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Hacia el temblor de nuevos umbrales.

La poética del espacio

y el correlato objetivo


Lorena Briedis


Ninguno de nosotros puede ser juzgado por lo que ocurrió entonces. La ciudad es la que debe ser juzgada, aunque seamos sus hijos quienes paguemos el precio.

Lawrence Durrell


Un espacio es todo aquello que podemos habitar.

Desde una buhardilla hasta un piano, desde un castillo afincado sobre una navaja en medio del Adriático hasta una cornisa. El paisaje es el horizonte en que palpita el espacio que habitamos. Visto de otro modo, el espacio es una palpitación del paisaje. Así pues, el paisaje que mira nuestra buhardilla puede ser un lago límpido a punto de evaporarse; el de nuestra cornisa, las vitrinas relampagueantes de Nueva York.

Lo engastaremos en cursivas fluorescentes: aquello que nos concierne tanto del espacio como del paisaje es su poética. Es decir, su calidad de ensueño. Su intensidad, su resonancia, su vibración. En suma, espacios y paisajes que sean imaginados muy a fondo. Incluso en su más allá.

Y con esto del más allá —antes de poner cara de póker— nos referimos a que, tanto en la geografía como en la paisajística, debe aflorar también su carácter de ciencia oculta. Cuando, por principio metafísico, decimos que nuestros personajes «son arrojados al mundo», son arrojados a un espacio y a un paisaje con una serie de características físicas y sensoriales: túneles, terciopelos, búcaros de camelias, tufaradas de coliflor, esmog, atardeceres, mampostería.

Además de reunir todas estas propiedades empíricas, los espacios y los paisajes literarios son un acopio de sensibilidades psíquicas y metafísicas: fuerzas ocultas, energías míticas, patologías, complejos históricos, campos magnéticos de emotividad, vidas anteriores. También nos referimos a que deben contener y reflejar el alma de nuestros personajes. Tendrían que ser correlato objetivo del mundo interior del personaje.


6.1. La ciudad es la que debe ser juzgada


Empecemos este apartado con unos versos de «La ciudad», un poema de Konstantinos Kavafis:


No hay tierra nueva, amigo mío, ni mar nuevo,

pues la ciudad te seguirá.

La ciudad es una jaula.


A lo largo de su tetralogía de El cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell cuenta una misma historia desde el punto de vista de cuatro personajes —Justine, Balthazar, Mountolive y Clea—, dominada por el influjo de una voz ventral: Alejandría, la ciudad. Allí, Alejandría no solo figura como telón de fondo, sino como ese inconsciente en el que se proyectan tórridas pasiones, elucubraciones febriles —todas esas «investigaciones del amor moderno» que se proponía Durrell— así como el pathos y el destino de los personajes. La ciudad, en sí misma, se impone como la protagonista indiscutible de El cuarteto. Ya en la primera página de Justine, el primero de la serie, Durrell preconiza por qué es la ciudad la que debe ser juzgada.


De noche [...], enciendo una lámpara y doy vueltas en la habitación pensando en mis amigos, en Justine y en Nessim, en Melissa y Balthazar. Retrocedo paso a paso en el camino del recuerdo para llegar a la ciudad donde vivimos todos un lapso tan breve, la ciudad que se sirvió de nosotros como si fuéramos su flora, que nos envolvió en conflictos que eran suyos y creímos equivocadamente nuestros, la amada Alejandría.


Justine

Lawrence Durrell


Durrell desarrolla una profunda y sostenida meditación política, histórica y poética sobre la ciudad, a partir de la cual nos va develando esa radiografía psíquica de los diferentes personajes en cuanto a «hijos de la ciudad». Para Durrell, los personajes no son otra cosa más que «funciones», secreciones espontáneas del paisaje. Aunque la Alejandría de El cuarteto se sitúa temporalmente en el periodo de entreguerras, la aureola caída de la ciudad mítica irradia no solo sus fulgores, sino sus fluidos y sus hieles.

Durrell traza una ciudad laberíntica, en la que quedan representadas lo que George Steiner ha llamado «las oscilaciones del deseo» y «una geografía de lo erótico». Desplegando el mapa de la Alejandría de Durrell, Steiner nos muestra cómo la ciudad descarga en sus personajes esa alta tensión sexual y espiritual, ese potente sincretismo de «cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones y más de cinco sexos»:


Clea contiene, en miniatura, una tragedia de la pasión homosexual tan contundente como la que pueda hallarse en Proust. Mountolive es atraído hasta una casa de ajadas infantes rameriles que se ciernen sobre él como murciélagos. Mernlik, el jefe de policía, es un sádico refinado. Encontramos fetichistas y transformistas, rituales fálicos y lubricidades privadas. La historia de amor más seria de toda la novela, el intenso amor entre Pursewerden y Liza, es una historia incestuosa.


Lawrence Durrell y la novela barroca

George Steiner


«La ciudad es la que debe ser juzgada». La sentencia de Durrell queda temblando en el aire como un toque de alba al que se une la voz profética del poeta de la ciudad: «La ciudad es una jaula». Y ahora desafiemos esta profecía de Kavafis.


6.2. El correlato objetivo


Con el fin de conseguir una construcción física y metafísica del espacio, os proponemos el criterio del correlato objetivo de T. S. Eliot. Para entrar sin ambages en el concepto, el propio autor lo define como una serie de objetos, situaciones, experiencias sensoriales y hechos concatenados del mundo exterior que, a través de un proceso de simbolización, contribuyen a crear una determinada emoción en el texto literario. Como apuntábamos en el capítulo 3, es evidente que paisaje y espacio, constituyen posibilidades claves del correlato objetivo para representar el mundo interior de nuestros personajes, sus deseos, sus conflictos y su porvenir.

Veamos el siguiente ejemplo que nos brinda Proust. La voz narrativa nos sitúa en la intimidad de una de esas habitaciones nimbadas y miríficas de su infancia en Cornualles:


Estaba aquel aire saturado por lo más exquisito de un silencio tan nutritivo y suculento, que yo andaba por allí casi con golosina (…); daba unos pasos del reclinatorio a las butacas de espeso terciopelo con sus cabeceras de crochet; y la lumbre, cociendo, como si fuera una pasta, los apetitosos olores cuajados en el aire de la habitación, y que estaban ya levantados y trabajados por la frescura soleada y húmeda de la mañana, los hojaldraba, los doraba, les daba arrugas y volumen para hacer un invisible y palpable pastel provinciano.


Por el camino de Swann

Marcel Proust


Estamos ante un fragmento de potente evocación poética. Tanto sus objetos como el maridaje entre luz, lumbre y olor —esa variada sinestesia que construye el autor— hacen las veces de un correlato objetivo de la memoria y la emoción del personaje. Podemos intuir ese más allá del que os hablábamos, ciñéndonos a la instantánea.

Por el reclinatorio inferimos que el personaje se desenvuelve en un entorno devoto, mientras que «las butacas de espeso terciopelo» son indicio de una clase social posiblemente burguesa o aristocrática. A continuación, toda la imagen final en la que la lumbre soleada de la mañana cuaja, hojaldra y dora los olores de la habitación, metaforizándolos en ese pastel «invisible y palpable», nos arroja sucesivas pistas sobre la emotividad del personaje, su carácter sensible, su mirada poética y sus más melancólicos ensueños de infancia. Asimismo, este fragmento contiene —como todas las células de la novela— los cromosomas del deseo y del conflicto del personaje de Proust:


Esa pulsión por la búsqueda de un tiempo perdido, a través de las coyunturas de la memoria.

La pasión de los celos del niño por la madre.


¿A que ni las cartas del Tarot os habían dicho tanto sobre un personaje como esta estampa?

Al correlato objetivo del paisaje y del espacio pueden adscribirse algunas de las siguientes funciones que reforzaremos a partir del citado ejemplo, como si apuntáramos palabras y frases para un futuro análisis:


Caracterizar al personaje (psicología, estatus social, patologías, obsesiones). Personaje sensible, emotivo. Psicología dominada por el complejo materno y los celos por la madre. Estatus social alto y culto.

Reflejar una circunstancia emocional del personaje. Melancolía. Constante sentimiento de pérdida de un tiempo anterior.

Aportar información sobre su pasado (sin la coma) o su presente, y prefigurar su porvenir. Infancia en provincia. Añoranza y evocación recurrente de la niñez.

Exponer su mundo interior. Mirada poética, sofisticada sensibilidad. Recogimiento interior. Espíritu sensual e imaginativo. Imágenes maternales (la casa, las estancias luminosas, el pastel de infancia).

Dar indicios sobre su deseo y su pasión o conflicto. El complejo materno y esa fijación obsesiva del niño por la madre se desplazará luego, a lo largo de la novela, hacia el amor obsesivo y los celos del protagonista por Odette.

Modificar su destino.


Al hilo de esta última función, permitámonos una proustiana golosina. Pensemos en un personaje mítico como Ulises, a quien Joyce extrapola de Ítaca al Dublín del siglo xx; o en el Fausto de Goethe, que Thomas Mann arroja en el contexto de la Alemania nazi. Ambos ejemplos dan constancia de la relación que guarda el paisaje y el espacio con la identidad de un personaje. De hecho, hay estudios de Jung en torno a los complejos geográficos que sugieren el trabajo de modelaje y fundición que el paisaje ejerce sobre la psique humana.

En ese concierto de complejidades geográficas resuenan ciudades bíblicas como Sodoma, Gomorra y Babel; lugares épicos y míticos como Troya o Creta, y fantásticos como Solaris, Hogwarts o Beleriand; ciudades invisibles como las de Calvino o los no lugares —centros comerciales, aeropuertos, pantallas táctiles— como los que cartografía el antropólogo francés Marc Augé.

Otros espacios habituales en literatura y cine son las ciudades de autor. El Long Island de Whitman o el Manhattan de Scott Fitzgerald, el Londres de Dickens —y el de Conan Doyle—, la Caracas de Aquiles Nazoa, la Lisboa de Pessoa, la Venecia de Bellini o la Roma de Sorrentino, el Madrid de Baroja o el de Almodóvar: ciudades de las que se han apropiado artistas y creadores para refundarlas con los jeroglíficos y las constelaciones de su propia imaginería, transformándolas en correlatos objetivos de su arte.

En el velocísimo repaso de este atlas físico y metafísico podemos columbrar espacios y paisajes para la investigación de la vida y pasión de un personaje.


6.3. La poética del espacio


Diremos, de entrada, que el escritor debe renunciar a las funciones del mero decorador o del paisajista. El único oficio que admitiremos de buen talante será el del interiorista (siempre que el interiorismo sea muy interior). La premisa de la que habla Gaston Bachelard es diáfana: aceptar soñar.

Todo espacio que escribamos, que creemos, debe hospedar un campo magnético, una vorágine o un agujero negro: en síntesis, una emboscada fascinante o angustiosa de la que el lector no pueda despertar. Debe, por tanto, habitarlo con nosotros, iluminar esas regiones contiguas entre la memoria y la imaginación. Para ello, Bachelard aconseja «ser un poco más poetas que historiadores» y cultivar nuestras «lecturas de ensueño» en torno a los espacios que nos proponemos recrear. En otras palabras, Bachelard nos anima a soñar el espacio y a soñarnos en esos espacios.

Recordemos que la escritura es un acto soñante en el que se suceden imágenes como en los sueños. Según la fenomenología, son esas imágenes que se suscitan cuando abrimos los poros de la memoria y de la imaginación. Bachelard nos advierte lo siguiente de cara a la escritura de esos espacios —y os animamos a sustituir las palabras «morada» o «casa» por «espacio»—:


El excesivo pintoresquismo de una morada puede ocultar su intimidad. Esto es cierto en la vida. Las verdaderas casas del recuerdo, las casas donde vuelven a conducirnos nuestros sueños, las casas enriquecidas por un onirismo fiel se resisten a toda descripción. Describirlas equivaldría a ¡enseñarlas! [...]. La casa primera y oníricamente definitiva debe conservar su penumbra. Se relaciona con la literatura profunda, es decir, con la poesía [...]. Solo debo decir de la casa de mi infancia lo necesario para ponerme yo mismo en situación onírica, para situarme en el umbral de un ensueño donde voy a descansar en mi pasado. Entonces puedo esperar que mi página tenga algunas sonoridades auténticas.


La poética del espacio

Gaston Bachelard


Cuando escribimos, tenemos que orientarnos hacia un secreto: hacia esos lugares íntimamente queridos y soñados que nos atesoran. Quedaos con ese hermoso concepto: las «sonoridades auténticas».

Bachelard nos ofrece un inventario de espacios con altísima sonoridad poética, junto a los que os entregamos algunas palabras claves como carnadas a vuestra imaginación:


La casa (el alma, el ánima del ser; la casa de la infancia y del ensueño; del castillo a la choza del ermitaño; la casa como universo).

La buhardilla (lugar de nuestras soledades).

El sótano (ensueños de ultrasótano; poderes subterráneos; locura enterrada, grutas del inconsciente).

El cajón, los cofres, los armarios (ensueños de intimidad; necesidad de secretos; del ser que oculta al ser que se oculta; «Yo soy mi escondite», Joë Bousquet).

El nido y la concha (imágenes de refugio; los nidos de la infancia; la divisa del molusco: vivir para edificar la casa y no edificar la casa para vivir en ella).

Los rincones (el más sórdido de los refugios; el casillero del ser; rincones de las cosas olvidadas que visitan la araña, la mariquita y el ratón).

La miniatura (minuciosidad; mundo diminutivo; paciencias solitarias).


Como cierre de este capítulo, aquí tenéis uno de los ejemplos más bellos y deslumbrantes de cómo, habitando íntimamente un objeto —en este caso, un encaje—, puede llegar a habitarse un espacio, un paisaje y, posiblemente, el universo:


De pronto, toda una serie de miradas nuestras quedaban enrejadas detrás de un encaje de aguja veneciano, como si fueran claustros o prisioneros. Pero volvíamos a quedar libres y se podía mirar hasta muy adentro de jardines que se hacían cada vez más artificiales, hasta que se hacía denso y tibio ante los ojos como en un invernadero; plantas ostentosas que no conocíamos abrían gigantescas hojas, lianas se agarraban unas de otras como si estuvieran mareadas, y las grandes flores abiertas de los Points d’Alençon empolvaban todo con su polen. De repente, completamente cansados y confusos, salíamos a la larga vía de Valenciennes, y era invierno, y temprano, y había escarcha. Y nos apretujábamos por entre los arbustos nevados de los Binche y llegábamos a sitios donde nadie había estado antes; las ramas colgaban de una manera tan extraña que bien podía haber quizá una tumba debajo, pero eso nos lo ocultábamos. El frío se apretaba cada vez más contra nosotros, y por fin decía Mamán, cuando salían los finísimos encajes de bolillos: «Oh, ahora se nos harán flores de hielo en los ojos».


Los cuadernos de Malte Laurids Brigge

Rainer Maria Rilke


6.4. Conjurar el genius loci


Todo el paisaje, un manuscrito.

Hemos olvidado cómo leerlo.

John Montague


En su trabajo The soul of place, Linda Lappin ensaya una serie de ideas y ejercicios en torno al paisaje y al lugar, a partir de la invocación de lo que los romanos llamaban el genius loci y que Lappin examina en una luz más actual:


La mayoría de la gente, hoy en día, suele definirlo como la atmósfera de un lugar o como la emoción o la sensación que evoca un lugar en nosotros. Los romanos, en cambio, lo precisaban como una entidad que residía y energizaba un espacio. En otras palabras, un espíritu guardián capaz de interactuar con los seres humanos.


The soul of place

Linda Lappin


Jung asoció este genius loci a ciertos arquetipos, psíquicamente radicados en una serie de lugares: Hermes, en los mercados; Dionisos, en las tabernas y los teatros; Quirón, en los hospitales, entre muchos otros. Así, Linda Lappin revisita una variedad arquetípica de lugares portadores de esas «sonoridades auténticas» de las que nos habla Bachelard. A saber: mercados, plazas, parques, cementerios, jardines, iglesias, museos, teatros, monumentos, restaurantes, tabernas, bares, estaciones de tren, ruinas, fuentes y basureros.

De cara a nuestro oficio, la conjura del genius loci busca ponernos en contacto con el alma del lugar, penetrar en ella a través de la trama invisible de sus voces, mitos, potencias cósmicas, imaginería e iconografía. Algo que, en conjunto, condicionará el destino de lo que allí pueda suceder. Contactar con los centros de energía de un lugar es, pues, otra manera de movilizar en nosotros las energías propias de la creatividad. Ahora bien, ¿cómo podemos adentrarnos en estas güijas y espiritismos de los espacios?

Lo que os sugerimos, apoyándonos y contrapunteando algunas propuestas de Lappin, es un decálogo abierto de posibles abordajes para la ensoñación de espacios y paisajes. Os toca ensayarlo, cada uno a vuestro modo.


Tomar nota de esos espacios a los que volvemos en nuestros sueños.

Viajar, caminar. Exponernos al extrañamiento de nuevos paisajes.

Transportarnos allí con un cuaderno de notas y dedicarnos, como diría san Juan de la Cruz, a esa harta contemplación y a anotar esos éxtasis.

Desarrollar en cada viaje que hagamos una «ciencia de intuiciones» (Durrell). Dar con nuestras propias lecturas y correspondencias, siempre en la periferia de lo turístico.

Cultivar esa fina conjunción entre la geografía, la antropología y la arqueología de cada lugar con voluntad poética.

Investigar documentos asociados a esos espacios: viejos mapas, archivos, postales, fotografías, ilustraciones de revistas, canciones, hemerografía, cartas.

Revisar lo que otros creadores y artistas han escrito, pintado, fotografiado, dicho o imaginado sobre ese lugar.

Tomar nota de nombres con aura sonora (pueblos, calles, casas, locales).

Hacernos con objetos que atesoremos como símbolos o fetiches. No descartar suvenires.

Cultivar y documentar lo que Coleridge llamaba «reliquias de sensación», es decir, toda clase de experiencias sensoriales y espirituales de alta orfebrería.


Este decálogo reúne una serie de rutinas que nos ayudarán a recrear lo que Lappin llama the mood of a location (la firma de un paisaje, la sensación que emana) y que podríamos traducir en contigüidades semánticas: el humor, el temperamento y el ánimo; la fisiología, la pulsión y el espíritu de un lugar. Así motivaremos eso que Virginia Woolf llama «momentos del ser» y que, lo mismo que las epifanías de Joyce, constituyen experiencias de conciencia lúcida en torno a nuestros mapas, geografías, paisajes y espacios más íntimos: una nueva luz portadora de la llave que nos libere de la profecía de Kavafis y nos sensibilice hacia el temblor de nuevos umbrales.

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