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“Al principio no está el origen…” (38)

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“Al principio está el lugar”, afirma Lacan, haciendo resonar las palabras del Génesis y advirtiendo, por medio de esta precisión, sobre la necesidad de apoyarse en la topología a fin de no derrapar cuando examinamos el campo de la subjetividad, el “misterio de la encarnación” del ser en la palabra. Habitualmente se cubre por el orden de la sucesión, aunque nada explica “el hecho de la individuación, el hecho de que un ser sale de un ser”; la procreación en su raíz esencial, “que un ser nazca de otro, escapa a la trama simbólica”. (39) La criatura no engendra la criatura, es por lo tanto impensable sin un acto de creación, en el que se reconozca algo nuevo, una ruptura que distingue como tal un acontecimiento –la posibilidad de enunciar “yo”– de una mera emergencia.

Así nos lo enseña Freud al estudiar el juego creado por su nieto de dieciocho meses: el niño no presentaba un precoz desarrollo intelectual, mantenía excelentes relaciones con sus padres y era muy elogiado por su juicioso carácter. A pesar de estar estrechamente vinculado a su madre no lloraba nunca cuando ella se ausentaba por varias horas. En soledad, el chiquillo encontraba vivo placer en arrojar sus juguetes lejos, acompañando esta ejecución con la emisión de un “agudo y largo sonido” o-o-o-o-o. Según pudieron deducir el abuelo y la madre, se trataba del significante Fort (fuera): El niño jugaba con ellos a estar fuera. (40)

Situado en su cuna, arrojaba con gran habilidad un carrete de madera por encima de la barandilla, haciéndolo desaparecer detrás del forro de tela que cubría los barrotes mientras profería su “significativo o-o-o-o”. Después, tirando de la cuerda, provocaba su reaparición mientras expresaba un alegre ¡Da! (aquí). Freud califica esta gozosa actividad como “la más importante función de la cultura”. El juego completo tenía dos partes: desaparición y reaparición, que el niño no completaba casi nunca, repetía incansablemente la primera fase, siendo que el mayor placer debería estar ligado al segundo acto, de acuerdo con el primado del principio del placer. La conquista cultural se vincula pues a “la renuncia a la satisfacción de la pulsión”, el juego inventado por el niño es por lo tanto consecuencia de una decisión, que Lacan califica de “insondable”, comporta el consentimiento al goce de la palabra, a esa “segunda” vida en la palabra que surge en soledad; cuando su madre no está presente emite sus primeros fonemas que constituyen una primera simbolización de la presencia y ausencia del Otro. El niño no repite el momento del hallazgo del objeto sino, fundamentalmente, el de la pérdida y por eso Freud encuentra allí la acción de Otra cosa que da razón de su título “Más allá del principio del placer”. En ese momento constitutivo de su existencia y que repite “activamente”, una y otra vez, se destaca el valor positivo que adquiere la falta para el ser hablante y que Lacan homologa al deseo.

Un día el pequeño recibió a la madre con las palabras “Nene o-o-o-o”, al principio incomprensibles. Luego pudo averiguar que durante el largo tiempo que había permanecido solo el niño encontró un medio de hacerse desaparecer a sí mismo. Descubierta su imagen en el espejo –que llegaba casi hasta el suelo–, se había agachado hasta conseguir que su reflejo desapareciera ante sus ojos: jugaba a “quedarse fuera”. (41)

Una criatura ha surgido como “respuesta de lo real” presentificado por la ausencia del Otro; en ese “jubiloso” acto el pequeño acepta su condición de hijo del lenguaje, en cuyo mar ha elegido dos fonemas que dan lugar al “encantamiento del mundo” porque en ese juego consiente en separarse de algo que bien puede identificarse a un trozo de su cuerpo, una parte de sí mismo para siempre perdida, en una experiencia del “quedarse afuera” que abre las puertas al lazo social, donde es preciso aceptar permanecer en silencio para que otro pueda hablar, respetar los turnos en los juegos, etc.

Esta primera “conquista cultural” nos enseña que la función de la familia en cuanto a “la transmisión de un deseo no anónimo” radica en favorecer que el nacimiento de una subjetividad pueda articularse con el deseo del Otro encarnado en sus padres a partir del reconocimiento de un rasgo de distinción del pequeño; la pregunta por el origen se anuda, por lo tanto, al lugar que ocupará cada uno en la familia y luego en la multitud ¿cómo llegamos a diferenciarnos unos de otros? ¿cómo anudar nuestra singularidad con una experiencia colectiva?

En su curso El lugar y el lazo Jacques-Alain Miller ofrece una orientación muy precisa para reconocer algunos de los malestares que afligen a las familias cuando nos enseña la diferencia entre “sitio” y “lugar”. El sitio está ligado a un elemento que se inscribe en determinada posición, como, por ejemplo, una carrera de caballos. El lugar comporta una referencia más amplia, es el conjunto donde se articulan los diferentes sitios. El sitio puede vincularse a la sucesión (primero, segundo, tercero, etc.) de manera tranquila, aunque también puede llegar a tratarse de forma violenta y disputarse; amén de que alguien puede ser excluido de su sitio, del que le corresponde. (42) De allí la importancia de resguardar los diferentes sitios para promover una convivencia pacífica, es esa multiplicidad la que protege el lazo, es decir, el discurso. Si éste sólo promueve la identificación común, la homogeneización, la segregación será inevitable. Desde este punto de vista la responsabilidad esencial de una familia cualquiera sea su conformación es “hacer hueco”, que en nuestra lengua equivale a “hacer lugar” al nuevo ser, a un deseo inédito, convirtiéndose en una dura prueba cuando el recién llegado pone en jaque los ideales.

Nuevas formas del malestar en la cultura

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