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El enigma de la sexualidad

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Como decíamos anteriormente y siempre siguiendo a Freud, el misterio de la sexualidad no se despierta en la infancia sino como una derivación de la pregunta por el origen del ser, cuya conmoción convoca una respuesta singular que se traduce en consentimiento o rechazo a la dimensión de la palabra (47), justamente allí donde “ese ser es absolutamente inaprensible”. Un ser cuya existencia depende del Otro, es “un ser sin ser”, está obligado a pasar por el símbolo para sostenerse afirma Lacan; de ahí que cuando nos topamos con el vacío de respuesta, éste pueda duplicarse y distinguirse y él nos enseña a hacerlo al escribirlo así: ser-para-la-muerte y el ser-para-el-sexo, ambos “anudándose en el misterio”.

Porque, aunque son marcas impresas en el registro de nacimiento, es en el curso de la existencia donde se jugará la partida, como indica la preposición “para”, sugiriendo una indeterminación remitida al futuro, pero, a la vez, una imposición que actualmente, y en el caso del sexo, puede ser impugnada, como es el caso de transexuales, transgénero e intersexuales. “¿Quién puede saber? ¿Por qué ha de estar escrito lo que ha de ser?” clama la madre de Sasha en el conmovedor documental francés La petite fille, dirigido por Sebastien Lifshitz. Nadie puede decirlo, y así lo demuestra el discurso analítico: entre la vida y la muerte del ser hablante interviene “esa relación perturbada con el propio cuerpo que se denomina goce” (48) y en cuya intrusión enigmática se destaca lo más singular de cada uno, experimentado como una necesidad del ser en el discurso, que va más allá de la biología.

Recientemente se ha conseguido en algunos países demorar la inscripción del sexo en favor de las personas nacidas con una ambigüedad corporal (49) evitando así la apropiación de una decisión que hasta hace poco tiempo quedaba en manos del médico y los padres. El excelente documental franco-suizo Ni d’Ève ni d’Adam, une histoire intersexe, realizado por Floriane Devigne –dedicado a tratar el otrora tema tabú del ser hermafrodita o andrógino y actualmente denominado “intersexual”– consigue tejer un engarce muy delicado entre la dimensión política de la lucha que protagonizan estas personas por sus derechos y la diversidad de las historias subjetivas en lo relativo a la aprehensión de su cuerpo, desde quien reconoce sufrir por tal motivo un trauma imperecedero hasta quien nunca lo vivió como una tragedia.

Diferente es el caso de la transexualidad, catalogado por el DSM en los años 80 como un trastorno mental definido como “disforia de género” y que, en los últimos años, gracias a la lucha de este colectivo, se está consiguiendo desvincular del paradigma médico, como lo explica Miquel Missé, entendiendo que, siendo efecto de la transfobia, “la patologización de la transexualidad fomenta el estigma hacia estas personas y atenta contra los derechos fundamentales del individuo (el derecho a la libre expresión de género principalmente…)” (50)

El enigma de la sexualidad en la infancia se reformula actualmente en forma de misterio transgénero a partir de los niños y niñas que declaran una identidad en desacuerdo con su anatomía, como el caso antes mencionado de Sasha, quien así se lo hizo saber a su madre a los tres años. (51) Esta novedad inaugura un campo de investigación de la clínica de la infancia, porque si bien el psicoanálisis descubrió la importancia de las identificaciones en la formación de la subjetividad –y siempre teniendo en cuenta que no somos islas, que “no hay sujeto sin Otro”, según reza el axioma lacaniano (52)–, tal impronta demostraba estar vinculada al orden simbólico, por ejemplo, en la peculiaridad del deseo histérico se podía captar el eco de su íntima pregunta ¿soy hombre o mujer? inserta en la matriz infantil del fantasma edípico y signo de su división subjetiva.

Si nos interesamos por la diferencia entre niña y niño, comprobamos que, desde una tierna edad, y es algo que no deja de maravillarnos, es posible distinguirlos dice Lacan. Los seres humanos existen como sexuados no en tanto esencias sino en un nivel “tenue”, y precisa: “…es tenue en espesor, pero en superficie mucho mayor que entre los animales, en quienes cuando no están en celo no se distinguen el niño y la niña. Los cachorros de león, por ejemplo, se parecen totalmente en su comportamiento. No ustedes, debido precisamente a que se sexúan como significantes”. (53) En la medida en que se produce “una inmixión del adulto en el niño” según Miller, surge una anticipación en sus comportamientos de aquello que en los adultos designamos como hombre o mujer y cuya diferencia se establece a partir del semblante, (54) en el modo de presentarse al mundo. Como bien señala Daniel Roy, es un hecho que el niño será distinguido y va a distinguirse como chica o chico en función del semblante constituido de la edad adulta, pero que responde a otra lógica y a otra economía de goce que aquella que prevalece en la infancia. (55)

En la vida adulta, “para acceder al otro sexo hay que pagar el precio de la pequeña diferencia [simbólica] que pasa engañosamente a lo real a través del órgano” (56), como efecto del significante impar –el falo– que distingue presencia y ausencia. (57) Lacan lo califica de “error común” o “natural” del ser hablante por el cual el órgano deja de ser tomado por tal y, en el mismo movimiento, revela lo que significa ser órgano, como bien indica la etimología, organon: instrumento; porque un órgano no es instrumento más que por mediación del significante.

Ahora bien, ese “error natural” inducido por el lenguaje es el replicado por los niños y niñas que se reinvindican transgénero. Ellos reclaman una verdad sobre su ser que la anatomía no dice y que el sujeto encarna desde la convicción de “haber nacido en un cuerpo equivocado”. Bernard Lecoeur desarrolla en profundidad este tema en su conferencia “Nacer en el buen cuerpo” (58) a partir de la pregunta ¿qué significa estar alojado en un error? ¿cómo pueden el ser y el cuerpo estar en buen entendimiento?

Estas cuestiones convocan un planteamiento ético debido a la lógica de la exclusión en la que se enmarca la desarmonía, que juzga la repartición sexual inadecuada y actualiza los enigmas existenciales: ¿tengo derecho a vivir? El documental sobre el recorrido de la pequeña Sacha expone claramente este trasfondo.

Porque, ¿qué quiere decir ser chico o chica? ¿qué quiere decir querer serlo? No se trata en este caso de una división que pudiera vincularse a una elección inconsciente, una alternativa del ser, sino de una disyunción entre el ser y el cuerpo, a raíz de un fatum insoportable que impulsa la voluntad de remediarlo. En el caso de Sacha es claro, ser una chica es querer vestirse como tal, jugar a las muñecas, estudiar danza y bailar junto a las demás niñas, es decir, presentarse a los demás según los cánones de la “mascarada femenina” (59).

En el caso de Michel, el personaje de la película Tomboy dirigida por Céline Schiamma, se destaca la relevancia de la “parada viril”: aprovechando la mudanza de su familia a otra ciudad se atreve a presentarse con nombre de chico a una vecina que cae bajo sus encantos. Poco a poco va arriesgándose a mostrar un semblante más varonil, aunque ocultando su carencia, llega incluso a fabricarse un pene con plastilina para acceder a bañarse con su pandilla.

A sus diez años, próximo a la entrada en la pubertad –“la más delicada de las transiciones”–, una época en que se interroga de manera particular la presencia del Otro (encarnado, en este caso, en la figura de la madre), y a raíz de un altercado con sus pares, llega a desenmascararse para ella el alcance de lo que hasta el momento no parecía tener ninguna relevancia, a pesar de que el comportamiento de Michel mostraba un marcado contraste con el semblante femenino de su hermana pequeña y, antes, era admitido sin más en la familia.

Lacan introduce el concepto de “sexuación” del ser hablante para acentuar su carácter de una elección. Evidentemente, no se trata de una deliberación consciente sino de una posición subjetiva que subraya al decir que, en lo relativo al sexo, el sujeto “se autoriza de sí mismo… y de algunos otros”. A este respecto es notable la incidencia que ejercen los testimonios y experiencias que circulan en el mundo virtual y su impacto en las identificaciones imaginarias; el saber que antes se suponía y se buscaba con la mediación de los adultos está, gracias a Internet, a disposición de niños y adolescentes, lo tienen “en el bolsillo” afirma Miller (60).

Lecoeur refiere el caso de Sade, una chica de quince años que se consideraba lesbiana hasta descubrir la disforia de género en una web y llegar a captar que lo suyo era más complicado, “fue como un segundo nacimiento”, explicaba, “sobre todo porque no estaba sola”. Antes de iniciar su tratamiento mantuvo unas entrevistas con un psicólogo, pero sin convicción, alegando que ella no padece ningún problema mental, sabe quién es y también lo que es. “Esta certeza es validada por el discurso. Lo cual comporta el riesgo de clausurar el espacio donde el sujeto pueda interrogar el enigma del sexo de una manera distinta que a partir de las figuras impuestas del género”. (61)

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