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Deseo y narración


Ángel Zapata


El arte de narrar historias es fácil en un sentido, y difícil en otro. Es difícil, puesto que la fuerza y el interés de un texto narrativo dependen en gran medida de la originalidad y la sensibilidad del autor o autora, o —lo que es lo mismo— de su capacidad para iluminar de un modo novedoso y significativo aspectos esenciales de la experiencia humana. Pero narrar historias también es fácil, en cambio, puesto que una larga tradición respalda al escritor o la escritora que empiezan, y les guía casi paso a paso en la tarea de encontrar, desarrollar y llevar a buen término un argumento de ficción.

En este sentido, hay un punto de partida para la invención de una historia que es posible extraer tanto de la teoría como del conjunto de la tradición literaria. Se trata de un dato tan básico que probablemente nos ha pasado inadvertido una vez y otra en nuestra experiencia como lectores. El dato en cuestión podríamos enunciarlo así: «Una historia gira alrededor de un deseo»… O, dicho de otra manera, «toda historia se organiza sobre el hecho de que hay un personaje que quiere algo».

Ulises quiere regresar a su patria después de la guerra de Troya. Don Quijote quiere resucitar la caballería andante. Madame Bovary quiere vivir una vida novelesca. El capitán Ahab quiere matar a la ballena blanca… «Los relatos del mundo son innumerables», dijo el crítico Roland Barthes. Pero a pesar de su variedad y su riqueza, todos ellos, todos los relatos del mundo, responden finalmente a una estructura elemental y básica del tipo: «A quiere X».


1.1. El juego del deseo


Alguien quiere algo.

Con solo esta fórmula sencillísima tenemos ya, de hecho, la clave de bóveda y la columna vertebral de cualquier posible narración.

Un sujeto desea un objeto.

Idear una historia es imaginar a un personaje atravesado por un deseo. «Quien desea convoca un destino», escribió inspiradamente el psicoanalista C. G. Jung. Quien desea pone en juego su realidad. Quien desea abre su vida a la posibilidad de una historia. Por obvio que pueda parecer a simple vista, la experiencia enseña, en cambio, que esta dimensión del deseo es el escollo con el que tropiezan la mayor parte de los relatos de los escritores y las escritoras principiantes. Puestos a la tarea de escribir, empezamos normalmente por visualizar un personaje. Imaginamos su aspecto, su carácter, sus gustos. Hablamos quizá de alguna persona de su entorno, o de varias. Llegamos, incluso, a contar algo que le sucedió un día… Sin embargo, nada de todo ello tiene todavía la naturaleza de una historia. Y —lo que es más importante aún— nada de todo ello lleva camino de interesarle al posible lector de nuestro texto como le interesaría una verdadera historia. ¿Por qué?

Acabamos de verlo: porque aún no hay juego. Porque en esa suma de datos no hay nada en juego. Porque ese personaje que hemos empezado a imaginar todavía no ha puesto en juego su realidad a través del deseo.

En efecto: solo desde que alguien quiere algo, desde que un sujeto desea un objeto, la narración se imanta, y se tensa visiblemente en dirección a un haz de posibilidades. Cuando «A» quiere «X» puede ocurrir:

a) que lo consiga,

b) que no lo consiga,

c) que lo consiga en parte, y en parte no lo consiga, y

d) que suceda algo imprevisto, que haga que deje de importar si lo consigue o no.

¿Qué ocurrirá al final? El juego está servido, qué duda cabe. Se trata, además de un juego atractivo con el que la curiosidad y el interés del lector quedan garantizados desde el principio. Y por eso son muchos los argumentos que se desarrollan sobre el paso y el deslizamiento sucesivos —por parte del protagonista— desde una posibilidad a otra.


1.2. Protagonista y situación


Una historia, pues, es la secuencia de acontecimientos que tiene lugar cuando alguien quiere algo. Todo argumento de ficción se organiza sobre lo que llamamos «el eje del deseo», y lo representamos así:


OBJETO

QUIERE


SUJETO

Con todo, como la vida humana no tiene el carácter de un acontecimiento aislado y solipsista, ocurre también que todo personaje que desea se ve envuelto en una mínima estructura significante, vinculada a la aventura que es desear. No se desea en el vacío. No deseamos completamente a solas. Deseamos con otros, e incluso contra el deseo de otros algunas veces; deseamos, en suma, inmersos en una situación… Y en este sentido, todos sabemos por propia experiencia que hay quien apoya y estimula nuestro deseo. Hay también quien nos ayuda en él. Hay, en ocasiones, una persona a quien querríamos dar aquello que deseamos. Y hay además —nunca faltan, de hecho— otras personas, circunstancias, sucesos, que se erigen como un obstáculo más o menos determinante entre nuestro deseo y el objeto al que se dirige.

Corresponde al crítico A. J. Greimas el mérito de haber detectado y formalizado la estructura en que se inserta el deseo del protagonista dentro de las obras de ficción. Este esquema se conoce en la teoría literaria como el «cuadro actancial» de Greimas, pero la jerga teórica no debe intimidarnos demasiado. En realidad se trata de algo sencillo. Organizado alrededor del eje del deseo, el esquema de Greimas es este:


DONANTEOBJETODESTINATARIO

AYUDANTESUJETOOPONENTE

Su explicación —vamos a verlo enseguida— no presenta mayores dificultades. Tal como establece el esquema, alrededor del protagonista de una historia, del sujeto que desea un objeto, se disponen siempre cuatro funciones que son: el donante, el destinatario, el ayudante y el oponente.

Si Greimas quiso llamar a estas funciones «actantes» (de ahí el nombre de «cuadro actancial»), fue para que los lugares actanciales no pudieran confundirse, sin más, con personajes. En este sentido, puede suceder que cada función coincida con un personaje —y solo con uno— dentro de una obra literaria. Pero también es posible que haya más de un personaje desempeñando una misma función; o que sea el propio protagonista el que la desempeñe, o incluso que la desempeñe un rasgo de su carácter. Y podemos encontrarnos con que un mismo personaje cambie de función, como en el caso de los aliados que se vuelven enemigos, y pasan de la función ayudante a la función oponente.

El pequeño enredo, insisto, es solo aparente. Y lo vamos a comprobar enseguida, al detallar a continuación cada una de las funciones.


1.3. Los actantes de la narración


1.3.1. El donante


El donante, como su nombre indica, es ese personaje (o grupo de personajes) que da algo al protagonista. Puede ser que el donante:


Plantee el objeto como término del deseo del sujeto (es decir: que le dé al protagonista la misión que va a poner en movimiento la historia).

Y/o que le dé igualmente al protagonista algún elemento (un arma, un talismán, etcétera) que le ayude a llevar a cabo su deseo.


En El Señor de los Anillos, por ejemplo, la función del donante la inauguran Bilbo (cuando le deja en herencia su anillo a Frodo) y también Gandalf, al encargarle a Frodo su primera misión: llevar el anillo hasta Rivendel. Pero Bilbo vuelve a ser donante más tarde (cuando le da a Frodo su malla impenetrable), como lo será posteriormente Galadriel (cuando le da el pan élfico que le permitirá alimentarse de camino a Mordor).

En las películas de James Bond hay dos donantes fijos: el director de los servicios secretos (que le confía la misión a 007) y el armero que le abastece de los extravagantes artilugios que Bond irá usando después en el transcurso de su aventura. En La guerra de las galaxias el donante por excelencia es Obi Wan, que le propone a Luke un objeto de deseo —convertirse en jedi—, y le da la instrucción necesaria para ello, además del sable láser que perteneció a su padre.


1.3.2. El destinatario


El destinatario, por su parte, es ese personaje (o grupo de personajes) al que el protagonista quiere dar el objeto de su deseo.

Por ejemplo: en La isla del tesoro, Jim quiere conseguir la parte que le corresponde del tesoro del capitán Flint para dársela a su madre, que toma así la función del destinatario.

En la novela de género policial, es frecuente que el detective quiera descubrir al personaje que ha cometido el asesinato para así satisfacer al cliente que ha contratado sus servicios, etcétera.

Esta función del destinatario suele tener un perfil muy definido tanto en la épica como en los cuentos tradicionales. En la narrativa moderna y contemporánea, en cambio, es más común que el destinatario coincida con el propio protagonista; es decir: que el sujeto desee el objeto para «dárselo» a sí mismo.


1.3.3. El ayudante


El ayudante es ese personaje (o grupo de personajes) que apoya, protege a y colabora con el protagonista en su empeño por conseguir el objeto.

Por regla general, la función del ayudante la desempeña otro ser humano o un grupo de seres humanos (pensemos en Sancho Panza, en el Watson de Sherlock Holmes o en la Comunidad del Anillo).

Sin embargo, hay otros tipos de ayudantes menos convencionales en la tradición literaria. Esta función también puede ser asumida por un ser extrahumano (Atenea protegiendo a Ulises), un animal (los compañeros de Mowgli en El libro de la selva), un objeto (la piel de zapa, que en el principio de la novela de Balzac le proporciona el éxito y la fortuna al protagonista), e incluso una parte o una cualidad del propio personaje, como las «células grises» de su cerebro, a las que constantemente se refiere el detective Hércules Poirot como a un elemento autónomo dentro de él mismo, y que le proporcionan la ayuda más valiosa en el curso de sus investigaciones.


1.3.4. El oponente


El oponente, ya por último, es ese personaje (o grupo de personajes) que hace de obstáculo al protagonista en el afán de conseguir el objeto de su deseo.

Sobra señalar que la función del oponente es básica para que la situación inicial («A quiere X») pase a convertirse en una historia. En efecto: en un texto narrativo hay historia, peripecia, recorrido argumental, solo en la medida en que algo, o alguien, obstaculiza el deseo del protagonista, en la medida en que el objeto deseado por él no es inmediatamente accesible porque alguna circunstancia, o algún personaje, le impide conseguirlo.

En la conocida tragedia de Sófocles, Antígona desea enterrar a su hermano según los ritos que prescribe la tradición, pero se lo impide el tirano Creonte, que desea castigarle —incluso después de muerto— por haberse alzado contra él.

En El Señor de los Anillos, como antes veíamos, Frodo Bolsón quiere destruir el anillo de poder que le ha sido confiado por Bilbo, pero Sauron y todos sus aliados se oponen encarnizadamente a su deseo.

En Trópico de Capricornio, de Henry Miller, el protagonista quiere convertirse en escritor, pero este deseo entra en conflicto con lo precario de su situación social, y con el utilitarismo y la grisura de la sociedad en la que vive.

El mismo deseo mueve al protagonista de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, pero, en este caso, lo que le impide a Marcel convertirse en escritor no es algo o alguien externos, sino una parte de sí mismo, un rasgo de su carácter: la invencible falta de voluntad, que no le permite dedicar el tiempo y el esfuerzo necesarios para acercarse a su objetivo.

Sin este obstáculo al cumplimiento del deseo no hay conflicto ni, por tanto, historia: a ello dedicaremos el segundo capítulo de este manual.


1.4. El placer de contar


Con lo que llevamos visto hasta ahora, podríamos tener la impresión de que la tradición literaria ha elaborado una especie de esquema, o incluso un rígido protocolo (deseo del protagonista + esquema actancial), que el escritor o la escritora que empiezan han de seguir a pies juntillas si lo que se proponen es contar una historia. Y la impresión sería falsa, porque las cosas no son así.

No son así, ya que no se trata tanto de fórmulas o de esquemas prefijados como de los modos de representar y dar sentido a la experiencia humana vigentes en cada cultura. En nuestro entorno cultural, comprendemos lo que «nos pasa», y lo que ocurre en nuestras vidas, cuando lo elaboramos como una narración. Y en esas narraciones que hacemos sobre nosotros mismos, o sobre la realidad que nos concierne, siempre hay alguien (o algo) que nos propone un objeto de deseo y/o nos da algo para conseguirlo. Alguien para quien queremos conseguir ese objeto. Alguien (o algo) que nos ayuda. Y alguien (o algo) que se opone a que lo consigamos y que nos convierte, así, en los protagonistas de una secuencia orientada y comprensible de acontecimientos.

Contar, narrar, es para todos nosotros una práctica usual, e incluso placentera la mayor parte de las veces. Es algo que ya hacemos de continuo en la vida común. Y, por eso, en la mayoría de los relatos que elaboramos espontáneamente se puede detectar el eje del deseo, el obstáculo al que nos enfrentamos, y el resto de los actantes que intervienen en nuestra aventura. Vamos a estudiarlo, de hecho, tomando como ejemplo una narración extremadamente sencilla, cercana en su textura a la experiencia corriente y al registro de lo coloquial, que extraemos del libro Crónicas de motel, de Sam Shepard.


Recuerdo cuando intentaba imitar la sonrisa de Burt Lancaster después de haberle visto con Gary Cooper en Veracruz. Durante muchos días estuve practicando en el patio de atrás. Serpenteando entre las tomateras. Riéndome con todos los dientes al desnudo. Riéndome de esa risa. Alzando el labio superior para descubrir los dientes. Después de practicar esa sonrisa durante unos cuantos días intenté utilizarla ante las chicas de la escuela. Ellas no parecían ni enterarse. Forcé mi imitación hasta que empezaron a producirse extrañas reacciones entre mis compañeros. Miraban fijamente mis dientes, y asomaba a sus ojos una expresión asustada. Ya no me acordaba de lo feos que eran mis dientes. De que uno de ellos lo tenía podrido, de color pardo, y montado encima del diente roto que estaba junto a él. De hecho, había llegado a estar convencido de que poseía una hilera de perfectos y perlados dientes, como los de Burt Lancaster. Como no quería asustar a nadie, dejé de reírme en cuanto me di cuenta de lo que pasaba. Solo lo hacía cuando estaba a solas.

Después dejé de hacerlo incluso a solas.

Volví a mi cara vacía.


Crónicas de motel

Sam Shepard


En su extrema sencillez, este microrrelato se organiza en sí mismo como una historia acabada y completa. Vemos en él, en efecto, un eje del deseo: el muchacho protagonista (sujeto) quiere conseguir la fascinante sonrisa de Burt Lancaster (objeto). Y alrededor de este eje, se organizan también los cuatro actantes de los que hemos estado hablando:


El donante es, en esta historia, Burt Lancaster, que plantea el objeto como término del deseo del sujeto, o lo que es lo mismo: le propone indirectamente una «misión»: conseguir una sonrisa como la suya.

El destinatario coincide con el propio protagonista (el muchacho desea esa sonrisa para sí mismo); aunque en cierta medida también podríamos considerar destinatarios a los compañeros de su escuela, puesto que en último término es para ellos, para conquistar su admiración, para lo que el protagonista desea el objeto.

La función del ayudante la desempeñan en este caso dos cualidades del personaje que protagoniza la historia: su audacia, que le lleva a preparar y ejecutar su pantomima delante de sus compañeros; y también su inconsciencia, que previamente le ha hecho olvidar que no tiene las cualidades necesarias para una seducción como la que pretende.

El oponente, ya por último, es también —en el texto que nos ocupa— una parte del sujeto: sus dientes dañados, que hacen imposible esa sonrisa cautivadora a la que el protagonista aspira.


Sencilla y directa, esta pequeña historia de Sam Shepard resume —y nos muestra en acción— el procedimiento de invención argumental que hemos estado exponiendo. Vemos así cómo la narración se estructura sobre un deseo. Y vemos también —y sobre todo— cómo los actantes que orbitan alrededor de este deseo del protagonista no son una sofisticación añadida desde fuera por la teoría literaria, sino los elementos dinámicos que siempre están presentes cuando se trata de convertir un discurso escrito en una narración.

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