Читать книгу Escribir cuento - Varios autores - Страница 9
Оглавление5
Ver para creer.
La visibilidad del relato
María Tena
Lo visible es, como todos sabemos, lo susceptible de ser visto, de ser percibido fácilmente. Para el escritor, el relato empieza a formarse a través de una imagen, de un recuerdo, de un deseo o de una idea. El problema para cualquier autor, y el secreto de su talento, es cómo manipular ese primer embrión y convertirlo en una historia que sea perceptible, visible para el lector. Si no se produce esa comunicación el relato estará muerto antes de nacer.
Como escritores, tenemos que comprender que no siempre conseguimos mostrar en el texto lo que tenemos tan claro dentro de nuestra cabeza, y eso es lo que necesita nuestra historia. Se da el caso de que nos esforzamos en explicar lo que el lector va a leer a continuación, y apenas nos damos cuenta de que ese lector al que nos enfrentamos necesita asistir a la escena como si estuviese presente, para identificarse con el protagonista o con la propia historia. A nuestro lector hay que ponerle las escenas delante de los ojos, hay que hacer el cuento visible. ¿Cómo conseguimos esto?
5.1. Mostrar, no decir
Tal y como reza el célebre dictum de Henry James que vimos en el capítulo anterior, esta debería ser la primera regla de todo narrador. Sí, ya sé que suena fácil pero, ¿qué quiere decir el verbo «mostrar» en este contexto? Os pondré un caso. Tomemos una escena sencilla:
A, como cada día, despertó, se duchó y fue a desayunar a un bar. Allí se encontró con B. Ella le recordó que era una antigua enfermera de su madre. Charlaron un rato, y a A le gustó pero en un momento dado ella se fue. A volvió a su casa.
¿No os parece que la narración es demasiado fría, muy sosa? No sabemos cómo es A, tampoco quién es B. Ni siquiera sabemos dónde está ese bar ni si ese día llovía o hacía sol. Las acciones son cotidianas, corrientes. El relato también es vulgar y sin forma. Para que esta pequeña narración adquiera vida, necesitamos más detalles, acciones, diálogo y objetos concretos. Necesitamos también algo imprevisto que nos haga fijar la atención en la historia. Lo intentaremos con el principio.
En el bar, al apoyarse para coger la taza, A sintió un olor a jazmín muy intenso que se mezclaba con el sabor de su café con leche. Se dio media vuelta y vio que en la barra, junto a él, se apoyaba el brazo más perfecto que había visto en su vida. Blanco, suave, torneado. Siguió su recorrido y acabó fijándose en un cuello largo que se inclinaba sobre una taza de té y una tostada. Luego vio su pelo. Una melena rubia que, cuando se abrió la puerta y se volvió, dio paso a una cara que hizo que el corazón se le parase. Qué mujer, pensó.
—¿Qué haces aquí? —dijo B, con una voz que le recordó a su primera novia.
Para mostrar —en vez de decir, en vez de explicar— necesitamos detalles, objetos y acciones. Y mostrarlos en movimiento y, a ser posible, desde los cinco sentidos. Necesitamos que, además de comprender los pensamientos y sentimientos de nuestros personajes, el lector huela el perfume que ellos huelen, saboree el café que toman, que pueda diferenciar el tacto entre una roca y un trozo de terciopelo. El lector necesita experimentar además de comprender.
Para mostrar, en vez de asegurar que «Lucía es una buena persona» —un concepto abstracto que no genera ninguna imagen en la mente del lector—, será mejor decir «Lucía está ahí siempre que la necesitas»; o, mejor aún, escribir una escena en la que Lucía ayude a alguien que está en apuros. En vez de afirmar que «Bob Dylan es un cantante que todavía tiene éxito», es preferible que mostremos cómo coge la guitarra, cómo se mueve en la escena. Así el lector lo verá; y será él quien deduzca, a partir de esas imágenes concretas, la idea abstracta: «Bob Dylan es un gran cantante que todavía tiene éxito».
5.2. La importancia del detalle
5.2.1. Siempre un objeto, siempre un lugar
«Son los detalles físicos los que nos arrastran a la historia, los que nos hacen creer u olvidarnos de descreer o aceptar el relato oral, aceptar la mentira aunque nos riamos abiertamente de ella», dice John Gardner.
Son los detalles oportunos, e incluso los inoportunos, los que hacen coherente el relato. Y los que mejor funcionan son los que aparecen en el desarrollo de la acción. En vez de decir que alguien es glotón debemos rodearlo de comida o mostrar con un detalle el ansia con que come. El detalle siempre es más rico que la explicación.
Podemos articular la escena sobre un objeto o un espacio. De este modo, la ficción se vuelve plástica, viva, y a la vez se hace simbólica. Como dice Italo Calvino: «Desde que aparece un objeto este se carga de significados. Es un nudo en una red de relaciones invisibles, un objeto magnético, mágico». Ya lo hemos visto en el primer ejemplo: las tazas, las tostadas, el brazo más perfecto hacen, casi sin que lo notemos, que el relato de A y B se vea mejor.
También podemos utilizar una manera de ver los objetos desde otro sitio. De un modo que, además de concretar la escena, dé un significado añadido al relato. En la segunda parte de la novela La mujer justa, de Sándor Márai, en vez de describir a la criada, describe su habitación. Al principio nos sorprende el detalle y la delicadeza con los que recorre el tamaño, las paredes, el armario, la cama y la mesilla donde vive esa mujer. De pronto nos damos cuenta: a través de ese dormitorio, nos está describiendo a un personaje que va a ser central en el relato.
Igual sucede en Incendios, la novela corta de Richard Ford, cuando el niño narrador describe la habitación del personaje que va a convertirse en el amante de su madre:
Era el dormitorio de Warren Miller. Las paredes eran azul claro, y había una gran cama con una colcha blanca y una cabeza de perfil curvo, y una pequeña cómoda con un televisor encima de ella. Sobre la mesilla de noche vi un grueso billetero y unas monedas, y junto a ellas un papel doblado en el que estaba escrito el nombre de mi madre y nuestro número de teléfono.
Debajo aparecía, subrayado, el nombre de mi padre, y más abajo mi propio nombre —Joe— con una casilla al lado.
Incendios
Richard Ford
El niño recorre después el cuarto de baño y lo describe. Luego abre el armario ropero. Todo está en perfecto orden: la ropa, las fotografías y hasta el aparato que Miller usa para andar, porque es un herido de guerra.
El fragmento no es más que una descripción morosa de la habitación, el armario y la mesilla de un hombre, un exmilitar que vive solo. Pero la curiosidad del niño, la música de baile, las voces de la pareja y los objetos encontrados en la mesilla, hacen que el orden particular de la habitación de ese hombre se rompa. Esa ruptura produce que el lector viva en medio del relato como si asistiera en ese mismo momento a la escena que se está desarrollando y a los sentimientos no expresados del narrador. También el condón y la pistola —que describirá después— están señalando, sin decirlo, el tipo de persona que puede ser Warren Miller.
5.2.2. El detalle imprevisto
Otra manera de hacer ver al lector una escena es obligarle a mirarla con un punto de vista original. Como dice Ángel Zapata en su libro fundamental La práctica del relato, hacer visible es también «transmitir ese lado insospechado de los sucesos más corrientes, los objetos humildes, los gestos de todos los días».
Para que el lector fije la atención en la historia, podemos introducir un elemento imprevisto. Además de ser preciso e ir al detalle, es importante huir de lo predecible, de lo gastado. En Nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg, se describe un personaje que va a ser importante en la historia. Veamos la primera descripción:
Cenzo Rena era alto y gordo, con una cara que era todo pelos, bigotes y cejas, y luego las gafas con montura de concha.
[…]
Por las mañanas, nada más despertarse, enseguida se ponía a fumar, a beber, a comer atún en aceite y a escribir a toda prisa un rimero de cartas. Se le cayó un frasco de tinta china encima de la alfombra de su cuarto y la señora María se tomó mucho trabajo restregando aquella mancha con leche y miga de pan, pero no se quitaba, una alfombra tan bonita y echada a perder para siempre. Y Cenzo Rena la miraba mientras estaba frotando y decía que aquella mancha era como la de Lady Macbeth, que ni con todos los perfumes de Arabia juntos la podían quitar. Pero hasta Ippolito se quedó molesto por lo de la alfombra, no decía nada, pero se veía que le había fastidiado.
Nuestros ayeres
Natalia Ginzburg
En esta primera descripción, Cenzo empieza a tomar cuerpo como personaje cuando mancha la alfombra. Son esos dos detalles distintos los que le marcan y le hacen visible.
Ha pasado el tiempo y el fascismo está en el poder. Los alemanes han invadido el pueblo. Ahora Cenzo Rena es el alcalde y va a entregarse para salvar al resto del pueblo. Veamos la última descripción. Sigue habiendo una mancha, pero en este nuevo texto podemos notar su evolución a través del relato. Y si lo vemos es a través de los detalles.
Cenzo Rena seguía tocándose de vez en cuando aquel sitio de la espalda por donde le entraba el miedo a morir. Una mancha de piel muy débil y muy fría. Ahora la mancha se había ido extendiendo poco a poco, ahora casi toda la espalda la tenía débil y fría. Pero, de pronto, por la rendija del portal entornado, vio pasar la pierna del hombre sacacorchos que salía corriendo y le dijo adiós a aquella pierna feliz que escapaba. Y pensó que si había un Dios le daba las gracias por la felicidad de aquella pierna, no sabía si existía o no pero de todas maneras le daba las gracias.
Nuestros ayeres
Natalia Ginzburg
Aquí, lo impredecible, lo que nos hace fijarnos en ese personaje que ya conocemos, es esa pierna que huye mientras Cenzo Rena y Franz están a punto de morir.
Pero hay autores que van más allá. Ray Bradbury, en «Encuentro nocturno», nos muestra lo que es dar una vuelta de tuerca al manejo de lo imprevisible. El cuento se desarrolla en Marte. Tomás Gómez se detiene en una estación de gasolina y pregunta al viejo que le atiende:
—¿Le gusta Marte?
—Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina.
«Encuentro nocturno»
Ray Bradbury
Con esta introducción, Bradbury prepara al lector para que tome como normales cosas diferentes. Pero aun así, en el transcurso del cuento, consigue sorprenderle. Más adelante, Tomás se encuentra con un marciano y este es el diálogo que tiene lugar:
Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.
La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.
—¡Dios mío! —gritó Tomás, y soltó la taza.
—¡En nombre de los dioses! —dijo el marciano en su propio idioma.
—¿Viste lo que pasó? —murmuraron ambos, helados por el terror.
El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.
—¡Señor! —dijo Tomás.
—Realmente… —comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un cuchillo de su cinturón.
—¡Eh! —gritó Tomás.
—Has entendido mal. ¡Tómalo!
El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.
Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.
—¡Las estrellas! —dijo.
—¡Las estrellas! —respondió el marciano mirando a Tomás.
Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del marciano, y le brillaban como joyas en los brazos.
—¡Eres transparente! —dijo Tomás.
—¡Y tú también! —replicó el marciano retrocediendo.
Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.
El marciano se tocó la nariz y los labios.
—Yo tengo carne —murmuró—. Yo estoy vivo.
Tomás miró fijamente al filo.
—Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.
—¡No! ¡Tú!
—¡Un espectro!
—¡Un fantasma!
Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, sí, ese otro, era solo un prisma espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.
«Encuentro nocturno»
Ray Bradbury
Durante el resto del relato, los dos personajes pensarán que el fantasma es el otro. Ese mutuo extrañamiento los hará imborrables para el lector. De alguna manera, la extraña relación de los dos personajes principales de este relato nos habla del tema de la incomunicación de los seres humanos, que a pesar de verse, tocarse y hablar, a menudo son incapaces de entender lo que hay en el otro.
5.3. Lo que no decimos
Como ya hemos afirmado, en vez de explicar al lector la información que contiene el relato, siempre es mejor preguntarnos si no será posible mostrarlo con una imagen, un objeto, una acción, un detalle o algún elemento sorprendente.
Pero sabemos que las imágenes literarias tienen la capacidad no solo de representar lo visible, sino también lo que no se puede ver, la idea abstracta o la otra realidad que subyace en una imagen concreta. Lo que mueve a la fantasía son los vacíos que el texto produce, lo que el lector pone de sí mismo en un relato.
Hay otra manera, aún más sofisticada, de hacer algo visible en un cuento: el silencio. A veces un elemento también es visible cuando el autor calla. Lo que no se dice está en el relato en forma de ausencia, pero esta omisión es tan expresiva que no hace falta más.
Veamos este fragmento, en la tercera parte de Madame Bovary. Emma ha ido de viaje a Rouen con su marido y se ha reencontrado con Léon, un antiguo amor con el que nunca llegó a tener una relación física. Hablan de sus sentimientos. Esa noche, Emma le escribe una carta de despedida que piensa darle en la catedral, donde han quedado al día siguiente. Allí se encuentra con Léon, pero se arrepiente de la cita, lo ignora y se dedica a rezar y a dejarse guiar por un guardia suizo a través del monumento. Léon sale de la catedral furioso y toma un coche de punto alquilado:
—¿Adónde vamos, Señor? —preguntó el cochero.
—¡Llévenos a donde mejor le parezca! —contestó Léon, al tiempo que empujaba a Emma dentro del coche.
El pesado vehículo se puso en marcha.
Bajó por la calle Grand Pont, cruzó la plaza des Arts, el muelle Napoleón y el Pont Neuf y se paró en seco delante de la estatua de Corneille.
—¡Siga! —oyó que le decía una voz desde dentro.
El coche volvió a reemprender ruta, cuesta abajo desde el cruce La Fayette. Luego se dirigió al galope a la estación del ferrocarril.
—¡Continúe todo seguido! —oyó que le gritaba la misma voz.
Madame Bovary
Gustave Flaubert
A continuación, Flaubert hace que el coche recorra Rouen durante horas. Cada vez que el cochero se detiene, una voz colérica que sale el interior del coche de punto le apremia a que los dos caballos sigan andando, trotando o galopando. El capítulo termina así:
Y por el puerto, entre camiones y barriles, igual que por las calles, la gente abría los ojos como platos ante el espectáculo, insólito en provincias, de aquel coche de alquiler que aparecía y reaparecía una y otra vez, siempre con las cortinillas echadas, más cerrado que un sepulcro y dado tumbos como un barco.
En un determinado momento, a mediodía y en pleno campo, con el sol hiriendo de plano los viejos faros plateados, se vio aparecer por entre las cortinas de tela amarilla una mano desnuda. Se abrió y dejó caer unos pedacitos de papel roto que se diseminaron por el viento, volaron lejos y fueron a posarse, como mariposas blancas, sobre un campo de tréboles rojos en flor.
Madame Bovary
Gustave Flaubert
En ningún momento Flaubert nos cuenta lo que sucede dentro del coche. Eso sí, presenciamos con todo detalle la escena desde un punto ciego. Flaubert sugiere, calla, no explica. Pero todos sabemos que Léon y Emma durante esa carrera desaforada de los dos caballos han consumado su amor que hasta ese momento era platónico. Flaubert, como veíamos al principio del tema, se fija en los detalles pero además añade el valor metafórico que tienen los objetos que utiliza en este fragmento; y en la fuerza que tienen estos para evocar lo no dicho. Si analizamos el texto completo, podemos incluso intuir que la velocidad de los caballos se acompasa a las etapas del amor físico. Igual que sabemos que esos pequeños fragmentos de papeles blancos, que caen como mariposas sobre tréboles rojos, son esa carta no entregada: el arrepentimiento que cae sobre la pasión de ese campo teñido de rojo.