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Santiago: la ciudad y sus habitantes
ОглавлениеLos estudios sobre la ciudad de Santiago han subrayado tres grandes procesos que se han acentuado de manera importante en las últimas décadas y que afectan su morfología y sus dinámicas: dispersión, fragmentación y segregación7. La dispersión de la ciudad, el crecimiento centrífugo del hábitat respecto del núcleo de la ciudad, no sólo implica un uso desmesurado e ineficiente del suelo (Heinrichs, Nuissl y Rodríguez, 2009), sino que plantea preguntas respecto a la viabilidad urbana. Al mismo tiempo interviene en las exigencias que los habitantes deben enfrentar en términos de movilidad, conexión e integración, ya sea en las modalidades propias de los sectores de mayores recursos o de los de menores recursos, o, para hacer una paráfrasis, propias del modo precariópolis o privatópolis (Hidalgo et al., 2008).
La fragmentación, la tendencia a constituirse a partir de fragmentos relativamente autónomos y espacialmente aislados, ha fortalecido las distancias entre grupos, generando especies de universos paralelos; ha producido obstáculos a la unificación del espacio urbano y se ha vinculado, además, con la potencia que cobran los especialmente erosivos procesos de segregación residencial (Jirón y Mansilla, 2014).
La segregación residencial, la tendencia de un grupo a agruparse en ciertas áreas generando zonas tendencialmente, pero no necesariamente, homogéneas poblacionalmente, se manifiesta en dos modalidades, con una tendencia al retroceso de la primera y un aumento de la segunda. La primera, una segregación residencial en una escala espacial grande, distinguida por una concentración de la población más rica en unas cuantas comunas al Oriente de la ciudad, y de la más pobre en zonas periféricas. La segunda, una segregación en escala espacial reducida, que indica la presencia de unidades residenciales de clases más pudientes cerca de zonas de residencia más pobres, especialmente impulsada por la construcción de las llamadas gated communities (Sabatini y Cáceres, ٢٠٠٤). Se han ido generando así crecientes incrustaciones de áreas de riqueza en zonas pobres, las que se incorporan en estos espacios desde una estricta clausura respecto a su entorno, protegidas de éste por muros u otros sistemas de seguridad, un proceso que ha sido leído como expresión de la pervivencia (y reverdecimiento en Santiago) de una larga tradición en la ciudad latinoamericana (Borsdorf, 2004). A pesar de que algunos han tendido a sostener que esta segregación podría ser considerada como moderada y más bien estable (Rodríguez, 2001), la tendencia ha sido a considerar, en general, que el desarrollo de Santiago comporta riesgos importantes y es caldo de cultivo de fenómenos preocupantes, dados los efectos perniciosos para la integración social en la ciudad y la calidad de vida, visibles, por ejemplo, en las altas exigencias de traslado y escasas o difíciles opciones de movilidad para los sectores más pobres de la sociedad. Se trata, en efecto, de una concentración poblacional según la condición socioeconómica, lo que agrava las pérdidas de oportunidades laborales en las poblaciones más pobres, aumenta la informalidad, los problemas de seguridad ciudadana, y el acceso y disfrute de infraestructura adecuada (Sabatini y Wormald, 2005).
Los perfiles que ha tomado Santiago en las últimas décadas han sido vinculados con la instalación del neoliberalismo, un conjunto de medidas económicas (privatizaciones, liberalización económica, desregulación, subsidiariedad del Estado, apertura a la competencia internacional, flexibilidad laboral, entre otras) que se transformaron gradualmente en un modelo. Como ha sido ampliamente discutido, en virtud de las dinámicas, concepciones y relaciones de poder producidas por este modelo, las intervenciones sobre el espacio urbano, un espacio de acción concedido a iniciativas privadas como también estatales, se han realizado a partir de una perspectiva que privilegia el valor de cambio sobre el valor de uso. Santiago aparece, desde aquí, como un espacio sometido, para tomar las nociones acuñadas por Harvey desde su particular punto de vista marxista, por un «nuevo imperialismo», cuyo mecanismo más penetrante es el de la «acumulación por desposesión» (Harvey, 2004). Lo anterior en el marco de una globalización que por medio de la constitución de las ciudades como competidoras de recursos, la alianza convergente entre capital financiero y capital inmobiliario (De Mattos, 2007), y la aquiescencia del Estado respecto a estas lógicas (Hidalgo, 2007) ha conducido al debilitamiento de la planificación normativa y a la desregulación progresiva de la gestión urbana, en favor de una cada vez mayor preeminencia del mercado para la definición de los usos del suelo y otras decisiones urbanas (De Mattos, 2004).
Pero la ciudad no es la calle. Y si una perspectiva principalmente económica puede ser quizás y eventualmente suficiente para explicar las transformaciones de la ciudad, acercarse a la calle, en cuanto dimensión urbana constituida por el conjunto de relaciones, interacciones y flujos que en ella se despliegan, requiere una mirada un poco más detallada sobre la condición histórica actual en Chile. La calle, que es la exponente más destacada de la urbs y de la polis, no puede ser comprendida aislada de los sujetos que la habitan y de la trama dramática que los atraviesa a ellos y sus relaciones. Ellos son el material del que está hecha; ella es el continente orgánico (transformable, maleable) donde ellos se despliegan.
En los últimos años los resultados de investigación en ciencias sociales han puesto en relieve que el neoliberalismo, más allá de un mero modelo económico, debe considerarse como un proyecto societal con ambición fundacional que impulsó una nueva matriz sociopolítica (Garretón, 2012). Éste impactó en las formas que adquirieron los desafíos estructurales de la vida social, al mismo tiempo que promovió, sin alcanzarlo plenamente, la producción de nuevos tipos de individuos en consonancia con la imagen de una sociedad perfectamente móvil y competitiva de propietarios y consumidores, sostenidos en el propio esfuerzo y responsabilidad (Araujo y Martuccelli, 2012; Moulian, 1998).
En segundo lugar, lo que este debate muestra es que si es cierto que el neoliberalismo es un factor relevante para entender la condición histórica de la sociedad chilena actual, y por tanto de la ciudad y en última instancia de sus calles, no es el único que ha obrado. En efecto, no puede considerarse en absoluto que el modelo neoliberal se haya cristalizado en la sociedad chilena8 y ello en buena medida porque no ha sido el único proceso de índole estructural en ella. Junto con este proceso, el empuje a la democratización de las relaciones sociales ha participado en darles forma a las relaciones y la vida social. Un proceso que se asocia, como ha sido desarrollado no sólo para Chile sino para la región, con procesos de ciudadanización a gran escala, lo que puede considerarse como un nuevo momento de la igualdad como oferta ideal social, y con la entronización del derecho como principio normativo en las últimas décadas (Domingues, 2009; Vargas, 2008). El empuje a la democratización de las relaciones sociales ha tenido efectos relevantes en las instituciones, principios normativos ideales y expectativas en las personas respecto de lo que deben recibir y en particular del trato que deben aceptar en las interacciones con las instituciones y los otros, aunque sus prácticas no necesariamente sean consonantes con ello. De manera central, como resultado de esta transformación de las expectativas relacionales, se han puesto en cuestión los principios y las dinámicas de la convivencia que gobernaron, y aún gobiernan, a una sociedad caracterizada, históricamente, por su carácter jerárquico y verticalista, protectora de privilegios naturalizados en razón de pertenencia de clase, principalmente, y con una estrategia autoritaria y tutelar en la relación entre sus instituciones principales y los individuos9. Con ello se ha dado inicio a un proceso, aún inacabado y de incierto destino, de recomposición de los principios y lógicas que gobiernan las relaciones sociales, y, de manera específica, la convivencia (Araujo, 2013).
Son varios los efectos concretos sobre los principios de la convivencia de estos dos empujes, democratizante y neoliberal. Dos direcciones en estos cambios aparecen como especialmente relevantes para nuestro argumento. Por un lado nos encontramos frente al surgimiento de fuertes y nuevas expectativas respecto a los principios que deben ordenar las prácticas de convivencia10. Ha surgido la expectativa de ser tratados de manera horizontal en las interacciones cotidianas; el mérito ha adquirido una importancia singular como criterio de justicia; se han reducido notablemente los umbrales de tolerancia a los abusos y a la discriminación; se han modificado las exigencias para el ejercicio de la autoridad con un aumentado rechazo a las formas autoritarias y mecanismos de tutela; ha crecido el rechazo a los privilegios, entre las más importantes, aunque es oportuno recalcar que estas criticadas prácticas no han desaparecido y continúan siendo consideradas por muchos como formas válidas de conducirse en la vida social (Araujo, 2016b y 2009a).
Por otro lado, nos encontramos con nuevos individuos y nuevas estrategias para enfrentar lo social. Ya sea por los profundos procesos de privatización de la salud, educación y pensiones, por la pérdida de protecciones laborales o por los efectos de fragilización de las posiciones sociales y su creciente inconsistencia, entre otros factores, en las últimas décadas la vida social ha exigido de las personas el desarrollo de la iniciativa personal y del despliegue de un conjunto de estrategias múltiples y, en términos generales, individuales. Como resultado, una nueva y fortalecida imagen de sí y una aumentada confianza en las habilidades propias y el esfuerzo aparecen en las personas, lo que, al mismo tiempo, se acompaña de una mayor desconfianza y distancia de las instituciones (Araujo y Martuccelli, 2014).
Es, pues, este conjunto de procesos lo que entrama la calle de Santiago. Un conjunto formado por una ciudad que no cesa de dispersarse, fragmentarse y estar afectada por procesos de segregación residencial, de individuos con una aumentada confianza en sí y mayor desconfianza de los otros, de la emergencia de nuevas exigencias relacionales y de una sociedad donde los principios de ordenamiento de la convivencia se encuentran en recomposición.
¿Cómo se encarna esta encrucijada y qué significa para pensar la calle en Santiago?