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Perspectiva analítica: bases conceptuales y condicionantes históricas

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Una de las razones centrales de la significación que tiene el acontecer en la calle para la vida social es que se trata del espacio más público, o común, de entre todos los urbanos, cuestión en la que coinciden diferentes autores (Hénaff, 2016; Jacobs, 2011; Delgado, 2007; Lefebvre, 2003; Weber, 1964). Si la calle es una fuente privilegiada de experiencias sobre lo que es la vida social, la convivencia y la sociedad misma, es necesario subrayar todavía más precisamente que lo es porque ella constituye el corazón de nuestra experiencia de lo público. Desde su concepción abstracta y normativa, ella es concebida, en el marco de sociedades modernas y urbanas con pretensiones igualitarias, a partir, al menos, de tres grandes rasgos.

Primero, como un bien común. En esta medida ella es capaz de acoger una alta magnitud de diversidad, un conjunto de copresencias que se despliegan en este espacio, o deberían hacerlo, en condiciones similares de uso y disfrute. El espacio común, como lo ha llamado Hénaff en su discusión contra la noción de espacio público y cuya expresión emblemática sería la calle, no estaría simplemente entre los términos público y privado sino que constituiría una esfera particular. Un mundo común de costumbres, cortesías, prácticas interrelacionales, de encuentros aleatorios u organizados (Hénaff, 2016: 84), el que se caracterizaría por una ausencia de regímenes de propiedad reales o imaginados (Delgado, 2007).

Segundo. Como ha sido señalado muy tempranamente en el debate, la calle, en cuanto parte del espacio público o común, ha tendido a incluir la cuestión del anonimato, como lo muestran bien, por ejemplo, los canónicos textos de Walter Benjamin. Esto supone, de un lado, que ella es el lugar en donde cada cual es arrancado de su grupo moral (la casa – la familia) y es arrojado a los «códigos impersonales del tránsito, del municipio y del Estado» (DaMatta, 2002: 129), pero, también, que es un espacio en donde el establecimiento del contacto con los otros es, al menos idealmente, voluntario (Simmel, 2001; Weber, 1964). Ella implica interacciones entre personas que no necesariamente tienen una relación cercana de conocimiento y filiación. Es un lugar privilegiado para el encuentro y la experiencia de la alteridad y, por lo tanto, implica prácticas y fórmulas de protección del derecho al anonimato (Stavrides, 2016; Delgado, 2007; Goffman, 1979).

Tercero, y en virtud de lo anterior, ella sería el espacio de despliegue más importante de la condición de igualdad de los miembros de una comunidad. Este es un aspecto que han desarrollado especialmente aquellos que han hecho uso de la noción de espacio público, como Habermas, quienes en descendencia directa de la tradición griega han concebido las calles, metafóricamente, como lugares de reunión, medios de comunicación o formas de asociación a través de las cuales actores sociales, individuales o colectivos ejercen su racionalidad deliberativa ilustrada o defienden sus derechos.

Es precisamente partiendo de estas consideraciones teóricas que nos proponemos en lo que sigue reflexionar sobre la calle en Santiago hoy, concentrándonos en este capítulo en los dos primeros rasgos, lo común y el anonimato, para luego, en el siguiente capítulo, abordar el tercer rasgo, la igualdad. Ahora bien, dado que la calle no puede ser pensada fuera de los contornos de la ciudad y los habitantes en la que se inscribe, y esa ciudad y habitantes no pueden, a su vez, ser entendidos fuera de los efectos que en ellos producen los procesos sociohistóricos de tipo estructural, nos detendremos en estos aspectos en el apartado siguiente.

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