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¿Otras capacidades? «Si te caes, te levantas»

Hay cosas que sólo comprendemos los que corremos largas distancias.

De qué hablo cuando hablo de correr

HARUKI MURAKAMI

2.1. Algunas consecuencias de dos órdenes ejemplares

Hace muchos años, cuando aún no había comenzado la escuela primaria, el traumatólogo me dijo dos cosas.

–No te pares.

–Si te caes, te levantas.

Pertenecía a la vieja casta de traumatólogos que no se contentaba con mirar el miembro dañado del «paciente», manos en la espalda, sino que intervenía siempre palpando, leyendo con sus diestras manos, y que se tomaba muy en serio la actividad física, el movimiento y el deporte como formas de terapia.

Ambas órdenes, breves, cortantes, contundentes puntas de iceberg –así las escuché y puede que así las hubiera escuchado cualquiera–, se convirtieron en incuestionables ejes vertebradores de lo que se tenía que hacer y de lo que no se tenía que hacer.

Ése era el mensaje literal. Yo literalmente lo escuché, literalmente lo apliqué y literalmente me lo conté. Me lo conté tantas veces que acabó por convertirse en texto y piel diarios, en un modo de hacer. Una manera de ser.

Aunque puede que el mensaje del médico cayera en un terreno ya abonado, porque, si la memoria no me falla, pronto supe, o intuí, una verdad evidente: que había más de un modo de hacer las cosas para alcanzar los objetivos. El asunto para los pequeños trasiegos de la vida diaria era proponerse lo que fuera y buscar los modos, en plural, de obtenerlo, aunque para ello fuera preciso dar un gran rodeo, recurrir en definitiva a las otras capacidades que no queda más remedio que desarrollar para compensar lo que falta. De manera que el no te pares ya lo venía practicando mucho antes de saber que aquello tenía un nombre.

Lo que no podía hacer por mi cuenta era levantarme, porque para eso me tenía que haber caído antes, y sólo se caen quienes están de pie. Yo no andaba. Había perdido la marcha. Por eso, cuando la recobré con toda clase de añadidos ortopédicos, el si te caes, te levantas supuso colocar sobre mis hombros la responsabilidad de las decisiones, lo que básicamente tenía dos consecuencias. La primera, que tenía que hacer las cosas como todo el mundo, aunque para ello tuviera que dar los rodeos que fueran. La segunda, que las caídas siempre tienen un después. Sin yo saberlo, colocaba entre mis manos un bien de un valor incalculable que me iba a permitir funcionar de un modo independiente, sin buscar ayuda ajena, o sólo la estrictamente necesaria. Me estaba dando las claves de la autorregulación. Uno de los instrumentos insoslayables para el aprendizaje de lo importante.

Y así, aquellas órdenes, básicas para la supervivencia de un niño, se convirtieron en excelentes metáforas para la vida, porque tarde o temprano uno se cae. Pero de eso entonces no sabía nada, sino que lo he ido aprendiendo, como todo el mundo, con el paso y el peso de los años.

Como decía, ha pasado mucho tiempo desde entonces, aunque ambas frases han sobrevivido intactas, con la frescura del primer día.

2.2. La educación física en la escuela: «Aquí no»

Y, sin embargo, semejante certeza chocó de frente con la escuela, en un tiempo en que las palabras «inclusión» o «adaptaciones curriculares» (Ferreira, 2006; Galofre y Lizán, 2005; Puigdellívol, 2001, 2012; Ríos, 2006, 2011)1 aún no se habían escrito. Allí me decían exactamente lo contrario: «no te muevas», con idéntica, o puede que con mayor contundencia, porque se trataba de algo que ocurría todos los días. Para la escuela estaba exenta en la asignatura de educación física. Nada más y nada menos que en la asignatura que se ocupaba del cuerpo, del movimiento y de su educación. Por tanto, la segunda certeza perdía todo su sentido porque no me tenía que levantar en un lugar en el que no tenía posibilidad alguna de caerme, porque la entrada me estaba vedada. Pocas veces en mi vida antes había sentido de una manera tan cruda –«aquí no hay sitio para ti», «esto no es para ti», «lo que aquí se haga no te incumbe», «fuera de aquí»– la marginación como antes.

En otro lugar (Rodríguez, 2011) ya expliqué lo chocante que me resultó esta nueva situación en aquella asignatura, sobre todo porque venía escuchando y haciendo lo que el médico me había dicho desde hacía mucho tiempo. Así es que yo sabía que en ese aspecto alguien se equivocaba. Y tenía que ser forzosamente la escuela, porque yo ya tenía mucha experiencia practicando lo que el médico me había dicho que hiciera.

En definitiva, la escuela no sólo no me proporcionaba las herramientas formales necesarias que me permitieran poderme desenvolver por mi cuenta, sino que no me consideraba como sujeto de su incumbencia. La gente como yo estábamos excluidos, no formábamos parte de su territorio. Nos prejuzgaba, con mayúsculas, sin opción a la defensa de la duda. Sobregeneralizaba las dificultades, ignorando las variadas y sutiles fortalezas de las otras capacidades. La paradoja estaba servida porque los actos educativos siempre parten de lo que hay, de lo que tienen los sujetos, nunca de lo que falta.

2.3. Tres territorios de la actividad física informal: el recreo, la calle, la playa

Había otro factor más y no menos importante. Me encantaba la actividad física. Cualquiera que pudiera hacer. Siempre disfrutaba con ella, como en los recreos escolares, es decir, allí donde no llegaban las directrices del «no entres», donde no llegaba la segregación del «tú no puedes». Ahora que lo pienso, me doy cuenta de cómo mis compañeros de clase estaban completamente ajenos a la exclusión sistemática de que éramos objeto quienes tuviéramos algún tipo de diferencia.

Otro lugar cotidiano de la actividad física era la calle. En aquel entonces los niños, y no los coches, éramos sus dueños (López-Torrecilla, 2011), aunque ese asunto se sale por completo del propósito de este texto. Con mis amigos de juegos del barrio practicábamos la comba, la goma, el balón prisionero, el escondite, el teatro improvisado con trajes de papel y la escalada de los montículos de arena destinados a construir una parte del barrio aún por hacer. Recuerdo que algunos de aquellos juegos requerían un desempeño y unas destrezas importantes. No tengo el menor recuerdo de no haber actuado como todo el mundo. Participaba con las escayolas coyunturales o los «añadidos ortopédicos» imprescindibles que aumentaban o disminuían en función de la dificultad del juego. Para saltar a la goma usaba dos bastones (lo cual, tengo que admitir, me daba alguna ventaja), pero para el balón prisionero no usaba ninguno y tengo que confesar que tenía una habilidad bien desarrollada para atrapar los balones sin dejarlos caer. Fuera de esa originalidad, todo transcurría con estricta normalidad. No me estaba quieta y me levantaba cuando hacía falta.

Si tuviera que escoger una actividad, sin duda me quedaría con los veranos en la playa a orillas del Atlántico. El agua sí era mi verdadero traje, era definitivamente donde yo quería estar. Sentía que aquello me pertenecía. Todo lo que tuviera que ver con el agua me fascinaba: el olor, el sonido, el ritmo de las olas. El agua me permitía moverme a mi antojo, sin restricciones. Era el único medio donde no precisaba mediadores instrumentales «añadidos» (bastones, férulas de marcha, férulas para dormir) que modificaban sistemáticamente el perímetro de mi cuerpo.

Puede decirse, por tanto, que en esos tres territorios de la actividad física informal, recreos, calle y playa me manejaba con normalidad y era sujeto de pleno derecho. Me manejaba de una manera más que aceptable. En ese ámbito el médico había ganado su batalla. Pero la había perdido de antemano en el terreno de la educación formal.

2.4. Educación formal con otras capacidades

Afortunadamente, la situación cambió por completo cuando en quinto de bachiller, con trece años, comencé a estudiar en la Universidad Laboral de Cáceres. Allí solicité –seguía estando exenta– cursar la asignatura de educación física y, para mi gran satisfacción, fui aceptada.

Por primera vez en mi vida me convertí en sujeto para la educación física formal, y si destaco el término «formal» es porque muchas de las cosas importantes relativas a la educación física no se pueden aprender sin educación formal. Un ejemplo muy claro es la natación. Para nadar correctamente se precisa una educación formal o cuasi formal.

Una de las novedades de la Laboral es que teníamos la opción de formar parte de uno de los equipos de los distintos deportes que se practicaban tanto en horario escolar como extraescolar. Obviamente, me presenté a natación. El día de la prueba me tiré al agua. Carecía de técnica. Nunca nadie me había enseñado los rudimentos de cómo había que mover los brazos al nadar crol, nunca había intentado nadar espalda, no tenía la menor idea de en qué consistía un calentamiento, ni de los ejercicios necesarios, no sabía respirar nadando y un larguísimo etcétera. La profesora me seleccionó. Y puedo decir que a partir de entonces mi relación con el agua mejoró ostensiblemente. Ya no sólo tenía una relación de placer con ella, además de aceptar al pie de la letra lo que decía el médico (siempre una constante), sino que por primera vez el agua y la natación se convirtieron en un escenario de la educación formal. No recuerdo los detalles, pero creo que me apropié de las nuevas reglas en pocas semanas. Enseguida comenzamos los entrenamientos diarios, que convirtieron la natación y el agua en el medio, «el lugar», de donde no me quería mover. En esa época, no existía la noción de adaptación curricular, así es que me la hacía yo misma con la inestimable colaboración de mis compañeras.

Por primera vez en mi vida, el «si te caes, te levantas» y la educación formal de la educación física caminaban juntas y en la misma dirección. Por fin tenía acceso a una buena formación técnica.

Me hice nadadora de fondo. Primero nadaba crol y después cambié a espalda. Los entrenamientos diarios eran duros. Creo que no falté a uno solo. Aún hoy son los estilos que practico y que prefiero y, aunque ya no nado para competir, el agua sigue siendo, con diferencia, el medio que mi cuerpo prefiere y en el que, si pudiera, se instalaría. También me sigue gustando infinitamente más el fondo que la velocidad. Recientemente, decía Haruki Murakami, un escritor japonés y corredor de fondo: «Mis músculos son de los que necesitan tiempo para arrancar. Su despegue es notablemente lento. A cambio, una vez que empiezan a funcionar en caliente, pueden seguir en movimiento durante largo tiempo, sin forzarlos y manteniendo un buen tono. Supongo que cabe decir que son los músculos “idóneos para largas distancias”». (2007-2010, pp. 111-112). Al leer este texto, enseguida me identifiqué con él. Supongo que eso es lo que debe sentir cualquier fondista, porque básicamente se compite con uno mismo, distribuyendo hábilmente los recursos, con independencia del deporte que practique.

Por aquel entonces aún no sabía que la natación que practiqué en aquellos años se iba a convertir en una de las grandes inversiones de mi vida. No tenía la menor idea de que con el paso de los años, mi cuerpo, para seguir funcionando, y mis piernas para seguir andando, reclamarían de manera completamente explícita el contacto cotidiano con el agua.

2.5. Las instalaciones deportivas: ¿lugares de inclusión o de exclusión?

Afortunadamente, la situación en la escuela ha cambiado mucho desde entonces (Devís, 1996). Por ley, hoy, quienes tienen otras capacidades ya no tienen que quedarse al margen. Eso supone un avance espectacular en relación con el principio de la historia que acabo de relatar. Lo que sí sigue estando pendiente es que en los ayuntamientos, en los pueblos, en las ciudades o en los barrios, las instalaciones y los centros deportivos incorporen este discurso, de manera que no haya que «informar» en cada instalación al celador, al socorrista o al gerente en el momento en que uno solicita la custodia de un bastón o pregunta si disponen de algún material ortopédico suplementario para poder acceder al agua. No contaré aquí las distintas experiencias recientes (exactamente en 2011) en algunas instalaciones deportivas municipales y privadas de la Comunidad de Madrid. Sólo diré que, en ocasiones, puede desanimar a cualquiera que trate de practicar un deporte de manera cotidiana. Aún falta mucha información y formación en este tipo de profesionales. Cuando sin su colaboración la práctica del deporte para todo el que lo desee, con independencia de las capacidades que tenga, se vuelve imposible.

Las buenas inversiones tienen que serlo para toda la vida. De manera que si las cosas se hacen bien desde la escuela infantil, que es cuando hay que comenzar, al alcanzar la edad madura, es decir, cuando el circuito escolar queda muy lejos, cualquier persona con otras capacidades tenga la opción real de poder continuar practicando el deporte o la actividad física que le interese, que le convenga o que le cause más placer. Sin ese complemento fundamental, se rompe un importantísimo eslabón de la cadena y habremos tirado por la borda una parte de ese esfuerzo, que, créanme, sí merece la pena.

1. Con Windyz Ferreira de la Universidad de Paraiba, Brasil, con Ignasi Puigdellívol y Merche Ríos de la Universidad de Barcelona y con Rosa Galofre de los Equipos de Atención Temprana de la Comunidad de Madrid, he tenido el privilegio de discutir, en repetidas ocasiones, sobre todos estos temas con pasión, porque todos ellos son excelentes profesionales de la inclusión educativa, con quienes resulta muy sencillo y un verdadero placer «pensar en voz alta» y recordar algunos de los acontecimientos que aquí relato.

La inclusión en la actividad física y deportiva (Bicolor)

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