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Mostrar y decir.

Lo abstracto y lo concreto


Isabel Calvo


No lo digas, muéstralo.

Henry James


¿De qué hablamos cuando decimos que algo es abstracto, que algo es concreto? Puesto que se trata de un asunto esencial en literatura, empecemos primero por comprender, en términos muy sencillos, ambos conceptos.

Lo abstracto es la consecuencia que ha extraído la mente de lo vivido y lo sentido, es decir, la síntesis intelectual a la que ha llegado nuestro pensamiento a raíz de lo concreto que hemos vivido o experimentado. Sin embargo, no es la experiencia misma. La abstracción corresponde al pensamiento en frío que nace de la reflexión intelectual que hacemos sobre la experiencia. Palabras como felicidad, amor o miedo resultan abstractas, porque son el producto de haber reducido la experiencia vital a su esencia intelectual, desdibujada, reducida. Lo abstracto las hace igual a otras experiencias similares, y se trata, por lo tanto, de palabras que atienden a lo general.

Por otro lado, lo concreto será lo sólido, lo compacto, lo material, lo preciso, lo determinado sin ningún tipo de vaguedad. Ser concreto consiste en mostrar aquello a lo que nos referimos de manera exacta y dibujar con ello una imagen lo más certera posible, que no dé lugar a ambigüedades o confusión.

Puede suceder que nuestra vivencia sea ir cantando por la calle, sonreír a todo el mundo, ver la ciudad resplandeciente —aunque esté nublado—, sentirse flotar y respirar un aroma como de hierbabuena. Esa sería la experiencia particular y sensible, concreta, mientras que la idea abstracta y general que nos permite nombrarla y compartirla sería la de «ser feliz».

Veamos un poco más en profundidad cada uno de estos dos conceptos.


4.1. Lo abstracto


A veces uno tiende a creer que no ha entendido un texto por su poca capacidad de comprensión; puede ocurrir que hayamos captado algunas cosas, la idea general, pero no hayamos comprendido el sentido del texto al completo. O nos parece que está bien escrito, pero nos aburrimos. En estos casos podemos llegar a sentirnos culpables —o tontos—, porque pensamos que el escritor escribe cosas fuera de nuestro alcance. Pero si tenemos en cuenta que el fin del leguaje es la comunicación, podríamos llegar también a la conclusión, más sencilla, de que —a menudo— es el escritor el que no ha sabido hacer adecuadamente su trabajo, porque no ha sabido transmitir lo que quería contar, y que, por muy extraordinario que sea el tema, no ha encontrado la manera de trasladarlo al lector.

Por supuesto que el lenguaje abstracto tiene su lugar en la escritura. Pero ese lenguaje es más propio del ensayo, de la ciencia o de la filosofía, que de los textos literarios y en especial de la narrativa. El interés por lo general frente a lo particular y la exigencia de objetividad alejan al discurso ensayístico de la experiencia. Veamos un ejemplo:


A diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si se prefiere, es a lo que llamamos ética.


Ética para Amador

Fernando Savater


En este fragmento de divulgación filosófica de Savater vemos con claridad cómo el lenguaje abstracto encuentra su territorio en el ensayo. Dicho esto, sin embargo, si ahora cerráis los ojos y pensáis en el texto que habéis leído, ¿qué veis? Los castores, las abejas, las termitas, ¿verdad? Así es. Lo recordamos porque es lo único concreto que hay en el fragmento y nosotros vivimos lo concreto y por eso se nos ha quedado grabado.

Fijar algunos elementos en la memoria del lector es importante en cualquier narración. Si no hacemos que recuerde ciertas cosas, la trama no tendría sentido ni resonancia interna. Por ejemplo, para que el relato de Borges «Funes el memorioso» tenga sentido en su trama, y para que su final se comprenda perfectamente, no bastará decir que el personaje tenía una memoria prodigiosa. Habrá que grabar una imagen en la mente del lector mediante datos concretos.


Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera.


«Funes el memorioso»

Jorge Luis Borges


Qué imágenes tan poderosas, ¿no? Seguro que no vamos a olvidar que el personaje era capaz de recordar hasta las líneas de espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de un día concreto. Así, cuando leamos el final del cuento no nos sería difícil imaginar al personaje presa de la tortura de su propia memoria. Funes está postrado en un catre, ya no puede pensar ni dormir, solo recordar detalle por detalle todo lo vivido y lo visto. No es difícil comprender lo que siente Funes y tenerle piedad cuando se dice que, a veces, «también solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente».


4.2. Lo concreto


«Una imagen vale más que mil palabras». Muchas veces hemos oído este proverbio y la mayoría estamos de acuerdo en que es cierto. Sabemos que para explicar una cosa lo mejor es poner ante los ojos de quien escucha un ejemplo claro, visual, en el que se ilustre el sentido de lo narrado.

Cuanto más abstracta es una palabra, más significados posibles tiene y más difícil le será al lector comprender de qué estamos hablando exactamente. Y la narrativa es un trabajo que consiste, como apuntaba Henry James, en mostrar más que en decir. Bien; imaginaos que se afirma, por ejemplo, que Thea era una niña perfecta. Si ahora cerráis los ojos e intentáis visualizar a Thea os va a ser casi imposible, porque se os ha dado el concepto abstracto, una idea que la imaginación no puede «ver», ya que lo abstracto es de difícil visualización.

Igual que vosotros ante el enunciado de que Thea era una niña perfecta, el lector de un texto no podrá ver nada de ella, no sabrá si se refiere a que era bonita o a alguna otra cualidad o aptitud de la niña. Por lo general, el lector no será capaz de imaginársela y no podrá, por tanto, establecer la empatía adecuada con lo narrado. De ningún modo se sentirá implicado.

Vamos a ver ahora cómo Patricia Highsmith nos muestra a una niña de ese tipo en su relato «La perfecta señorita». Fijaos en la cantidad de detalles concretos, visibles, en movimiento, que esta escritora nos muestra para transmitirnos la idea de que Thea era una niña perfecta:


Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua.

—Gracias, lo he pasado maravillosamente —decía con locuacidad, a los cuatro años, inclinándose en una reverencia de despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su vestido almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y sus uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando, haciendo flanes de barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran completamente idiotas. Thea era hija única. Otras madres más ajetreadas, con dos o tres vástagos que cuidar, alababan la obediencia y la limpieza de Thea, y eso le encantaba. Thea se complacía también con las alabanzas de su propia madre. Ella y su madre se adoraban.


«La perfecta señorita»

Patricia Highsmith


Otro ejemplo de maravillosa exactitud nos lo da Cortázar en este fragmento de uno de sus relatos:


Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.


«Aplastamiento de las gotas»

Julio Cortázar


Todos hemos mirado alguna vez la lluvia sobre un cristal. Puede que nos hayamos entretenido observándolas, quizá durante una tarde aburrida de la infancia, haciendo un largo viaje en autobús o un domingo de otoño… Probablemente no nos hayamos planteado lo que aquí Cortázar muestra —ese juego de las gotas vivas—, pero, sin duda, habremos percibido la loca dinámica de los cauces, los minúsculos ríos y ese caer y estallar del que el texto nos habla. Al leerlo, nuestras vivencias se removerán no solo en la experiencia de haber visto las gotas en el cristal, sino que traerán con ellas toda una carga de sensaciones periféricas que, tal vez, nos acompañaron en aquel momento pasado de una manera tan evocadora.

Del mismo modo, cuando volvamos a tener oportunidad de ver la lluvia sobre el cristal, lo veremos de forma diferente después de haber leído este magnífico texto. Así se establece la empatía, que es nada menos que la identificación mental y afectiva que todos sentimos hacia un buen texto literario.

Claro está que nada de esto podría suceder si no se nos hubieran mostrado imágenes concretísimas destinadas a hacernos ver y, de ese modo, sentir lo narrado. Una buena imagen amplía hasta el infinito las posibilidades de la interpretación de un texto, mientras que las frases abstractas son inertes en sí mismas, puesto que no mueven nuestras emociones ni nuestra capacidad de interpretación.

«No lo digas, muéstralo». No, no digas que algo es esto o lo otro de forma abstracta, muéstralo con hechos y detalles concretos. Ese es el camino de la buena literatura. Porque, cuando el relato se cuenta en términos abstractos, el lector se desconecta ante una invisibilidad que no le permite meterse en la historia, no le emociona y, como resultado, surge el inevitable desinterés.

Un buen texto narrativo se construye a través de la generación de imágenes vívidas en la mente del lector. Como una película llena de detalles en la que podrá sumergirse para vivir una especie de vida paralela.


4.3. El tema


Regresando al terreno de los conceptos abstractos, no hay que condenarlos del todo. Van a sernos de gran utilidad a la hora de saber de qué está hablando una historia. Si leemos una vez más el fragmento de Borges y sintetizamos su contenido abstracto, llegamos a la conclusión de que habla de la memoria.

A esta síntesis abstracta que subyace en todo texto se le llama tema. El tema de una historia se establece reduciendo la historia a su esencia, abstrayéndola, quitando los detalles para hacerla general. En último término, reducimos el texto a (al menos) una palabra abstracta que sintetice la intención primaria del autor.

Todo relato habla de un tema que se puede definir en una o en unas pocas palabras: la pérdida, la culpa, la soledad, etcétera. Ahora bien, para narrar la historia en la que subyace el tema, lo haremos usando palabras concretas que dibujen escenas concretas. Lo ideal es que el concepto en el que se basa el tema del relato no sea mencionado directamente en el texto, sino que este se pueda deducir de las imágenes específicas con las que lo hemos materializado. Si tenemos claro el tema abstracto del que queremos hablar, este será como una brújula que nos impida cambiar de asunto o de contenido en nuestras obras y nos ayudará a encarrilar el sentido de lo que estamos escribiendo.

Si quisiéramos escribir sobre un tema como la envidia, deberíamos ilustrar de forma concreta este tema abstracto. Veamos cómo lo hace Unai Elorriaga en el siguiente fragmento.


Rosario vivía sola desde que su hijo se mató en una pista de tenis y su hija se había ido a casarse a la isla de Man. Aún más sola se sentía desde que se enfadó con los vecinos de arriba, con María y con Lucas (sobre todo con María), hacía ocho años. Sabía en todo momento, sin embargo, cualquier cosa que hicieran Lucas y María. Supo que estuvieron en el hospital y por qué, supo que María se cayó por las escaleras, supo que metieron en casa a un maleante. Y, cómo no, también sabía que aquel día, Nochevieja, tenían una invitada. Una chica pelirroja, la hija del dentista.

Y mientras comía un trozo de merluza que llevaba ciento dieciséis días en el congelador, Rosario escuchó palabras suaves en el piso de arriba, y un par de risas; después escuchó una discusión en tonos azules y grises, carcajadas, gritos con bufanda, más risas. Y cuando Rosario estaba masticando el segundo mazapán, se oyó una guitarra, y canciones tolerables al principio, más vivas después y pronto canciones impuras, de mal gusto, anticlericales.

Rosario, entonces, con toda la potencia de sus pulmones de setenta y ocho años y con medio kilo de mazapán en la boca, empezó a dar gritos mirando a sus vecinos de arriba; que qué escándalo era aquel, que se callasen de una vez. Como si le estuvieran impidiendo dormir, como si hubiera tenido intención de irse a dormir.


Un tranvía en SP

Unai Elorriaga


Estas imágenes de las que se sirve el autor le valen no solo para sacar adelante el tema, sino también para ampliarlo con elementos muy particulares. De este modo, al lector no le queda más remedio que establecer de inmediato una empatía con lo narrado. Puede que, incluso, termine esbozando una sonrisa y se emocione. Queda claro cómo la idea abstracta queda iluminada por la cantidad de detalles que aluden a la envidia. Estos elementos vívidos y visibles están reforzando las intenciones del tema que el autor quería trabajar. De este modo, la narración no se dispersa hacia asuntos no relacionados con el tema, cosa que atomizaría la historia y le haría perder fuerza y eficacia.


4.4. De la narración al tema y viceversa


A estas alturas nos hemos dado cuenta de que lo abstracto y lo concreto son asuntos diferentes, pero, a la vez, muy dependientes y relacionados entre sí. Es posible que estemos escribiendo un relato o unos cuantos párrafos, sin más, donde aparecen ciertos elementos desordenados. Imaginemos las cosas que hace una vecina que se dedica a espiar a su vecindario: sale a regar las plantas puntualmente, a las ocho de la mañana y a las ocho de la tarde; barre el portal a las once y deja las persianas entreabiertas…

Estas anécdotas de la vecina nos llaman la atención, y hasta es posible que nos resulten graciosas. Sin embargo, muy probablemente nos sorprenderemos cuando el resultado del relato sea un poco caótico, sin demasiada energía o sentido. Incluso nos costará cerrar el texto porque, en realidad, no sabíamos bien hacia dónde íbamos. Si queremos sacar adelante estos detalles inscritos en la escena, tendremos que preguntarnos de qué habla lo que hemos escrito, cuál es la idea abstracta que destila esa red de detalles. En el caso de las anécdotas de la vecina, podemos llegar a la conclusión de que el tema abstracto que subyace es la envidia y que esa es la razón de sus frecuentes excursiones a espiar. Una vez que lo tengamos claro nos será más sencillo seleccionar, colocar y mostrar los elementos concretos que sustenten el tema que estaba debajo de las anécdotas de la vecina. De ese modo, una vez que hayamos decidido qué detalles concretos nos interesan para reforzar esa idea abstracta sin mencionarla de forma explícita —mostrándola—, será más fácil contar la historia de tal manera que el lector pueda, por sí mismo, deducir su sentido.

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