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La calle

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En su apasionado y vigoroso libro Muerte y Vida de las grandes ciudades (Jacobs, 2011), Jane Jacobs sostenía que las calles eran los órganos más vitales de una ciudad. Jacobs entiende que las calles no son sitios como tampoco extensiones, sino que en ellas se despliega un orden completo que se compone de movimiento y cambio, un ballet tan afinado como milagroso dado su carácter improvisado. Las calles ejecutan funciones, pues en ellas se despliegan lógicas de apropiación, modalidades de empleo, reglas de interacción, principios morales. Pero además, y esto es esencial, las calles, señalaba la autora, cumplen su papel de savia porque ellas son espacios de intercambio; porque son el escenario de la mixtura que está en la base de la vitalidad de la existencia urbana; porque son espacios para los aprendizajes de la civilidad y responsabilidad colectiva así como para la construcción de las confianzas en la distancia; y porque, en definitiva, son fuente de los lazos que permiten mantener cuidados y seguros a sus habitantes. Por supuesto, aunque la capacidad de cumplir todas estas tareas está en ellas potencialmente, no cualquier calle es capaz de encarnar estas bondades. Existen calles que cuidan y calles que amenazan; calles habitadas y calles desertificadas; calles que repelen y calles que acogen. Pero, sea cual fuere el caso y más allá de las diferencias, lo esencial para nuestro argumento es que las calles son siempre extremadamente ricas fuentes experienciales formativas de la vida social. La calle es un escenario privilegiado de nuestra vida cotidiana y ordinaria, y nuestra vida cotidiana es un surtidor de experiencias sumamente importante para entender lo social, como diversos autores lo han subrayado desde posiciones teóricas muy diferentes (Goffman, 2001; Schutz y Luckmann, 2003).

La calle, más allá de las modalidades y razones por las cuales se las transite o habite temporalmente (para actividades necesarias, opcionales, individuales o colectivas), permite satisfacer una necesidad básica y fundadora de la vida social, que es la necesidad de contacto de los seres humanos (Gehl, 1987), la que está en la base de la disposición de las personas a responder a las exigencias que les pone la sociabilidad (Goffman, 2007). En ella se condensa esa dimensión de la sociabilidad que, como ha discutido tempranamente Simmel, tiene su motor en la experiencia de placer y satisfacción primaria que de ella se extrae (Simmel, 1949). Es decir, en primer lugar la calle contiene una –aunque muchas veces irracional y pocas veces aprehensible no por ello menos perceptible– significación libidinal. Es la experiencia del placer contenido en sentarse en una banca en el parque en un día luminoso y cálido para ver pasar a las personas, aquel de detenerse ante unos cómicos callejeros, o, más simplemente, el de caminar entre otros absorbiendo la energía de la ciudad… y, claro, también su reverso.

En la calle, de otro lado, la ciudad se manifiesta y la vida social se expresa en su complejidad y en su corporalidad. Desde esta vertiente expresiva, la calle cumple funciones diversas, no sólo de esparcimiento sino también informativas y simbólicas (Lefebvre, 2003). En ella se hacen visibles los límites, las prohibiciones, las constricciones, al mismo tiempo que se despliegan prácticas singulares y plurales, ilegítimas y prolíficas (Certeau, 2000). En la calle se expresan, por poner sólo algunos ejemplos, las concepciones de lo bello o de lo solemne que priman en sus habitantes; las maneras en que se consideran unos a otros, si tienden puentes que los unan o murallas que los separen, o si aman los interiores o gozan de los exteriores; la repartición de los privilegios en esa sociedad.

Pero esa capacidad expresiva no conduce, ni debe conducir, a una visión estática de la calle. Lejos de ser un ente cristalizado, la calle es, en tercer lugar, laboratorio y fábrica de lo social. Este carácter se explica no sólo por su condición de flujo o su cualidad emergente, sino además porque en tanto espacio social ella no puede ser entendida sino como el resultado de un trabajo constante de producción. En cuanto espacio social, en ella se conjugan, como lo ha indicado con precisión Lefebvre (2013), representaciones del espacio (un saber constituido mezcla de conocimiento e ideología a partir del cual se imagina e interviene el espacio), espacios de representación (allí donde prima lo vivido, la pasión, la acción, la dimensión cualitativa, dinámica y fluida) y prácticas del espacio. La calle es el espacio privilegiado del encuentro con los otros y del despliegue de las interacciones que son constitutivas de la vida social. En breve, la calle es probablemente uno de los escenarios más ricos en los que ante nuestros ojos se desarrolla el espectáculo de lo social en operación. O, para tomar la feliz formulación de Delgado, allí donde nos es dado percibir y experimentar a «la máquina societaria sorprendida, de pronto, con las manos en la masa» (en Jacobs, 2011: 21).

De este modo, gracias a su significación libidinal, a su capacidad expresiva y a su carácter de fábrica y laboratorio de lo social, la calle, surtidora incansable de experiencias sociales, es probablemente uno de los espacios, sino el espacio más destacado de generación de saber sobre lo social y sobre la vida en común. Es una fuente de extraordinaria riqueza de aquel saber que interviene de manera decidida en los modos que toma nuestro «habitar lo social» (Araujo, 2009a).

Pero esta importancia se redobla si se tiene en cuenta que la calle está vinculada con la expectativa de ser el escenario privilegiado del mundo público. Si es cierto que lo privado y lo íntimo son tan sociales como la calle, pues ellos están tan impregnados de sus lógicas como ella, lo cierto es que en la imaginería individual y colectiva de nuestros tiempos la calle aún continúa siendo el epítome de la vida social. Lo es ya sea porque es el espacio de encuentro con los extraños, porque es concebida como un bien común, porque sus usos se reglamentan de forma diferencial respecto de aquellos que rigen los privados, o porque su densidad de acontecimientos y presencias resuena con la complejidad que se atribuye a la idea de sociedad. Sea cual fuere la razón, lo cierto es que la calle constituye un espacio que de manera privilegiada sirve como analogía de la vida social en su conjunto.

Todo lo anterior hace de la calle el espacio más común de los espacios comunes, un escenario especialmente destacado para el análisis de la sociedad.

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