había pensado que, como él, Pollyanna tampoco había necesitado aquellas palabras.

–¿Cómo puedes decir algo así? –inquirió su madre.

Pollyanna inclinó la cabeza como si estuviese intentando entender la pregunta.

–No tengo ningún motivo para mentir. En esta habitación no hay nadie que piense que soy una prioridad en la vida de Alexandros.

Lo dijo con firmeza y seguridad, como si no comprendiese por qué se mostraba ofendida su madre, o por qué debería ofenderse él. Entonces, como si no hubiese soltado aquella bomba, se giró hacia Petros y le preguntó:

–¿Habéis decidido quedaros un tiempo en el apartamento de Atenas?

Su hermano respondió, incluyendo a su esposa en la conversación. Al parecer, iban a quedarse a vivir en el apartamento. Otra diferencia más entre Alexandros y Petros.

Su hermano pequeño se había mudado a uno de los dos áticos que había en el edificio Kristalakis al terminar la universidad y empezar a trabajar en el negocio familiar.

Corrina se había mudado con él allí después de la boda en vez de volver a la enorme casa familiar, de la que Alexandros no había salido hasta que había comprado la casa de campo en la que Pollyanna y él vivían en esos momentos.

Varias generaciones de la familia habían vivido juntas en aquella casa desde que su bisabuelo la había comprado para vivir en ella con su esposa.

–¿No te parece que se os va a quedar muy pequeño cuando tengáis familia?

–No tenemos prisa por tener hijos, pero, cuando lo hagamos, ya pensaremos si queremos vivir en Atenas o trasladarnos al campo, como ha hecho Alexandros.

–Lo pasamos muy bien cuando vamos los fines de semana a vuestra casa –le dijo Corrina a Pollyanna sonriendo–. Aunque estoy segura de que lo importante no es la casa, sino la compañía.

Pollyanna le devolvió la sonrisa con verdadero afecto.

Él se había fijado en que su hermano no había dicho «como han hecho Alexandros y Pollyanna» porque su esposa no había participado en aquella decisión. Alexandros se había dado cuenta de lo infeliz que era su esposa teniendo que convivir con su madre y había decidido romper con la tradición familiar comprando una casa. Y pidiendo que la decorasen.

Su madre lo había convencido de que a Polly le gustaría la sorpresa, ya que la decoración no era algo que pareciese interesar a su esposa demasiado.

Pero esta no se había puesto demasiado contenta al enterarse de que iban a vivir en el campo y que él iría y vendría todos los días a trabajar a la ciudad.

De hecho, que Alexandros recordase, aquella había sido la última discusión que había tenido con su esposa.

–Alexandros no ha tardado en tener hijos –volvió a intervenir su madre.

Corrina separó los labios para decir algo, pero sacudió la cabeza y los volvió a juntar.

–¿Qué ibas a decir? –le preguntó Alexandros a su cuñada.

–No importa.

–Estamos en familia. Puedes contarnos lo que estás pensando.

Entonces, Corrina resopló.

–Iba a decir que si los embarazos fuesen tan complicados para ti como lo son para tu esposa, tal vez habrías esperado un poco más a tener hijos.

–Eso es ridículo –dijo su madre–. Es la mujer la que tiene que enfrentarse a las dificultades de traer hijos al mundo. Eso no convierte a mi hijo en una persona egoísta por querer que su esposa le dé herederos.

–Mi esposa no ha dicho que Alexandros fuese egoísta –intervino Petros en tono enfadado.

Sorprendentemente, en ese momento fue la mujer de Alexandros la que intentó calmar las aguas.

–A mí me encanta ser madre –le dijo a Corrina–. Ya sabía a qué me exponía cuando accedí a tener un segundo hijo.

Su esposa volvió a sonreír de verdad antes de mirar de nuevo a su madre.

–Estoy segura de que no pretendías criticar la decisión de Petros y Corrina de esperar a tener hijos.

–No, por supuesto que no –dijo su madre.

Aunque Alexandros no estaba tan seguro, y Petros tampoco lo parecía, pero Corrina consiguió relajarse de nuevo y sonrió a Pollyanna.

–Eres una madre maravillosa.

–Gracias. Helena es la alegría de mi vida.

En el pasado, había dicho que él y su matrimonio eran lo que más feliz la hacía en la vida, pero ya hacía tiempo que Alexandros tampoco oía nada de aquello.

Anunciaron que la cena estaba servida y eso evitó que hubiese más palabras tensas.

Al pasar a la mesa, su esposa hizo el esfuerzo de hablar solo de temas sin importancia, y no entró a las claras provocaciones de su madre y de su hermana.

Alexandros se preguntó si aquello siempre había sido así y él no había querido darse cuenta en pro de la paz familiar.

Eran más de las diez de la noche cuando se subieron a la limusina que los llevaría hasta el helipuerto para poder volver a casa.

Alexandros casi no esperó a que se cerrase la puerta para decirle a Pollyanna:

–No me puedo creer que le hayas dicho a mi familia que no soy un marido atento.

La carcajada de esta lo sorprendió.

–¿Acaso opinas lo contrario?

–¿Cuándo te he descuidado? –inquirió él–. ¿Podrías mirarme cuando te hablo?

Ella levantó la cabeza, más que enfadada, parecía cansada.

–¿Cuándo no? –le preguntó ella.

–Eso no es cierto.

–Si tú lo dices.

Pollyanna apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos.

–¿No te parece que es un tema digno de discutir?

–No sé si te has dado cuenta, pero ya hay pocos temas que me parezcan dignos de discutir contigo, Alexandros.

–No me gusta que digas que mi hermano es mejor marido que yo –admitió él.

–Jamás se me ocurriría comentar lo buen marido que es tu hermano.

–Has dicho que es más atento y considerado que yo.

–Si para ti eso significa ser bueno o malo, podrías tenerlo en cuenta, aunque ambos sabemos que no vas a hacerlo.

–¿Qué quiere decir eso? –le preguntó él, dándose cuenta de que había levantado la voz.

A ella no pareció importarle que casi le estuviese gritando, no se molestó en abrir los ojos ni en mirarlo.

–Si quisieras ser atento, lo serías. Si quisieras ser protector, lo serías. Si quisieras ser considerado, lo serías.

Se interrumpió para quedarse pensando y, después, añadió:

–Ser considerado significa pensar en cómo afectan tus decisiones a los demás, y eso se te da bastante mal.

–Me paso el día tomando decisiones que afectan a miles de personas.

–Sí.

–¿Y piensas que no me importa cómo les afecta?

–No.

–Puedo ser una persona considerada –le informó Alexandros, preguntándose cómo era posible que Pollyanna no se hubiese dado cuenta en sus cinco años de matrimonio.

–Con tu madre, tal vez.

–¿Vamos a discutir otra vez de por qué me pongo del lado de mi madre en vez de ponerme del tuyo?

–No. No pensé que estuviésemos discutiendo –le dijo ella suspirando, todavía con los ojos cerrados–. Estoy cansada. ¿Qué quieres que te diga exactamente, Alexandros?

–Que no soy un mal marido –le pidió él.

Ella por fin giró la cabeza y abrió los ojos para fulminarlo con la mirada.

–Alexandros, estoy embarazada de seis meses y tengo una hija de tres años. Aunque no tuviese que asistir a todos esos eventos benéficos a los que me haces ir, ya estaría agotada. No cansada, agotada –le dijo ella, apoyándose una mano en el vientre–, pero tú sigues insistiendo en que atienda a una estilista para asistir a tus desagradables cenas familiares que, además, hacen necesario un incómodo trayecto en helicóptero de cincuenta minutos.

–No pensé que te resultase tan pesado.

Aunque sabía que tenía que haberse dado cuenta. Se maldijo.

–Por supuesto que no. Y, aunque te hubieses dado cuenta, no te habría importado. Nunca, en cinco años de matrimonio, has tomado una decisión pensando en mi felicidad, ni siquiera en mi bienestar. No eres un mal marido, Alexandros, eres un marido horrible.

Él guardó silencio después de aquello.

–Si tan horrible soy, ¿por qué sigues casada conmigo? –le preguntó por fin.

–Porque hice unas promesas ante Dios y no voy a incumplirlas. Además, tenemos una hija. Desde que me quedé embarazada dejé de pensar solo en mi felicidad.

–Entonces, ¿seguirías casada conmigo en cualquier circunstancia? –le preguntó él.

–No, en cualquier circunstancia, no.

–¿Y qué invalidaría esos votos? –le preguntó.

–Malos tratos. O una infidelidad.

–¿Así que eso es lo único que hago bien, no maltratarte ni ser infiel?

–Más o menos –suspiró ella–. Y eres bueno en la cama. No eres un amante egoísta.

Pero sí era egoísta en otros aspectos de la vida.

Alexandros no supo cómo responder a aquello.

E-Pack Bianca agosto 2021

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