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Lo común y el anonimato ¿El reino de lo común? Santiago, las calles y los regímenes imaginarios de propiedad

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La retracción de los grupos poblacionales a ciertas zonas resulta más compleja y preocupante que lo que una visión idealizada de la vida barrial puede proponer (Greene, Link, Mora y Figueroa, 2014), pues implica la escasez de una experiencia ordinaria de calles concebidas como espacios comunes y caracterizados por la mixtura, siendo una retracción que termina, como se verá, por constituir a la alteridad como un hecho problemático.

La debilidad de una comprensión de la calle como común es un rasgo esencial encontrado. Esta debilidad se vincula con la vigencia de una suerte de régimen de propiedad que ordena la relación con las calles y ello de manera transversal en los distintos sectores socioeconómicos. Las calles son sometidas a un trabajo constante de territorialización, aquel trabajo que transforma el espacio en territorio, esto es, “la marca social del suelo, el dispositivo que expresa la identidad del grupo, lo que una comunidad dada cree que debe defender contra las amenazas externas e internas” (Delgado, 1999: 39). Visto desde este punto de vista, Santiago es un conjunto de territorios con una compleja y con frecuencia tensa proliferación de propietarios.

La presencia de este régimen de apropiación de las calles se expresa de diversas maneras.

Por un lado, este régimen se evidencia en una actitud primaria de desconfianza que conlleva a múltiples medidas de protección respecto del afuerino, ya sean cámaras, guardias de seguridad, miradas de desaprobación o armas. Si las miradas vigilantes que detectan su extranjeridad en un barrio bohemio en una zona habitada y frecuentada por sectores acomodados impactan a uno de los miembros del equipo de investigación, él mismo proveniente de las zonas más pobres de la ciudad, los perros aparecen como el arma de la que se precia una mujer que detecta la presencia de una de las observadoras del equipo en su calle en una población al sur de Santiago.

Por otro lado, este régimen se expresa en prácticas concretas de apropiación espacial, las que se diferencian según el sector socioeconómico. En los sectores populares, estas prácticas de apropiación se revelan, como ha ocurrido históricamente, por el uso doméstico de las calles (tender la ropa o poner la piscina inflable para los niños en la vereda) (Salinas, 2006), o por la apropiación para fines laborales, como lo muestra el comercio ambulante11. En los sectores de mayores recursos se trata, al contrario, de mantener la calle fuera del registro de la domesticidad como fórmula para dejar lo que consideran su espacio como una suerte de «espacio común restringido» (a los del propio grupo). Lo que implica lo anterior es un trabajo constante de definición por parte de los individuos respecto a la propiedad de los lugares, y de una fina detección de lo que corresponde al propio grupo social y lo que corresponde a otros.

La calle es, pues, considerada (vivida) como una suerte de propiedad de los diferentes grupos sociales, pero lo esencial es que, en términos generales, esta propiedad les es siempre reconocida por los otros grupos. En este contexto, la apropiación aparece como una modalidad de construir espacios transitables para sí mismos y protegerlos. En Bellavista, dos calles paralelas son poseídas en las noches por grupos sociales distintos que, en principio y por principio, no se tocan. El mundo del «carrete» popular y el de la cultura artística y gastronómica de los sectores medios acomodados conviven en una agitación simultánea pero disciplinadamente separada, delineando el paisaje del «Bella» como lo describe una de las observadoras-informantes, una mujer que trabaja en un carrito de comida ubicado en la calle Pío Nono. Las calles de Bellavista replican la ciudad, ya que en la medida que se transita de Oriente a Poniente, dice, «va bajando el nivel de ingresos». Así, mientras está el «Bella» de la calle Constitución «de calles buenas, limpias y agradables a la vista», el «Bella» de la calle Pío Nono aloja la «diversidad» y un público más popular. De espaldas una a la otra, estas calles son dos mundos paralelos.

La lucha por el espacio y su territorialización por supuesto no se da solamente entre sectores. Ella se da incluso al interior de las propias zonas y particularmente en aquellas donde la ausencia de una definición y resguardo institucional firme termina por dejar abierta la disputa entre los diferentes actores. Como opina una feriante que habita en una de las poblaciones con mayores índices de pobreza y peligrosidad de la ciudad, las calles se perdieron en la disputa frente a la droga, de manera que ya no pueden ser usadas para la sociabilidad porque «si estái mucho en la calle afuera, te puede llegar una bala loca, poh»; o como lo muestran algunas observaciones realizadas en algunas plazas y calles de las zonas de menores recursos, existe una disputa permanente respecto del tipo de uso que se les puede dar a las mismas (entre los niños, los grupos de jóvenes o los consumidores de alcohol o drogas) y de la distribución horaria de la ocupación de los espacios. Pero esta disputa se enmarca siempre en la imagen mayor de una representación que subraya la división citadina entre los sectores ricos y pobres.

De esta manera, la experiencia de espacios comunes a toda la población urbana del Gran Santiago, y del carácter común de la calle, esto es, de espacios que se encuentren sustraídos al régimen de la propiedad individual o corporativa, es particularmente escasa. Las calles de Santiago y su tendencia a ser concebidas como sujetas a regímenes de propiedad hacen que sólo muy raramente ellas aparezcan, en el imaginario de las personas, como un bien común y de acceso y uso igualitario para todos y todas las habitantes de la ciudad.

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