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Mucho más que cartón piedra.

El espacio


Alejandro Marcos


Para conocer a la gente hay que ir a su casa.

Johann Wolfgang von Goethe


Todas las historias ocurren en algún lugar concreto. Es un error de principiante dejar de lado por completo la ambientación para centrarse únicamente en la trama o en los personajes. Es cierto que en la mayoría de relatos suelen ser elementos nucleares, pero no se puede subestimar la importancia, incluso el protagonismo, que el espacio narrativo y el ambiente pueden tener para nuestro cuento.

Por supuesto, no toda obra literaria necesita trabajar el espacio de la misma forma, ni siquiera con la misma intensidad; pero una historia sin coordenadas resulta extraña, anómala, y puede arrojarnos fuera del texto al percibir que el autor no está construyendo unos mínimos mimbres, un pacto en la mirada, una forma de hacer confiable el universo ficcional propuesto. No se comportará igual un personaje cuya habitación está llena de pósters de cantantes pop de los noventa a sus cuarenta años, que el que tenga una escopeta colgada sobre la chimenea. No son el mismo personaje, no se comportarán igual, y por tanto no pueden contar la misma historia.

El espacio, como el tiempo, es una dimensión esencial del texto narrativo. Su construcción nos ayudará a dar verosimilitud y credibilidad a nuestras historias, hará que el carácter de los personajes se complete sin resultar explicativos y, en ocasiones, será el que provoque el conflicto.


3.1. Espacio narrativo, ambientación y atmósfera


El espacio narrativo es el ámbito en el que se desarrolla la acción de una narración; unas coordenadas tanto espaciales como temporales que nos remiten a un lugar concreto (real o imaginario), así como a un tiempo cronológico (época histórica, hora del día, etcétera) y atmosférico (clima y estación).

La ambientación es una categoría más subjetiva. Depende de la actitud del personaje o del narrador hacia el espacio narrativo; y, por lo general, de los sentimientos asociados al mismo (ya sea de forma habitual, o solo durante esa narración).

Cuando unimos el espacio narrativo y su ambiente, obtenemos la atmósfera del relato.

En «La larga lluvia» de Ray Bradbury, un grupo de militares terrestres se ha perdido en Venus y trata de buscar un refugio. Así se describe la atmósfera en el comienzo del texto:


La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca en los tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.


«La larga lluvia»

Ray Bradbury


Ciñéndonos a lo que hemos visto en este apartado, el espacio narrativo sería una selva en el planeta Venus, durante un diluvio. La ambientación tiene que ver con ese sentimiento de extrañeza, impotencia y sobrecogimiento de los personajes ante la lluvia que no cesa. Si juntamos las dos cosas obtenemos una atmósfera opresiva por el desconocimiento del terreno y por la imposibilidad de guarecerse.

En ocasiones es complicado separar los tres elementos, ya que habitualmente suelen ir empastados en la atmósfera de la narración de forma indisociable. Pero incluso la descripción más objetiva de un lugar conlleva un acercamiento del narrador, o del personaje a través del narrador —como veremos en capítulos posteriores—, y esta aproximación, en la elección de los detalles y las palabras escogidas para describirlo, será siempre una decantación particular, una mirada subjetiva. En adelante nos referiremos a estos tres elementos relacionados (espacio narrativo, ambientación y atmósfera) como espacio para abarcar estos tres aspectos básicos bajo una única categoría y simplificar las explicaciones.


3.2. Funciones del espacio en el relato


Las principales funciones del espacio son: ambientar, caracterizar personajes o generar conflictos. Veamos cada una de ellas por separado.


3.2.1. Ambientar


Ambientar es la función más habitual en la construcción del espacio narrativo. Es, desde luego, la más básica, la que siempre desempeñará la función de otorgarnos un mapa de coordenadas de la historia que queremos contar.

Cuando situamos una historia y unas acciones en un lugar concreto, estamos haciendo esa historia real; le estamos dando al lector la posibilidad de imaginar cómo se está desarrollando el argumento, de ver el relato. Ambientar correctamente, insistiremos en los capítulos siguientes, nos servirá para ganar en visibilidad y con ello en verosimilitud (es más probable que nos creamos una historia que estamos viendo); también para sumergir al lector en el sueño de la ficción, provocando, de esta manera, que la trama y el tema le lleguen de un modo más plástico, directo y memorable.

Ambientar, pues, viene a ser la función mínima del espacio en la narración: permanecer como telón de fondo, incluso inadvertido, sobre el que se recrean las historias. No obstante, no hay tantos ejemplos como cabría esperar en los que el espacio cumpla una función meramente ambiental: en general siempre lleva asociadas otras funciones que lo dotan de una importancia y de una profundidad mayor. Sobre todo el género del cuento, en el que cada palabra, cada descripción, puede cumplir una función y apuntar a la trama:


En la aldea hay un río, junto al río un camino y, en el camino, una choza abandonada que atrae a Aquiles instintivamente. Perteneció a un joven mercader de betunes, dicen los lugareños, que desapareció sin dejar rastro hace ya algún tiempo. Aquiles derriba la puerta y encuentra que dentro todo parece en suspenso —el sayo del mercader colgado de un clavo, los últimos pedidos de betunes empaquetados junto a la puerta—. Solo el mal olor indica que la casa no está habitada. Junto al hogar hay un cuenco con leche que huele agriamente y en el instrumental para destilar betunes aún quedan rastros de nafta. En un rincón está el bacín donde el mercader de betunes orinó por última vez, merodeado de moscas.


«El mercader de betunes»

Juan Gómez Bárcena


En este fragmento podemos ver cómo se nos describe una choza abandonada en la que se desarrollará gran parte de la acción de este relato. La descripción de la casa es prácticamente ambiental, pues no incide en la trama que el mercader se dejara los pedidos y el sayo o que olvidara vaciar la bacinilla y el cuenco de leche. Solo nos indican que la casa está abandonada y que el propietario tuvo que irse precipitadamente. Tampoco es importante que fuera mercader de betunes, lo importante para la trama es que es una casa apartada, en la que Aquiles puede desarrollar un oficio. Podría haber sido una forja, un horno de pan o una sastrería. Solo está ahí para ambientar y proporcionar al lector un mapa corpóreo en el que situar la acción.


3.2.2. Caracterizar personajes


Como bien decía Goethe en el epígrafe que hemos elegido para abrir el capítulo, para conocer del todo a una persona es necesario visitar su casa. Con los personajes de los relatos pasa algo parecido. No siempre será necesario que veamos su dormitorio, pero es interesante saber por qué ambientes se mueven.

El espacio nos va a ayudar a definir o concretar el carácter de un personaje sin necesidad de recurrir a la descripción directa, que puede resultar demasiado explicativa. No será igual un personaje que viva solo en un chalet a las afueras de Madrid que el que viva en un sótano de un barrio de Nueva Delhi; ni será lo mismo que su cuarto esté decorado con cuadros o que tenga una cornamenta de ciervo encima de la chimenea. Los ambientes y los espacios suelen hablarnos indirectamente del que los habita: dónde se siente cómodo y dónde no.

Además, los espacios caracterizadores también pueden funcionar a la inversa: un personaje que entre en la casa de su supervisora y vea con horror la cantidad de cuadros religiosos y figuras de la Virgen también quedará definido por su reacción a un espacio (en este caso un espacio ajeno que se ve forzado a transitar). Ese espacio, aunque no encaje con su personalidad, servirá para mostrar un rasgo de carácter.

La caracterización de personajes es pues una función básica del espacio aun cuando no pensemos mucho en ella o surja de manera inconsciente en el proceso de escritura. Cuando esta función se descuida, no obstante, estamos perdiendo una ocasión privilegiada para hacer un uso significativo del espacio en el relato; incluso puede afectar a toda la percepción ficcional de nuestro lector. La ausencia de espacios caracterizadores puede romper o alterar la verosimilitud de la narración, hasta el punto de que el lector sufra una desconexión y no pueda otorgarle credibilidad a la narración.

Veamos ahora un ejemplo de la mano de Jorge Luis Borges. En su cuento «There are more things» el protagonista entra en una casa que había pertenecido en otro tiempo a un familiar y la encuentra totalmente cambiada debido al oscuro y extraño habitante que ocupa el lugar:


El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera, una sola gran pieza desmantelada con algún que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.

[…]

Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su sombra.


«There are more things»

Jorge Luis Borges


Borges nos presenta un personaje que no es humano, no tiene forma «concebible» y, aun así, es capaz de habitar entre nosotros. Suponemos que es más grande y que está evolucionado, que es capaz de habitar una casa, por lo que debe de ser capaz de pensar a un nivel avanzado. En este caso, Borges juega con esa descripción a través de la sombra, como dice el narrador, para generar terror y que sea el lector el que se imagine al monstruo a través de los objetos y el lugar que habita.

Otro ejemplo más realista podemos encontrarlo en La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín. En el siguiente fragmento vemos la descripción de la habitación de Ana. Somos capaces de deducir que se trata de una persona sobria, limpia, de pocos excesos y que no hace alarde de su devoción religiosa. Además, a través de los elementos en los que se fija el personaje de Obdulia entendemos cómo es también este: criticón, clasista, cotilla y metomentodo:


Obdulia, a fuerza de indiscreción, había conseguido varias veces entrar allí.

«¡Qué mujer esta Anita!

»Era limpia, no se podía negar, limpia como el armiño; esto al fin era un mérito... y una pulla para muchas damas vetustenses».

Pero añadía Obdulia:

«Fuera de la limpieza y del orden, nada que revele a la mujer elegante. La piel de tigre, ¿tiene un cachet? Pss..., qué sé yo. Me parece un capricho caro y extravagante, poco femenino al cabo. ¡La cama es un horror! Muy buena para la alcaldesa de Palomares. ¡Una cama de matrimonio! ¡Y qué cama! Una grosería. ¿Y lo demás? Nada. Allí no hay sexo. Aparte del orden, parece el cuarto de un estudiante. Ni un objeto de arte. Ni un mal bibelot; nada de lo que piden el confort y el buen gusto. La alcoba es la mujer como el estilo es el hombre. Dime cómo duermes y te diré quién eres. ¿Y la devoción? Allí la piedad está representada por un Cristo vulgar colocado de una manera contraria a las conveniencias. ¡Lástima —concluía Obdulia, sin sentir lástima— que un bijou tan precioso se guarde en tan miserable joyero!».


La Regenta

Leopoldo Alas Clarín


3.2.3. Generar conflictos


Cuando el personaje, o mejor dicho, el deseo del personaje, choca contra el espacio —sea porque representa una fuerza poderosa de la naturaleza, sea porque es un espacio desconocido, o por ironía dramática— se genera un conflicto narrativo. En estos casos, el espacio funcionaría como antagonista, pues se opone directamente a la consecución del deseo del protagonista.

Cuando una fuerza de la naturaleza (o la naturaleza en sí): un terremoto, una sequía, el viento, la lluvia —como en el relato de Bradbury—, o una atmósfera en general impide que el protagonista consiga su objetivo, estamos creando conflicto y tensión dramática. Esto es lo que sucede en «Luvina», un cuento de Juan Rulfo.


Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos.

[…]

Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama «pasojos de agua», que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas.


«Luvina»

Juan Rulfo


Ese ambiente opresivo y ese calor y viento constantes hacen que la gente de Luvina se marche o tenga esa vida vacía y pobre. Nada puede crecer allí. Es el clima inhóspito el que hará que el protagonista enloquezca —jamás conseguirá su deseo de establecerse y realizar su trabajo, tener una vida normal— y que en Luvina pasen las cosas que pasan a su llegada.

De modo que podemos generar conflicto y tensión dramática si el personaje se encuentra, como ya hemos visto, en un espacio adverso, desfavorable a su deseo (un ateo criado en un convento, un preso que ansía libertad, etcétera) o, sencillamente, si el personaje se encuentra ante un espacio ajeno y desconocido, donde mantendremos al menos la tensión de descubrirlo con él. En el relato antes mencionado de Bradbury, «La larga lluvia», como en muchos relatos de ciencia ficción, un espacio desconocido —y su adversa climatología— funciona eficazmente de ambas formas. Los soldados no conocen Venus y por ello (y por la lluvia constante) se pierden y enloquecen. Es el espacio, el propio planeta, el que impide que alcancen su deseo de llegar a una cúpula solar para poder descansar y pedir auxilio. La naturaleza es a la vez un espacio por descubrir y un antagonista a batir.


3.3. Correlato y espacio simbólico


Aunque lo trataremos con mayor profundidad —capítulos 6 y 13—, es importante hacer una pequeña introducción respecto a la noción de espacio simbólico, relacionada con la de espacio narrativo que hemos venido trabajando en este. El espacio simbólico es el conjunto de elementos que, en una narración, refleja o representa la situación psicológica o emocional de cualquiera de los personajes —principalmente el protagonista—. O, si se prefiere, el uso significativo del espacio narrativo para representar el estado mental de un personaje. Un personaje abatido en un entorno otoñal de lluvia y frío, la derrota del villano sucedida por un luminoso amanecer, etcétera, pueden parecernos —con razón— situaciones narrativas manidas y tópicas, pero nos sirven de ejemplo.

El espacio puede servir como correlato de esos estados mentales cuando lo que sucede en él es una representación más o menos cifrada de lo que les sucede a los personajes, o de la propia trama del relato. Como ejemplo, veamos «Quemaduras», de Claire Keegan. En esta historia, un hombre vuelve a una casa en la que vivió tiempo atrás con su ex mujer y sus tres hijos, acompañado ahora por su nueva esposa. Han ido allí a enfrentar el pasado. La casa cuenta la historia del antiguo matrimonio (desde las habitaciones al columpio del porche, pasando por el sendero que lleva hasta ella) y qué fue lo que pasó allí. El final interroga si la familia superará ese pasado juntos o no lo hará.


A la mañana, dejan las puertas y ventanas abiertas y un viento fresco recorre la casa. Algunas de las aldabas de las ventanas están duras; hay telarañas en cada rincón. Los niños inspeccionan las polillas muertas y los insectos en las repisas de las ventanas, los dan vuelta con escarbadientes, cuentan las patas, les arrancan las alas.

—¡Qué asco! —dice la niña, al encontrar una cucaracha pequeña debajo de una vieja caja de Cornflakes en la despensa.

Sobre todo hay una gruesa capa de polvo blanco. La niña escribe su nombre sobre la mesada. (Hace poco que ha aprendido a leer y a escribir). La cabeza embalsamada de venado que está encima del hogar da la impresión de que hubiese venido de la nieve. Robin odia sus ojos plásticos y mirones, y hay algo sombrío a propósito de la cocina, con sus paredes naranja, los gansos azules de madera, volando en V, sobre la pileta, la mesa de la cocina que se tambalea.


«Quemaduras»

Claire Keegan


Es innegable que en esa cocina, Robin, la niña, siente la presencia de la antigua mujer (y lo odia). Lo percibimos también en la mirada del venado que hay encima de la chimenea. Es una casa que guarda secretos, secretos que quizás podemos ver representados en forma de animales muertos. Muy importante que sea la niña la que descubre la cucaracha. Y esa capa de polvo que lo cubre todo, pues se parece a los sobrentendidos de la pareja, a ese contar sin contar, al efecto del paso del tiempo. Os recomendamos leer del todo el relato porque las descripciones del resto de la casa (y lo que sucede cuando deciden cambiar la cocina) no tienen desperdicio y ahondan aún más en la potencia del cuento.


3.4. Algunos trucos


En este último apartado daremos algunos consejos prácticos que podéis aplicar en la creación de atmósferas para vuestros cuentos en función del efecto que queráis conseguir.

Las descripciones detalladas no siempre son recomendables. Es cierto que sumergen al lector en la historia, aumentan la verosimilitud y ambientan y sitúan la acción; pero tenemos que sopesar si eso es eficaz en el caso que nos ocupa, y si una descripción demasiado pormenorizada no irá en contra de la esencia misma del cuento —brevedad, condensación—. Quizás estemos desviando la atención del lector de lo importante. Nuestro consejo es centrarse en determinados elementos esenciales para la trama y ambientar a partir de ellos. Por ejemplo: si estamos describiendo la habitación de un personaje y lo importante es destacar que a sus treinta y cinco años no ha madurado, no nos dedicaremos a describir la forma de sus armarios o de la lámpara, puesto que serán detalles anodinos. Probablemente nos interese más describir ese peluche sobre la cama o ese póster en la puerta del armario. Y lo mismo podríamos hacer con ambientes y espacios exteriores.

Además de centrarnos en algunos detalles concretos, también es eficaz describir al hilo de la acción, de una manera dinámica. En el ejemplo anterior, nos interesaba destacar el peluche y el póster, así que quizás podríamos hacerlo insertándolos de algún modo en la trama, como si por ejemplo lanza el peluche o arranca el póster en el transcurso de una bronca. De esa forma estaremos haciendo avanzar el argumento mientras describimos.

Es importante evitar los comienzos que dan el «parte meteorológico». Muchas veces necesitamos un poco de rodaje al comenzar a escribir antes de meternos de lleno en nuestra historia y en nuestros personajes; escribimos hasta que, como se suele decir, entramos de lleno en la acción. Es habitual comenzar describiendo el tiempo que hace o el lugar en el que se encuentra el personaje, pero es un lugar común que debemos evitar. ¿Por qué? Por la misma razón que no son recomendables las descripciones minuciosas. Estamos escribiendo un cuento, todo lo que no sea información relevante para el argumento o la trama debe evitarse en la medida de lo posible. El relato de Ray Bradbury que hemos mencionado comienza con una descripción espacial, climática, que no por ser descriptiva y demorada deja de ser fundamental para la sensación que transmite la historia. Si simplemente vamos a describir el tiempo que hace para ambientar, es mejor eliminar esa imagen —o incluirla posteriormente, cuando sea relevante—.

No hay ninguna diferencia, desde el punto de vista literario, entre describir espacios reales e inventados. Ambos tienen que ser visibles y verosímiles para el lector. Quizás los inventados necesiten una descripción más precisa si se alejan mucho de la realidad, pero para describirlos siempre nos basaremos en referentes visuales trabajados de forma «realista» —reconocibles, exactos, sugestivos—, puesto que de otra manera serían difíciles de imaginar para el lector.

Para crear atmósferas es recomendable hacer uso de palabras que pertenezcan al campo semántico asociado al sentimiento o sensación hacia los que queremos apuntar. Si toda la acción que vamos a desarrollar en nuestro relato sucede en un bosque y queremos transmitir terror, tendremos que emplear términos de la naturaleza que puedan resultar terroríficos: ruidos extraños de animales salvajes, crujidos, humedad, podredumbre, murciélagos, insectos o aves, telarañas, olores raros y agresivos, etcétera. Lo mismo haríamos —pero buscando en el campo semántico opuesto— si quisiéramos transmitir seguridad o calidez.

Por último, no debemos olvidarnos de usar los cinco sentidos en nuestras descripciones espaciales. A veces tendemos a concentrarnos en un sentido determinado cuando describimos —generalmente la vista—, pero en correcciones o revisiones posteriores es recomendable buscar un equilibrio entre los otros sentidos y tratar de incluir el gusto y el olfato, que son los más complicados y, al mismo tiempo, los más potentes. Recordemos la descripción de una calle que decía Umbral que hacía Pío Baroja, escribiendo únicamente que «era larga y olía a pan».

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