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La inclusión en el contexto escolar

3.1. Marco legal y aplicación en Europa y España

La pretensión de este capítulo es analizar el fundamento legislativo básico y actual en el fomento de la práctica de actividad físico-deportiva por parte de personas con discapacidad, especialmente desde una perspectiva inclusiva, tanto a nivel nacional como internacional. El autor intentará huir de la simple referencia normativa, ilustrando las mismas con ejemplos que pongan de manifiesto su pertinencia y, llegado el caso, su opinión ha de verse contemplada como un recurso más.

Fundamentos normativos. La inclusión real y efectiva de las personas con discapacidad en las actividades físico-deportivas

Participar activamente en clase de educación física es un derecho y un deber de todos los alumnos. Este hecho es refrendado de manera clara en la normativa internacional más actual sobre los derechos de las personas con discapacidad tanto a nivel internacional como europeo. A nivel internacional y como hito legislativo mundial, nos encontramos con la Convención de la Organización de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, sesión del 13 de diciembre de 2006), ratificada por el parlamento español en su sesión de 3 de diciembre de 2007 (día internacional de las personas con discapacidad) y publicada en el BOE el 21 de abril de 2008, si bien entró en vigor de forma general y para España el 3 de mayo de 2008, de conformidad con lo establecido en el Artículo 45 (1) de la misma. Citamos aquí por su relación con el tema de esta obra el artículo 30.5 sobre «Participación en la vida cultural, las actividades recreativas, el esparcimiento y el deporte»:

5. A fin de que las personas con discapacidad puedan participar en igualdad de condiciones con las demás en actividades recreativas, de esparcimiento y deportivas, los Estados Partes adoptarán las medidas pertinentes para:

a) Alentar y promover la participación, en la mayor medida posible, de las personas con discapacidad en las actividades deportivas generales a todos los niveles.

b) Asegurar que las personas con discapacidad tengan la oportunidad de organizar y desarrollar actividades deportivas y recreativas específicas para dichas personas y de participar en dichas actividades y, a ese fin, alentar a que se les ofrezca, en igualdad de condiciones con las demás, instrucción, formación y recursos adecuados.

c) Asegurar que las personas con discapacidad tengan acceso a instalaciones deportivas, recreativas y turísticas.

d) Asegurar que los niños y las niñas con discapacidad tengan igual acceso con los demás niños y niñas a la participación en actividades lúdicas, recreativas, de esparcimiento y deportivas, incluidas las que se realicen dentro del sistema escolar.

e) Asegurar que las personas con discapacidad tengan acceso a los servicios de quienes participan en la organización de actividades recreativas, turísticas, de esparcimiento y deportivas.

En el contexto europeo, es la Carta Europea del Deporte para Todos: Personas con Discapacidad» (Consejo de Europa, 1986), escrita hace veinticinco años. Creemos que es de plena actualidad en cada punto y significa un verdadero aliento para el compromiso y la coordinación institucional, tanto público como privado, para el fomento de oportunidades adecuadas para participar en actividades físicas recreativas y la adecuada accesibilidad. Nos parece interesante que se indique la necesidad de que exisa un ente coordinador a nivel nacional, como garante de la aplicación de las políticas de integración a nivel deportivo. Hay que destacar también el papel fundamental otorgado al deporte en los procesos de rehabilitación, así como la necesidad de la investigación de los beneficios de las prácticas deportivas por parte de este colectivo. Es relevante también en su segunda parte el mensaje de la importancia de los procesos inclusivos en el deporte a todos los niveles.

Además de las dos referencias normativas señaladas, recomendamos al lector dos herramientas de desarrollo curricular y profesional que fomentan la educación física inclusiva a nivel europeo. Por un lado, la Formación Europea en Educación Física Inclusiva (EIPET, 2009), fruto de un proyecto europeo y que sienta las bases de la formación que hay que recibir por parte de los profesionales de la educación física en el fomento de la inclusión. Por otro lado, y con una visión más orientada al desarrollo de la actividad física adaptada en el ámbito profesional (incluyendo el educativo, el rehabilitador y el deportivo recreativo), están los Estándares Europeos en Actividad Física Adaptada (EUSAPA, 2011).

Ya en el ámbito nacional la Constitución Española (1978), en su artículo 43, sobre el derecho de protección de la salud, indica que «los poderes públicos fomentarán la educación sanitaria, la educación física y el deporte. Asimismo facilitarán la adecuada utilización del ocio », y en su artículo 49 indica que «los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos» .Este último artículo supuso el germen, cuatro años después, del desarrollo de la Ley de Integración del Minusválido (LISMI, 1982), donde no se hace referencia explícita a las actividades físico-deportivas. Hemos de destacar como norma marco más actual la Ley 51/2003, de 2 de diciembre, de igualdad de oportunidades, no discriminación y accesibilidad universal de las personas con discapacidad (LIONDAU, 2003), promulgada un día antes del Día Internacional de la Discapacidad, en el año europeo de las personas con discapacidad, en 2003. En el ámbito deportivo citamos aquí la Ley 10/1990 del Deporte, de 15 de octubre, que textualmente relata:

Artículo 3.3.: Las instalaciones deportivas deberán tener en cuenta las necesidades de accesibilidad y adaptación de los recintos para personas con movilidad reducida.

Artículo 4.2.: Es competencia de la Administración del Estado fomentar la práctica del deporte por las personas con minusvalías físicas, sensoriales, psíquicas y mixtas, al objeto de contribuir a su plena integración social.

Al respecto de la atención legislativa del fomento de la actividad físico-deportiva de las personas con discapacidad en nuestro país, hemos de indicar que, si bien las competencias en materia educativa y de promoción deportiva están transferidas por el gobierno central a las comunidades autónomas, nos parece necesario indicar aquí la importancia del lanzamiento del Plan Integral para la Actividad Física y el Deporte (Plan A+D; CSD, 2010), que tiene como objetivo garantizar al conjunto de la población española el acceso universal a la práctica deportiva de calidad. Recomendamos al lector el capítulo referido a la «Actividad física y deporte en personas con discapacidad», donde encontrará un pormenorizado y riguroso análisis del ámbito de las personas con discapacidad en relación con el fomento de la práctica deportiva de este colectivo en nuestro país. Creemos que este análisis arroja luz a la hora de encontrar recursos adecuados para justificar la práctica deportiva inclusiva.

A modo de conclusión, podemos indicar que el refrendo normativo está, existe, es abundante y su mensaje es claro, diáfano y, a nuestro entender, inspirador y proactivo. Sin embargo estamos muy lejos aún de la inclusión real, ni en el ámbito de la educación física escolar ni de las actividades físico-deportivas en general. En el primero de los casos, muchas de las veces queremos promocionar la inclusión en educación física per se, cuando sabemos que no hay mejor adecuación y adaptación que la libre interpretación del currículo escolar y su aplicación por parte de los equipos docentes: la creatividad (Rodríguez, 2012). Por otro lado, la exclusión de los contextos de práctica deportiva y sus consecuencias son devastadoras para la adopción efectiva de hábitos de vida saludables, especialmente en determinados colectivos como el de la discapacidad. Es por ello que ese apoyo legislativo, esa aplicación de las propuestas expertas, ha de estar guiada por el peso de la razón, la sencillez y la normalidad. Tratemos la diversidad con normalidad y haremos fácil la inclusión real.

3.2. Componentes organizativos de la inclusión educativa

Como hemos señalado ya en el capítulo 1, la inclusión no es ni una técnica, ni un método, es más bien una nueva manera de concebir la escuela y el derecho de todos y todas a la educación. Supone entender las desigualdades que se ponen de manifiesto dentro del sistema educativo, ser conscientes de la vulnerabilidad de personas y grupos, y sentir la necesidad de una transformación social que debe tener una de sus primeras expresiones en el mundo educativo. Quien viva la inclusión como una moda o como una forma de sumarse a lo políticamente correcto será más bien un estorbo que una ayuda. Y no me refiero sólo al profesorado, que somos quienes primero nos debemos aplicar esta máxima, sino también a los responsables de la administración y de las políticas educativas.

Componentes organizativos

La organización del centro educativo es un elemento clave para cualquier política educativa. Una concepción rígida de la organización del centro provoca que las medidas que más tarde tiene que abordar ineludiblemente para atender a la diversidad, presente en cualquier centro, tengan un carácter reactivo. No parece un «buen negocio» olvidar que todo centro escolar es también, lo quiera o no, un agente social con un papel activo en estos procesos de cambio, sea para adelantarse a los mismos o para permanecer en la inmovilidad, negando las evidencias del cambio.

En efecto, el centro educativo puede adoptar un papel reproductor, consistente en negarse a cambiar, percibiendo la presencia de diferentes culturas como un mero problema y afrontando cualquier discapacidad como una perturbación de lo que debería ser la dinámica «normal» de la institución. En estas situaciones suele percibirse como lógica la dificultad de comunicación con las familias, especialmente las no académicas y de estratos sociales desfavorecidos o las que lo son de niños y niñas con discapacidad. Un centro reproductor es aquel que rechaza la heterogeneidad y vive con la nostalgia de una escuela que ya no existe ni volverá a existir. Una actitud tan reproductora marcará no sólo lo que ocurre en el centro, sino también en la comunidad educativa: especialmente la relación con las familias y su entorno.

Por fortuna no son pocos los centros que se autoperciben como agentes de cambio y asumen un papel proactivo y transformador, consistente en mantener una abierta disposición al cambio, entender las diferencias como una riqueza, mantener expectativas altas sobre el alumnado y buscar con persistencia la implicación de las familias. Los cambios en la cultura y la organización de dichos centros, las reformulaciones curriculares y, especialmente, la atención otorgada a la participación de familiares y de la comunidad son herramientas básicas para la inclusión. Todo ello nos indica que la organización y la gestión escolar tienen un papel importante en los procesos inclusivos. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que sin cambios de calado en la organización de los centros educativos resulta ilusa la pretensión de alcanzar niveles satisfactorios de inclusión.

En este apartado no podremos detallar todos los componentes de la organización escolar que inciden en la inclusión. Sin embargo sí que podemos destacar algunos que resultan fundamentales, además de haber sido contrastados por la investigación internacional más reciente. En consecuencia centraremos nuestra reflexión en tres componentes que resultan fundamentales para el éxito de las prácticas inclusivas: a)La agrupación del alumnado ; b)La organización del apoyo pedagógico, y c) La participación de las familias y la comunidad.

a) La agrupación del alumnado

El tema de la agrupación del alumnado es crucial para la escuela inclusiva, además de ser un tema de actualidad dada la resistencia, presente aún en muchos centros, a asumir la diversidad de los grupos heterogéneos.

En efecto, la tendencia a organizarse mediante grupos homogéneos (o grupos de nivel) sigue siendo muy alta en nuestro país, recibiendo diferentes nombres: grupos A/B/C, grupos de nivel, grupos flexibles... En los tres casos el criterio de agrupación es el mismo y consiste en poner en un mismo grupo a los alumnos de un nivel de aprendizaje similar: el grupo A sería el de mayor nivel, mientras que en el grupo C estarían los alumnos de nivel más bajo, con problemas de aprendizaje y a menudo también de conducta. En sentido estricto, el concepto de grupos flexibles también puede aplicarse a las agrupaciones heterogéneas que mezclan incluso a alumnos de diferentes edades, por ejemplo, para la realización de determinados talleres. Pero lo que mayoritariamente se entiende aquí por agrupación flexible es separar el alumnado de alguna o algunas clases para reagruparlos por niveles de aprendizaje en determinadas áreas del currículo.

Pues bien, toda la investigación disponible al respecto concluye que estas formas de agrupación perjudican claramente al alumnado de menor nivel, alejándolo cada vez más del nivel de sus compañeros, mientras que no tiene ningún efecto significativo de mejora entre el alumnado de niveles más altos. Han sido precisamente estas investigaciones, además de las constataciones prácticas, las que han dado pie a que ciertos países más avanzados, como sería el caso de Finlandia, hayan prohibido por ley estas formas de agrupación.1

Actualmente disponemos de investigaciones sobre el rendimiento de los alumnos en situaciones inclusivas con resultados coincidentes en destacar el efecto positivo, especialmente entre los grupos más vulnerables, del trabajo en grupos heterogéneos, al contrario de lo que ocurre en las agrupaciones de nivel también investigados (Braddock y Slavin, 1992; Terwell, 2005). G. Lindsay nos ofrecía recientemente una revisión de las investigaciones más significativas y actuales sobre el tema, que concluyó con esta misma constatación a favor de los agrupamientos heterogéneos, por su efecto en el aprendizaje de todo el alumnado (Lindsay, 2007).

Otros estudios no dirigidos al rendimiento académico sino a las relacionas que se establecen entre el alumnado, no fueron tan concluyentes. Cierto es que muchos de ellos constataron el incremento de la aceptación social del alumnado con desventaja o con necesidades especiales (Frostad y Pijl, 2007; Monchy, Pijl y Jan-Zanberg, 2004). Sin embargo, otros afirmaban lo contrario (Cawley, Hayden, Cade y Baker-Kroczynski, 2002; Wallace, Anderson, Bartholomay y Hupp, 2002), por lo que será necesario poner un énfasis especial al establecimiento de relaciones y a la aceptación del alumnado en las situaciones de inclusión.

Por nuestra parte, en una investigación desarrollada dentro de un Proyecto Integrado que estudió todos los países de la Unión Europea, coordinado en España por el Centro Especial de Investigación, al que pertenezco,2 pudimos analizar veinte centros con experiencias inclusivas de éxito. El detallado análisis de estos veinte casos (en distintos países) incluyó la revisión documental, entrevistas y grupos de discusión con todos los agentes implicados: estudiantes, profesorado, familias y otros agentes del entorno. Todo ello nos permitió constatar el alto nivel de coincidencia entre estos centros en su opción por las agrupaciones heterogéneas (Puigdellívol y Krastina, 2010). Reflexionábamos con Liga Krastina que la forma de agrupación, por sí misma, no parecía justificar por completo el éxito de la inclusión en dichos centros, ya que una segunda condición parecía también muy relevante: la implementación de recursos adicionales, traducidos en más de un adulto dentro del aula. Concluíamos entonces que la agrupación heterogénea es una condición necesaria, pero no suficiente, para obtener buenos resultados con todo el alumnado, incluyendo el que pertenece a grupos en desventaja o con necesidades especiales.

Por su parte, los estudiantes, el profesorado y las familias coincidían al relacionar esta forma de agrupación heterogénea (en cuanto a habilidad, género y cultura o grupo cultural de pertenencia) con la mejora del aprendizaje de todo el alumnado. El profesorado, en particular, coincidía además en destacar que los grupos heterogéneos permitían lograr uno de los principales objetivos de su tarea docente: la colaboración entre los estudiantes. Esta forma de agrupamiento incrementa las posibilidades de que los alumnos puedan ayudarse entre ellos, lo que representa la adquisición de una competencia muy importante en la sociedad actual. Tanto el profesorado como las familias reconocían el valor educativo de esta competencia y remarcaban que los estudiantes estaban más motivados cuando aprendían de sus compañeros y cuando tenían la oportunidad de ayudarles a aprender. También destacaban que ello mejoraba sensiblemente las relaciones y el ambiente dentro del grupo.

Podemos sintetizar gráficamente las consideraciones anteriores comentando las tres formas de agrupación básicas detectadas en el proyecto Included antes citado (véase la figura 1). Una primera forma la denominamos mixture y consiste en la agrupación heterogénea del alumnado dentro de la misma clase, pero sin recursos complementarios o con recursos muy escasos y que no inciden dentro del aula. En este caso suele constatarse que la profesora o el profesor que ejercen la tutoría del grupo fácilmente pueden verse sobrepasados por las múltiples demandas del alumnado. Por supuesto que ello afecta negativamente a los resultados de aprendizaje del alumnado, poniendo también en cuestión la inclusión del alumnado en desventaja, incluyendo al que presenta alguna discapacidad. Aunque los resultados de esta opción no sean tan negativos como los constatados en la agrupación por niveles, que comentaremos a continuación, la mera agrupación heterogénea no garantiza el mantenimiento de los niveles de aprendizaje ni la calidad de las interacciones que requiere la inclusión.

Una segunda opción la denominamos streaming y consistía en la agrupación por niveles de aprendizaje, que antes analizábamos como agrupación por niveles o agrupación flexible. Esta opción requería el incremento de recursos humanos, normalmente en forma de profesorado de educación especial o profesorado auxiliar, que atendía a los grupos de alumnos con mayor retraso o desventaja. Aun contando con este incremento de recursos humanos, los resultados de esta opción organizativa, en sintonía con la investigación revisada, eran los peores, tanto en lo que se refiere al aprendizaje como a la calidad de la interacción entre el alumnado.

Finalmente detectábamos una tercera forma organizativa, denominada inclusion, consistente en la agrupación heterogénea del alumnado, pero con recursos adicionales dentro del aula. En unos casos estos recursos consistían en la presencia de más de un profesor en el aula (con profesorado liberado, profesorado especialista, auxiliares, etc.) y también en la inclusión de los apoyos dentro del aula, de modo que el profesorado de apoyo o de educación especial no basaba su trabajo en apoyos individuales o a un pequeño grupo, sino que mayoritariamente se incorporaba a la dinámica regular del aula, compartiendo las tareas de enseñanza con el profesorado tutor. En otros casos la presencia de más de un adulto dentro del aula se garantizaba a través del voluntariado: familiares, estudiantes de prácticas, antiguos alumnos y alumnas o personas del barrio que actuaban también como voluntarios. Los resultados en forma de incremento de los aprendizajes y de la cohesión social en el centro pueden considerarse, sin miedo a la exageración, espectaculares. Tanto más cuando el voluntariado estaba formado por familiares y otras personas pertenecientes a los diferentes grupos culturales con presencia en la escuela y en la localidad que la acoge.

Figura 1: Tres formas de organizar la diversidad del alumnado y los recursos.


FUENTE: (Included, 2008). Elaboración propia.

En cuanto a los centros que atendían también a alumnado con discapacidad, el profesorado y las familias destacaban como muy positivo que este alumnado se incorporara a las clases regulares. Señalaban la influencia que la inclusión tiene para el establecimiento de buenas relaciones con los compañeros y como estímulo para el aprendizaje, aunque entendían que en algunos casos podía ser conveniente el trabajo en pequeño grupo, supervisado por el profesor o profesora de apoyo, unas pocas horas a la semana. Hay que constatar que en los niveles previos a primaria (las dos etapas de infantil) es donde se detectaron menos prácticas excluyentes y donde más asentada estaba la idea de la eficacia de las prácticas inclusivas para el aprendizaje y socialización del alumnado.

b) La organización del apoyo pedagógico

En lo que se refiere a la organización del apoyo hay investigaciones que lo abordan desde la perspectiva del trabajo conjunto de dos profesores dentro de la misma aula (Ainscow, 2000; Stainback y Stainback, 1999; Thousand, Villa, y Newin, 2006). Otros analizan la aportación que puede hacer el profesor o la profesora asistente o auxiliar (Fox, Farrell y Davis, 2004; Takala, 2007). Incluso los hay que estudian la colaboración y el apoyo entre diferentes centros (Rudduck, Berry, Brown y Frost, 2000). Ahora bien, en todos estos casos se trata de apoyo entre profesionales.

En nuestra búsqueda, aparte de los datos que nos proporcionó el análisis secundario3 de la inclusión en los 25 países de la Unión Europea, los centros que participaron en el estudio de casos nos permitieron distinguir claramente cuatro formas de proporcionar el apoyo dentro del aula, las cuatro inclusivas y las cuatro suponen el uso de apoyo adicional:

Desdoblamiento del grupo: se trata de separar la clase en dos grupos heterogéneos. El desdoblamiento puede hacerse de dos maneras: desdoblar la clase para una misma actividad, aunque en grupos separados, de modo que el profesor de apoyo u otro maestro se ocupan de cada uno de los grupos dentro de la misma aula, o bien desdoblar el grupo para llevar a cabo actividades distintas o no, pero en espacios diferenciados. Por ejemplo, una mitad de la clase acude a educación física mientras la otra mitad permanece en el aula para trabajar áreas instrumentales. Dada la reducción de alumnos por profesor, el desdoblamiento proporciona al profesorado la posibilidad de ofrecer una atención más individualizada, algo especialmente útil en el caso de los niños y niñas con mayores dificultades de aprendizaje.

Grupo heterogéneo con apoyo adicional: en este caso el grupo-clase no se desdobla, sino que el profesor o la profesora de apoyo entra al aula para trabajar conjuntamente con el profesor tutor y, entre los dos, poder atender mejor a los alumnos con dificultades y al grupo en general.

Grupos heterogéneos con apoyo adicional externo: algunos centros optan por esta fórmula que supone la incorporación de voluntariado (familiares, universitarios, gente del barrio, etc.) para trabajar conjuntamente con el profesor dentro del aula. En este caso podían actuar dentro del aula más de dos adultos, en tareas de apoyo al aprendizaje. Es el caso de los grupos interactivos, cuyo efecto en el aprendizaje del alumnado con discapacidad investigó con detalle Sílvia Molina (Molina, 2007). El voluntariado externo enriquece el aprendizaje del alumnado, especialmente el que pertenece a grupos socialmente vulnerables, al hacerle consciente de que la escuela aprecia su cultura y que personas significativas de su entorno social y cultural valoran la actividad del centro educativo hasta el punto de implicarse directamente en dichas actividades formativas (Vieira, 2010).

Extensión del tiempo de aprendizaje: observamos diferentes formas de extender el tiempo de aprendizaje del alumnado que lo deseara. Entre ellas, las bibliotecas tutorizadas, que ofrecen apoyo al alumnado después del horario escolar; diferentes fórmulas de «club» que unos determinados días de la semana ofrecían la posibilidad de que el alumnado permaneciera en la escuela después del horario de clase para hacer los deberes, asistidos por profesorado o voluntariado; el apoyo de verano proporcionado por los centros que durante el mes de julio ofrecían ayuda a los alumnos que lo requerían, con la participación de voluntariado y profesorado, que en este caso actuaba también como voluntariado.

Podemos apreciar, pues, que estas formas de organización suponen una visión amplia e integrada del apoyo. Amplia porque entienden que el apoyo no se ciñe a un determinado perfil profesional, sino que puede ser ofrecido por muchas figuras diferentes, empezando por los mismos compañeros o compañeras. Integrada porque lo que se persigue es proporcionar el máximo de apoyos dentro del aula y en las situaciones de aprendizaje más naturales, en estrecha colaboración con el profesorado tutor.

La escuela tampoco debe sentirse sola en la tarea de enriquecer el entorno del alumnado. Son muchos los centros que en su entorno cuentan con asociaciones y servicios de todo tipo (vecinales, culturales, religiosos, deportivos, educativos, etc.). Teniendo claro que el objetivo irrenunciable de todo centro escolar es la educación y el aprendizaje del alumnado y que, por tanto, no toda colaboración es apta si no se puede supeditar a dicho objetivo, sí que muchas de aquellas entidades pueden colaborar con el centro, pues suele alcanzarse un amplio consenso cuando la auténtica finalidad de la colaboración es la mejora de la educación de los niños y jóvenes del barrio.

De una manera más directa están implicados otros servicios educativos, como pueden ser, por ejemplo, los educadores del barrio y los servicios sanitarios y asistenciales (CAP, asistentes y trabajadores sociales, etc.). Disponemos ya de muchas experiencias de actuación conjunta de estos servicios en el marco de los Planes de Entorno, por ejemplo, pero nos falta fluidez para que estas actuaciones formen parte realmente del funcionamiento de la escuela entendida como comunidad.

Es en este punto donde entrarían también las experiencias de colaboración entre las llamadas escuelas ordinarias y las de educación especial. El trabajo coordinado entre estos dos tipos de centro y la construcción conjunta de conocimientos a la que se llega cuando no se trata de exportar modelos, sino de buscar la mejor manera de atender al alumnado que más lo necesita, contribuye a romper con las inútiles polémicas entre escuela ordinaria y escuela especial y a caminar con decisión hacia el ofrecimiento al alumnado y a las familias de entornos realmente inclusivos.

c) La participación de las familias y la comunidad

Algo que parece claramente demostrado por la investigación realizada hasta el momento es el peso que tiene la participación de las familias y su sintonía con los centros educativos tanto en la superación del fracaso escolar, como en el progreso del alumnado con necesidades especiales. Las investigaciones sobre la implicación de las familias en la actividad y la dinámica de los centros ponen de manifiesto dicha influencia (Collins, Maccoby, Steinberg, Hetherington y Bornstein, 2000; Cosden, Morrison, Gutiérrez y Brown, 2004; Murray y Greenberg, 2006). Otras investigaciones estudian dicha influencia desde la perspectiva de un aprendizaje concreto, como puede ser el caso de la lectura (Evans, Fox, Cremaso y McKinnon, 2004) o desde un enfoque más amplio, haciendo referencia a los fondos de conocimiento de los que dispone cualquier grupo social (McIntyre, Kyle y Rightmyer, 2005) y a proyectos educativos que demuestran cómo se puede conseguir esta implicación y los beneficios que comporta (Flecha, 2009; Mello, 2009).

También encontramos estudios que analizan algunas dificultades planteadas por la participación de las familias, en los que las dudas de algunas de ellas sobre la calidad o el interés de su aportación frenan la participación (Power y Clark, 2000), hecho a menudo incentivado por los prejuicios tradicionalmente dirigidos a las familias no académicas (Westergard y Galloway, 2004).

En un contexto más cercano encontramos el estudio de J. L. Álvarez, donde constataba el bajo nivel de participación de las familias en España y cómo dicha participación iba decreciendo a medida que aumentaba el nivel educativo de escolarización de sus hijos e hijas: 37% en infantil, 20% en primaria y sólo un 4% en formación profesional (Álvarez, 1999). Tres de las propuestas que derivó de su estudio tienen que ver con lo que estamos discutiendo aquí: la necesidad de incentivar la cooperación con las familias; la puesta en marcha de acciones conjuntas, como grupos de debate, y la ampliación de lo que el autor denomina la «alianza entre familia y escuela en los entornos comunitarios».

En nuestra investigación citada antes, el IP Includ-ed, la importancia de la sintonía entre escuela y familia fue resaltada por todos los entrevistados y en todos los niveles educativos. Ahora bien, el grado y las formas de participación de las familias en el funcionamiento de los centros diferían mucho en unos y otros. Los centros de infantil y primaria, incluyendo también las escuelas con programas de inclusión de alumnado con necesidades especiales, solían ser más abiertos a la participación de la familia y en algunos casos de la comunidad. Destacan en este sentido la naturalidad con la que invitaban a las familias a observar directamente la actividad dentro del aula. Estos centros coincidían con los de primaria en otras formas de implicar a los familiares en la actividad escolar. Prácticas como invitar a familiares de alumnos inmigrantes para familiarizar al grupo-clase con cuentos y tradiciones de su lugar de origen o para hablar a los alumnos mayores de su cultura eran habituales. En otros casos las formas de colaboración eran más ambiciosas, pues los centros ofrecían a las familias una participación más intensa, en la que podían tomar decisiones efectivas sobre el funcionamiento del centro o incluso actuar como voluntariado en las clases y en las actividades extraescolares.

En todos los casos eran frecuentes y bien valorados, tanto por las familias como por el profesorado, los encuentros que se hacían durante el curso: asambleas, reuniones de curso y entrevistas regulares con las familias eran las fórmulas más comunes. Una de las escuelas de infantil utilizaba una estrategia especial para favorecer la participación de las familias inmigrantes, consistente en citarlas a las reuniones media hora antes que al resto de familias. Con ello pretendían facilitar su participación anticipándoles los contenidos que se iban a tratar en la reunión general, para reducir así los problemas derivados de su falta de dominio de la lengua. Lo que se constataba en estas acciones, y en esto coincidían el profesorado entrevistado y las familias, es que las familias de grupos vulnerables manifestaban su deseo de implicarse activamente con la escuela, lo que contradice los prejuicios que muy a menudo recaen sobre ellas.

3.3. Componentes didácticos de la inclusión educativa

Para entender los componentes didácticos que más directamente propician el carácter inclusivo de nuestros centros educativos, podemos agruparlos en tres grandes categorías de prácticas educativas de las que pasaremos a ocuparnos a continuación. Me daría por satisfecho si pudiera dar a entender que se trata de prácticas útiles y efectivas para abrir la escuela a la gran diversidad de alumnado que hoy atiende, incluyendo el alumnado con discapacidad, y que al mismo tiempo mejoran la calidad de la educación de todos y todas. Por supuesto que sólo abordaremos aquellas prácticas de las que hemos constatado sus buenos resultados a partir de la experiencia y de la investigación que hoy tenemos a nuestro alcance. Trataremos pues, en primer lugar, de las prácticas que favorecen la interacción. A continuación abordaremos las que facilitan la personalización de la enseñanza para, en tercer lugar, ocuparnos de las que favorecen la comunicación con el entorno. Reservaremos como reflexión final unas consideraciones sobre el apoyo pedagógico.

Prácticas que favorecen la interacción

Si nos centramos en las estrategias o prácticas educativas, debemos empezar considerando el primer recurso del que disponemos maestras y maestros: el alumnado. En efecto, en nuestra clase disponemos de cerca de una cincuentena de manos que no son inútiles. El primer recurso, el protagonista de cualquier proceso de inclusión, son los propietarios y propietarias de estas manos, y es conveniente verlo así. Ahora bien, para que estas manos se conviertan en recursos debemos proporcionar las condiciones necesarias para que nuestra aula se preste a la interacción, a la colaboración y, más allá de todo ello, a la solidaridad.

Cada vez es más evidente que las capacidades de las que disponemos los humanos son en mayor medida capacidades compartidas que atributos individuales. En definitiva, el resultado de la interacción. Si estoy escribiendo estas líneas es porque los coordinadores de este libro han confiado en mi capacidad para aportar algo interesante a su contenido, ¡espero que no cambien de opinión cuando reciban el manuscrito! Pero estas líneas no llegarían al lector sin su capacidad para coordinar el texto que tiene en las manos, ni todo ello llegaría a constituir una publicación sin el concurso de las capacidades de quienes se ocupan del proceso de edición y distribución. Sin estas «capacidades compartidas» el libro, sencillamente, no existiría.

También cada vez está más claramente demostrado, y por eso sigue tan vigente el pensamiento de Vygotski, que la interacción es el fundamento de todo aprendizaje (Vygotski 1978), y en esta interacción entran en juego competencias muy conocidas, pero quizá menos educadas, como es el caso de las habilidades comunicativas. Estas habilidades son la base de la interacción y, al mismo tiempo, su resultado. Expertas y expertos nos reiteran que las competencias contempladas por el currículo actual y vinculadas al desarrollo de las habilidades comunicativas son fundamentales en la sociedad de nuestros días. Y sin embargo, ¿cuánto tiempo nos pasamos pidiendo a los niños que se callen, que no hablen entre ellos... vaya, que no interactúen? Claro que debe haber momentos de silencio y momentos de escucha junto con los de interacción comunicativa. De lo que no estoy tan seguro es que hayamos encontrado el justo equilibrio entre unos y otros. Es más, aseguraría que no lo hemos encontrado y que ahí radica uno de los principales desajustes entre la escuela y la sociedad de la información en la que estamos viviendo.

La cooperación

Pues bien, uno de los primeros pasos hacia la inclusión es precisamente la búsqueda de este equilibrio, y esto requiere generar las condiciones que favorezcan la interacción en el aula. No basta con poner a los alumnos en grupos para garantizar la interacción de la que estamos hablando. Como señalan insistentemente los investigadores de referencia sobre el aprendizaje cooperativo (Johnson, Johnson y Holubec, 1999), la cooperación es algo que hay que enseñar, podríamos decir que es «contenido de aprendizaje», y hoy uno de sus contenidos fundamentales. Muchas estrategias, pues, vinculadas al aprendizaje cooperativo, constituyen un buen recurso para propiciar la interacción, especialmente las más claramente dirigidas a generar lo que también estos autores describen como interdependencia positiva: la conciencia de que con los demás somos capaces de ir más lejos que solos, a partir del esfuerzo individual de cada uno y de la colaboración con otros y otras.

Dentro de este marco hay algunas prácticas que se han mostrado especialmente útiles en la escuela inclusiva que vale la pena comentar brevemente.

La tutoría entre iguales

La tutoría entre iguales es una práctica de cooperación especialmente viable cuando los alumnos están acostumbrados al trabajo en grupo y cuando se ha conseguido que experimenten reiteradamente la interdependencia positiva, vinculando el éxito propio y ajeno como el éxito del grupo, es decir, de todos. En este contexto y a todas las edades los niños, niñas y jóvenes experimentan el placer de ser capaces de proporcionar ayuda al otro, que es, en definitiva, la vivencia del valor de la solidaridad.

Es en este contexto donde da mejores resultados la práctica de la tutoría entre iguales. Las formas que puede adoptar esta práctica son muy variadas: desde los breves periodos de trabajo en grupo donde se pide a un alumno avanzado en determinadas actividades que ayude a otro que tiene dificultades en ellas, hasta el establecimiento de parejas tutortutorizado para periodos más largos, aunque también para tareas delimitadas.

Los beneficios de esta práctica son mutuos y es conveniente procurar que sea así. Obviamente el alumno con dificultades de aprendizaje o discapacidad se beneficia del apoyo del compañerotutor, quien, al tener un recuerdo cercano de haber realizado los aprendizajes que apoya, nos sorprenderá a menudo con las estrategias que utiliza para facilitar el aprendizaje del compañero. Pero al mismo tiempo el alumnotutor se verá frente a la necesidad de pensar en el aprendizaje ya adquirido, y con este esfuerzo de metaconocimiento, necesario para ayudar a su compañero, profundizará en lo que inicialmente era un aprendizaje más superficial.

Finalmente, debemos destacar la importancia de evitar que los roles se cosifiquen. Me refiero a procurar que ningún alumno tenga siempre el mismo rol, sea el de ayudar (tutor) o el de recibir ayuda. Hay múltiples formas de ayudar o proporcionar apoyo y no hay nadie que nunca necesite ayuda. Por otra parte, y por suerte, son muy pocos los niños y niñas que no están en condiciones de proporcionar ningún tipo de ayuda o apoyo a sus compañeras o compañeros.

Alumnos tutores

A diferencia de la estrategia anterior, la práctica de los alumnos-tutores se basa en el apoyo proporcionado entre alumnos de diferentes niveles. Al implicar a más de un grupo-clase, tiene más complejidad organizativa, pero salvo esto suele ser una práctica relativamente sencilla con resultados muy satisfactorios. Consiste en que un determinado número de alumnos de un curso superior, pongamos tercer ciclo de primaria, durante un tiempo prefijado y semanal, que puede variar de veinte minutos a una hora, proporciona apoyo a un grupo de alumnos, por ejemplo, de ciclo inicial, en un área o una tarea concreta, como lectura, cálculo, etc. Esto permite que los alumnos más pequeños reciban una atención y un apoyo muy personalizado en el área en cuestión y que su profesora o profesor, si es necesario, pueda ofrecer una atención, también muy personalizada, a quien la necesite.

Esta práctica tiene, además, otras indicaciones. En efecto, como señalan las investigaciones de Jacqueline Thousand, además de nuestra propia experiencia, este trabajo de tutoría suele ser muy motivador para los alumnos mayores (Thousand, Villa, et al. 2006). Pero no sólo eso, sino que en el caso de un alumno o alumna con dificultades de aprendizaje, asumir el papel de profesor de los más pequeños, precisamente en el área que le hace perder el sueño, suele conllevar una significativa mejora en el aprendizaje de quien tutoriza. Tenemos la sospecha de que este cambio de rol ante la asignatura desbloquea la relación del alumno con el contenido en cuestión, aunque sobre este último punto desconocemos si hay investigaciones que nos permitan ir más allá de la mera hipótesis o suposición. Lo que sí está investigado es el efecto que esta práctica tiene también en el caso del alumnado con problemas de conducta, pues contribuye a reducir significativamente sus conductas disruptivas o inadaptadas.

Ahora bien, también esta práctica requiere entrenamiento y la presencia de unas condiciones que la hagan efectiva. Quizá las más importantes sean: el entrenamiento previo de los alumnos-tutores; mantener su motivación; insistir en la paciencia que deben tener como tutores y en la importancia de estimular positivamente a las alumnas y los alumnos con quienes trabajarán, y reflexionar con los alumnos-tutores al final de cada sesión o con cierta regularidad.

Prácticas que favorecen la personalización

Nos referiremos aquí a la personalización del currículo, en concreto a un aspecto que suele preocupar bastante a maestros y maestras: las acusadas diferencias entre el nivel de aprendizaje de los alumnos, diferencias que se pueden intensificar cuando en el aula hay algún alumno con discapacidad intelectual. Preocupan especialmente porque pueden dispersar mucho el trabajo del maestro y reducir su atención a la diversidad de alumnos que suele haber en cualquier aula. En las últimas décadas han surgido muchos textos que abordan el tema desde el punto de vista de las adecuaciones o adaptaciones del currículo. Yo mismo estuve trabajando en esta dirección (Puigdellívol, 2000). Pero aquí vamos a referirnos a una metodología concreta: la enseñanza multinivel. Se trata de un enfoque metodológico que permite que alumnos con niveles muy diferentes de aprendizaje puedan compartir contenidos y actividades, respetando los diferentes niveles, y a su vez nos permite estimular y acelerar el aprendizaje del alumnado con dificultades, en lugar de adaptarnos a su nivel.

Detrás de este enfoque metodológico está la idea de que el aprendizaje no responde a la ley del «todo o nada», sino que existe una gradación desde el aprendizaje contextual, que supone familiaridad pero no dominio, hasta el aprendizaje funcional, que supone dominio y maestría. Todos los aprendizajes que hemos hecho se pueden situar en esa gradación, desde saber leer hasta conocer lo que es la electricidad. Está claro que dominamos la lectura: hemos realizado un aprendizaje funcional de ella. En cambio, aunque no mintamos al afirmar que sabemos lo que es la electricidad, la mayoría de nosotros tenemos un conocimiento muy contextual de ella: seguramente sabemos que se produce a partir de unas ondas, que es diferente la corriente continua de la alterna, que es una forma de energía producida por diferentes tipos de centrales y que es la que permite el funcionamiento de los aparatos electrodomésticos, etc.

En definitiva, manifestamos familiaridad con lo que es la electricidad, capacidad para asociarla con determinados fenómenos y aparatos, pero muy poca precisión como para afirmar que dominamos el tema. Nos pondría en un aprieto quien nos proporcionara tiza y pizarra pidiéndonos que expliquemos con precisión qué es la electricidad. El conocimiento contextual no llega a la precisión del funcional, pero resulta extraordinariamente útil para nuestra comprensión del entorno. Pensemos que la mayoría de nosotros tenemos un conocimiento muy contextual de qué son y cómo funcionan la mayoría de aparatos que nos rodean: una bombilla halógena, un horno microondas, un ordenador, un televisor o el motor de cualquier automóvil.

Pues bien, si somos capaces de entender la estructura de lo que enseñamos, podremos identificar los conceptos que Jean Collicott denomina subyacentes: aquellos imprescindibles para tener una noción global de lo que queremos enseñar (Collicott, 2000), se trate de «la ciudad romana» o de determinadas «nociones de estadística». A partir de aquí, las actividades que no sean individuales, más amplias y que requieren diferentes tipos de tareas, se pueden llevar a cabo en grupo, a pesar del desnivel existente. Realizarlas en grupo heterogéneo permite compartir contenidos en un ambiente en que los alumnos de mayor nivel enriquezcan el aprendizaje del grupo en su conjunto, aunque, como suele suceder en toda situación de aprendizaje, cada alumno alcance un nivel de comprensión diferente.

Por otro lado, la clara visualización de los conceptos a trabajar y de los subyacentes nos permite algo muy importante: tener una idea bastante clara de lo que podemos esperar o exigir del alumno con discapacidad intelectual, es decir, de lo que debe aprender, ser conscientes de sus progresos y evitar así la injusta sensación de que el alumno no progresa y nuestros esfuerzos son en vano, puesto que dicho alumno sigue aprendiendo con retraso en relación a sus compañeras y compañeros. La previa consideración de los conceptos subyacentes de cada tema nos permite evaluar el progreso de dicho alumno con mayor objetividad y visualizar que nuestros esfuerzos también en este caso se traducen en progresos de aprendizaje, a veces sorprendentes.

Prácticas que favorecen la comunicación con el entorno

No podemos limitar la inclusión a los muros de la escuela. Por el contrario, la inclusión no será nunca efectiva si no los traspasa alcanzando también el ámbito familiar y el entorno social de los alumnos. Esto no nos debe extrañar si consideramos que hoy el aprendizaje no puede ser considerado un hecho que se produzca aisladamente en la escuela, puesto que niños y niñas adquieren muchos conocimientos y acceden a múltiples informaciones fuera de ese marco, en una sociedad, además, muy plural y diversa (Aubert, Flecha, et al., 2008). De ahí que el éxito escolar cada vez dependa más de la conjunción de dos elementos: el aprendizaje directo que se puede adquirir en la escuela y el enriquecimiento del entorno del alumnado. La escuela, como agente activo dentro de una comunidad, puede propiciar dicho enriquecimiento, empezando por la interacción con las familias y extendiéndola a los agentes más activos del barrio. Cada vez son más las investigaciones que nos muestran la eficacia de este enfoque: desde los primeros resultados del proyecto europeo Included hasta otras investigaciones más específicas (Power y Clark, 2000; Dickson, Halpin, et al., 2001; Cosden, Morrison, et al., 2004; Gillies, 2006; Knopf y Swick, 2006). No creo que resulte difícil entender que esta necesidad se incrementa cuando hablamos de alumnado con necesidades especiales (Stainback y Stainback, 1999; Ainscow, 2001; Murray y Greenberg, 2006; Echeita y Jiménez, 2007). Resaltaremos dos prácticas en esta dirección.

Implicación de las familias en la toma de decisiones y el funcionamiento de la escuela

El tema de la participación de las familias en los centros educativos es un tema muy debatido. La reglamentación vigente prescribe unas formas de participación representativa, pero la realidad nos muestra que a menudo hay auténticas dificultades para cubrir esta representación (Álvarez, 1999). Pero no nos engañemos, se trata de una representación más formal que real, en el sentido de la incidencia que las familias pueden tener en el funcionamiento de los centros. En cambio, también disponemos de experiencias que han ido más allá en la participación de las familias, y nos consta el incremento de la participación de padres y madres cuando ven que sus propuestas son tenidas en cuenta y que su acción tiene que ver directamente con la mejora de los aprendizajes de sus hijos (Elboj, Puigdellívol, et al., 2006).

Figura 2: Estructura de funcionamiento de los grupos interactivos.


Por poner un ejemplo de esto último, mencionaremos, brevemente, una investigación reciente hecha sobre una de las prácticas de Comunidades de Aprendizaje y su efecto en el aprendizaje y la socialización del alumnado con discapacidad: concretamente la práctica de los grupos interactivos (Molina, 2007). Se trata de una forma de organizar el grupo-clase en una asignatura concreta, pongamos por caso lengua, en cuatro grupos heterogéneos de cinco o seis alumnos cada uno. Cada grupo es atendido por una persona adulta, familiar o no, que actúa como voluntaria. La maestra ha preparado cuatro actividades diferentes, por ejemplo, lectura, escritura, ortografía y sintaxis. En función de la duración de la sesión, los grupos cambian de actividad y voluntario cada quince o veinte minutos. Al final de la clase todo el mundo ha realizado las cuatro actividades previstas. La función del voluntariado no es necesariamente explicar temas o procedimientos, sino favorecer la interacción entre los miembros del grupo, velar porque ningún alumno se quede atrás y recordar el tiempo disponible y las normas básicas de trabajo (véase la figura 2).

¿Cuáles fueron los resultados de la investigación? Los más relevantes, por lo que aquí nos ocupa, fueron el espectacular incremento del índice de actividad (Ia) durante las sesiones. Entendemos este índice como el resultado de dividir el tiempo en que el alumno está ocupado en acciones directamente vinculadas al aprendizaje (Ta): atender a una explicación, hacer su trabajo, consultar a un compañero, etc., por el tiempo total de la actividad (Tt): tiempo que incluía los periodos en que el niño o niña estaba distraí-do, esperando un material o una ayuda, aguardando para comenzar su trabajo o para que le fuera corregido, etc. Esta división, multiplicado su resultado por 100, nos daba el índice tal como muestra la siguiente fórmula:


Sabemos que este índice normalmente no es muy alto y que, en el caso del alumnado con discapacidad integrado en la escuela regular, acostumbra a ser alarmantemente bajo. Pues bien, en las actividades organizadas en grupos interactivos analizadas los índices de actividad del alumnado con discapacidad se movieron entre el 70 y el 100%. Ello nos confirma una de las ventajas de esta forma de trabajar, que ya conocíamos con respecto al conjunto del alumnado pero que ahora se mostraba claramente en el caso de los alumnos con discapacidad: el mantenimiento del interés y la actitud activa ante las tareas de aprendizaje. La otra constatación, no menos importante, fue la espontaneidad con que se daba el apoyo entre iguales, como práctica habitual en el funcionamiento de los grupos.

El nuevo «rol» del maestro de educación especial o de apoyo. ¿Quién recibe el apoyo?

Desde una perspectiva inclusiva la escuela debe reunir las condiciones para atender a toda la población, sin distinciones, en edad escolar. En consecuencia el «peso» de los cambios debe recaer sobre la propia institución, que, como tal, necesitará en muchos casos recibir apoyo. Los apoyos se dirigen pues al proceso de reformulación de la escuela para devenir más inclusiva, en definitiva, para aumentar la calidad de la enseñanza que proporciona. Y algo parecido ocurre con las necesidades que surgen cuando dentro de un grupo-clase debemos atender a alumnado con discapacidad. El apoyo, en primera instancia, se dirige al profesor, que en definitiva es el responsable del progreso de todos los alumnos. De ahí que sea el trabajo colaborativo (algo no siempre fácil de alcanzar) entre el profesor de aula y el profesor de apoyo u otros especialistas lo que garantiza una mejor atención del alumnado. En efecto, cuando ambos profesionales trabajan conjuntamente, ya sea revisando la programación de las actividades que se llevan a cabo en el nivel en cuestión o interviniendo juntos dentro del mismo salón de clases, se consiguen objetivos muy importantes de los que cabe resaltar dos:

En primer lugar, el profesor de apoyo se ve obligado a trabajar «en» el contexto habitual del alumno o alumna a quien apoya: su aula. Esto reduce uno de los mayores problemas que siempre ha planteado la reeducación «fuera del aula»: la falta de transferencia. Son pocas las veces que lo que el alumno aprende en una situación artificial de «uno a uno» fuera del aula lo incorpora luego a sus actitudes y capacidades de acción dentro de ésta. Contrariamente, cuando analizamos los logros alcanzados en situaciones en que el apoyo lo da (el profesor de apoyo, un voluntario, un familiar, etc.) dentro del aula, los logros alcanzados perduran, aun cuando esta persona ya no se encuentre dentro del aula. Y más incluso cuando el apoyo no es estrictamente individual, sino que se proporciona mediante la organización del aula en grupos cooperativos.

En segundo lugar, el apoyo colaborativo con la presencia de dos profesores dentro del aula da lugar a lo que podemos entender como aprendizaje vicario. Efectivamente, el hecho de que ambos compartan unas mismas actividades y el manejo de los alumnos, incluyendo al alumno con discapacidad, dentro del contexto del salón de clases permite el traspaso, a veces no consciente o explícito, de saberes y de saber hacer entre uno y otro. El profesor tutor puede observar in situ las estrategias que utiliza el profesor de apoyo para optimizar el aprendizaje y regular la conducta del alumno dentro del grupo y, a su vez, el profesor de apoyo puede observar el contexto habitual del alumno y aprender, al mismo tiempo, del manejo del profesor titular. Podemos ver ambas cosas reflejadas en la figura 3, en la que se esquematizan las principales diferencias entre las concepciones tradicionales de apoyo, basadas en la ayuda directa e individual, y la concepción inclusiva que se fundamenta en la cooperación entre los profesores y en una concepción contextual del apoyo dentro del grupo.

El apoyo en el ámbito de la educación física

Debo confesarles que mis conocimientos sobre educación física se reducen a mi propia práctica deportiva (inferior a la que debería ser...) y a la suerte de haber colaborado con diferentes profesionales de la educación física y, en la actualidad, con el Grupo de Estudio sobre Educación Física e Inclusión del Alumnado con Discapacidad que dirige la Dra. Merche Ríos. Pero todo esto ha sido suficiente para que me planteara una gran paradoja que afecta a esta área cuando hablamos de la inclusión del alumnado con discapacidad:

¿Cómo es que todo el discurso que tenemos quienes estamos trabajando teórica y prácticamente en el ámbito de la educación inclusiva (colaboración interprofesional, formas de apoyo en el aula, etc.) se aplica tan poco en el ámbito de la educación física? ¿En cuántas escuelas e institutos los maestros de educación especial y de apoyo o los psicopedagogos dirigen también sus acciones de refuerzo al profesorado de educación física? La respuesta es que en pocos lugares se da esta situación. El apoyo siempre se dirige a las áreas instrumentales (lenguaje y matemáticas) y a las conceptuales (lo relacionado con el conocimiento del medio). ¿A qué se debe esta situación?

Figura 3: Perspectivas del apoyo.


Se acostumbran a dar unas razones que en mi opinión no explican este hecho o que, en el mejor de los casos, constituyen «pseudoexplicaciones». Veámoslas:

1. Falta de tiempo. Siempre disponemos de menos tiempo del que quisiéramos para el apoyo al alumnado con dificultades y esto exige priorizar. Es cierto que el tiempo disponible no siempre es el óptimo, con lo que se hace más necesaria la priorización. Pero en cualquier caso esta priorización debería responder a criterios personalizados en función de las necesidades del alumnado, y ello debería provocar que en algunos casos se priorizara lo conceptual, pero en otros (por las dificultades de adaptación, comprensión o de conducta, etc.) se debería priorizar el apoyo en el área de la educación física.

2. Especialización. El maestro de educación especial o de apoyo y el de educación física son dos especialistas. Se entiende que el apoyo debe dirigirse desde la especialidad al maestro o la maestra generalista. ¡Craso error! Los apoyos no contemplan esta pretendida jerarquía (que no es tal en la realidad), sino que son por naturaleza mayoritariamente interprofesionales.

3. Por su dinámica y naturaleza el área de la educación física permite un mejor manejo del alumnado con discapacidad. Dicho de otro modo, es más fácil integrar a un alumno en el área de educación física que en las demás áreas curriculares (quizá con excepción de la plástica). No estoy seguro de esta calificación, pero creo que estamos ante una verdad a medias. Cierto es que la sesión de educación física puede tener un carácter menos formal, permitir y promover el movimiento, facilitar el contacto y la experimentación corporal, etc. Pero estoy seguro de que esto no es suficiente para garantizar la integración del alumno con discapacidad. Según las características del profesor, y también del niño o la niña, este contexto puede favorecer la inclusión o, por el contrario, la pasividad y el aislamiento de aquellos alumnos. Creo que esto quedó demostrado en la investigación que me sirvió de tesis doctoral, cuando pude analizar con detenimiento el grado de participación del alumnado con discapacidad en entornos más o menos estructurados (Puigdellívol, 1995). Por lo tanto, el carácter específico de la educación física, que también tiene un componente teórico, no garantiza per se la inclusión. Y quisiera añadir que si el resto de áreas curriculares no se abordaran, como sucede a menudo, de un modo tan tradicional sino más dinámicamente, y favorecieran la actividad y el movimiento del alumnado, las diferencias formales entre las diferentes áreas curriculares no deberían ser tan grandes.

A mi modo de ver, son otras las razones que llevan a un tratamiento tan diferenciado de la educación física cuando se trata de la organización del apoyo. Vaya por delante que no puedo sostener mi impresión en los resultados de ninguna investigación. No conozco ninguna sobre el tema, aunque por otro lado creo que sería de interés llevarla a cabo. Concretamente señalaría dos razones principales:

• El área de educación física sigue arrastrando el estigma de área secundaria en el proceso formativo. Nos guste o no, este lastre sigue vigente en nuestro país y desconozco hasta qué punto puede seguir tratándose de una secuela del tratamiento o la manipulación que sufrió la educación física escolar durante los cuarenta años de dictadura franquista (¿otro posible tema de estudio?). En cualquier caso, estoy convencido de la falsedad de esta percepción de la educación física: en primer lugar, por el peso que esta área tiene en la formación y, sobre todo, en la calidad de vida de toda persona. Y quiero añadir que este peso se ve incrementado cuando hablamos de personas con discapacidad. No me extenderé en ello, pero me parece evidente que los efectos fisiológicos de la educación y la actividad física pueden ser altamente necesarios para muchos de estos niños y niñas. En segundo lugar, por los efectos de la actividad y la educación física en el autoconcepto, algo importante en todo proceso formativo, y de un modo especial en el de las personas con discapacidad. Y finalmente, no por orden de importancia, los evidentes efectos de la educación física en el proceso de socialización (Ríos, 2005). ¿Cómo podemos relegar estos tres importantes componentes formativos de la educación física precisamente cuando hablamos de alumnado con discapacidad? ¿Cómo podemos situar en un segundo plano, cuando no marginar del todo, el apoyo a esta importante área curricular y formativa?

• La segunda razón a la que quería referirme también es otro lastre: el lastre de la mal llamada «exención» de la educación física4 en el currículo de algunos alumnos con discapacidad. Por suerte, en la actualidad se ha luchado mucho en contra de este concepto de la exención y ésta ha sido una de las principales aportaciones de mi colega Merche Ríos, tanto desde la perspectiva teórica como desde la práctica, en sus trabajos de inclusión del alumnado con cardiopatías o con osteogénesis imperfecta5 en las sesiones de educación física.6

Con base a todo lo anterior, y para no limitarme al mero análisis, quisiera terminar con seis propuestas que, a mi modo de ver, contribuirían enormemente a la adecuada ubicación de la educación física en los procesos de inclusión educativa.

1. Normalizar la colaboración: es necesario que el conjunto de profesionales vinculados por su participación en procesos inclusivos se convenzan de la necesidad de colaborar estrechamente. Y esto atañe también al profesorado de educación física (Ríos, 2006; Rodríguez, 2011). Antes he hablado del apoyo en la escuela inclusiva. Pues bien, todo lo que allí se dice afecta también a las sesiones de educación física. Por supuesto que siempre tendremos que priorizar: pero la priorización se debe llevar a cabo de acuerdo con las necesidades del alumnado con discapacidad (presentes y de cara al futuro), en las que no se puede desconsiderar su calidad de vida. En algunos casos deberemos priorizar aprendizajes instrumentales como el lenguaje, la comunicación, etc. Pero en otros deberán formar parte de esta priorización las importantes competencias que se alcanzan a través de la educación física. Lo importante es que cuando prioricemos partamos de las necesidades del alumno, y no de unas invisibles, pero muy influyentes, jerarquías absurdas entre contenidos o áreas.

2. Destacar la importancia de la vertiente educativa de la fisioterapia: la colaboración entre el profesorado de educación física y el fisioterapeuta resulta de máximo interés cuando estamos trabajando con alumnado que presenta importantes alteraciones motoras. La fisioterapia, que tiene un importante componente médico y fisiológico, cuando acude a la escuela debe también supeditarse a la orientación educativa y trabajar en la misma dirección que el resto de profesionales. Los esquemas de «rehabilitación» que configuran el bagaje de estos profesionales deben ponerse al servicio de los «esquemas de acción educativa», primando la visión global del niño o la niña con discapacidad y respondiendo a sus necesidades educativas. Por fortuna no son pocos los y las fisioterapeutas que, trabajando en esta dirección, forman parte activa del equipo educativo que atiende al alumnado con discapacidad, constituyendo al mismo tiempo un puntal en estos procesos inclusivos.

3. Utilizar métodos y estrategias inclusivas en las sesiones de educación física: ya hemos dicho que la educación física, como cualquier otra área, por sí misma no es inclusiva, sino que puede hacerse inclusiva. Ello supone revisar metodologías de trabajo y ensayar estrategias que favorezcan la participación y el aprendizaje de todos (Ríos, 2006). Algunas de las prácticas que hemos revisado antes, como las del alumnadotutor o el apoyo entre iguales, pueden ser aplicables a la educación física.

4. Expectativas: hemos de creernos que con nuestras acciones educativas podemos «cambiar la vida de las personas». Y es que la educación tiene este sentido, especialmente cuando trabajamos con alumnado que presenta alguna discapacidad. Ya hemos visto que toda discapacidad se puede reducir, y que la educación, también la educación física, es un importante instrumento para ello en la medida que conseguimos que nuestros alumnos sean más capaces, tengan un mejor autoconcepto, aprendan al máximo de lo que les permiten sus capacidades y, sobre todo, aquello que será significativo para su vida y para su calidad de vida. Saber que podemos cambiar la vida de las personas no sólo nos da noción de nuestra capacidad como educadores sino, ante todo, de nuestra responsabilidad; de lo importante que es nuestro compromiso con el futuro de nuestros alumnos.

5. En relación con el deporte y el deporte adaptado quisiera hacer una reflexión: la inclusión no significa negar el efecto positivo que puede tener el contacto entre personas que comparten unas necesidades de apoyo semejantes. Al contrario, especialmente a partir del periodo de la adolescencia, si no antes, puede ser de interés que quienes así lo deseen dispongan de ámbitos en los que compartir sus éxitos, sus dificultades, sus aspiraciones, etc. Del mismo modo que estamos en contra de la escolarización segregada (que priva la posibilidad del contacto con los iguales en edad, entorno social, etc.), creemos que es negativo impedir el contacto entre quienes comparten necesidades o experimentan limitaciones semejantes. Las fórmulas de grupos de amigos, a veces dinamizados por algún educador, favorecen estos contactos y la posibilidad de compartir experiencias y maduración en los procesos de transición a la vida adulta. Pues bien, en este punto el deporte adaptado puede cumplir una función parecida. Entonces, si bien es necesario trabajar para que todas las personas tengamos acceso al deporte y a las diferentes instalaciones y ofertas deportivas, no creo que sea una contradicción profundizar simultáneamente en la extensión de la oferta de deporte adaptado.

6. Mirar en la misma dirección: cualquier forma con que nos dotemos en el centro educativo para favorecer el progreso del alumnado con discapacidad, llámese adecuación curricular individualizada (ACI), plan individualizado (PI), plan individualizado escolar (PIE), etc., debe contar con la colaboración de los profesionales y agentes que intervenimos en el mismo. Es importante que se tracen proyectos o planes personalizados, que impliquen la máxima participación del alumno o alumna en su grupo y que se apoyen en sus capacidades más que en cualquier otra consideración. El trabajo por competencias, más allá de la separación un tanto arbitraria de áreas y contenidos, debe ser aprovechado por todos y, entre otras cosas, debe servir para que desde todas las áreas, sin jerarquías previas, contribuyamos a que todos los alumnos y alumnas desarrollen las competencias que van a necesitar para manejarse en una sociedad que no alcanzamos aún a imaginar y para gozar de la calidad de vida que deseamos para nuestros hijos e hijas.

3.4. El modelo de actividad física adaptada

Fundamentación teórica

La Federación Internacional en Actividad Física Adaptada (International Federation of Adapted Physical Activity, 2012) especifica que la actividad física adaptada (AFA) es una rama profesional de la kinesiología, la educación física, el deporte y las ciencias del movimiento humano, que está dirigida a personas que requieren una adaptación para practicar actividades físicas. Estos individuos tienen características específicas, posiblemente derivadas de una discapacidad que les dificulta el acceso a la práctica en condiciones ordinarias. El calificativo de «adaptada» pone el acento en las modificaciones que habría que introducir para conseguir eliminar las barreras que impiden la participación de la persona, con independencia de lo que se pretenda con el programa, pudiendo ser un medio para educar, para la recuperación de funciones, para el divertimento o la competición. Numerosos autores (De Paw y Gauron, 2005; Ruiz, 1994; Sherril, 2004) han realizado propuestas sobre cómo llevar a cabo estas acciones. Sin embargo, consideramos que son parciales, ya que se han centrado en la modificación de algunos aspectos, dejando de lado otros. No se trata tan sólo de identificar la discapacidad para, de forma lineal, proponer un cambio en la propuesta inicial. Aunque es obvio que se pueden encontrar aspectos comunes en las adaptaciones que habría que proponer a las personas con una discapacidad en concreto, como la visual, no podemos caer en el error de pensar que serían las mismas para todos los individuos de características similares. Tampoco se podrían generalizar las adaptaciones atendiendo a los ámbitos, como podría ser el educativo, el de competición o el terapéutico, ya que es evidente que serían parciales e incompletas.

El ser humano está interactuando con el entorno permanentemente, tanto recibiendo informaciones como al mismo tiempo emitiendo respuestas. Para que los seres vivos en general y los humanos en particular podamos vivir, necesariamente debemos responder a las demandas del contexto. Así, cuando el organismo detecta que aumenta la temperatura externa, se inicia el proceso de sudoración, como un mecanismo de termorregulación. En este caso ha habido una demanda del entorno y una respuesta por parte del individuo. Si no fuese así, tendría serias dificultades para la supervivencia. Vivir implica relacionarse con el contexto, interactuar con él. Únicamente si el intercambio es fluido, el individuo consigue dar una respuesta eficaz que garantice su autonomía y supervivencia. Los individuos poseen características y capacidades como peso, estatura, coordinación, velocidad o una actitud psicológica para responder a las demandas ambientales (Newell, 1986). Desde una perspectiva ecológica, y atendiendo concretamente a la motricidad, estas relaciones pueden darse a dos niveles (Ruiz, 1999, figura 4).

Por un lado, necesariamente tenemos que emitir respuestas motrices, con mayor o menor nivel de complejidad, como elevar el pie a una determinada altura para superar un escalón, o, al pretender coger una pelota, abrir la mano adecuadamente a su tamaño, ya que no sería la misma acción para una pelota de tenis que para una de playa, correspondiendo esto al «entorno físico». Pero por otro, nos relacionamos con otras personas, atendiendo a pautas sociales, condicionantes y reglas que no siempre están escritas, pero que cuando se transgreden, crean conflictos en el grupo, resintiéndose las relaciones. Nos estamos refiriendo tanto a las relaciones que se establecen con el medio físico como con el social. En ambos casos dependerá de las capacidades que haya desarrollado el individuo, para responder de forma eficaz a las demandas de la tarea que deba realizar. Esta perspectiva nos ha llevado a compartir las teorías que abordan la adaptación de las actividades físicas desde planteamientos ecológicos (Davis y Broadhead, 2007), en las que se hace imprescindible atender a cómo el sujeto interactúa condicionado por el entorno. Burton y Davis (1991) proponen un modelo que analiza la adquisición de habilidades motrices a partir de la interacción establecida con su entorno (Ecological Task Analysis, ETA). Se entiende que éste es una fuente permanente de estímulos, por lo que el sujeto continuamente debe ajustar su comportamiento; para ello los analizará previamente, tomando la decisión que considere oportuna, para, finalmente, emitir la respuesta motriz.

Figura 4: Interacción individuoentorno.


En 1997 la Organización Mundial de la Salud publicó una versión en borrador donde se establecían las bases de lo que posteriormente daría lugar a la sustitución de la clasificación de Deficiencias, Discapacidades y Minusvalías, por la Clasificación Internacional del Funcionamiento, la Discapacidad y la Salud (CIF) (WHO, 2001). En este nuevo modelo, no sólo se clasifican y describen las discapacidades sino que, sobre todo, se atiende a las potenciales limitaciones que se podrían derivar y cómo el individuo puede verse condicionado al interactuar con el entorno, denominándolos «factores ambientales», pudiendo tener éstos una incidencia directa sobre la salud. Asimismo, también se ha contemplado que la participación del individuo dependería de las actividades que realice. Una vez más podemos comprobar la importancia de la interacción en la situación de la persona. Por lo tanto, es imprescindible abolir viejos conceptos que establecen relaciones lineales de causa y efecto que llevan a la «homogenización» de respuestas, únicamente en función de la discapacidad.

La esencia de la actividad física dirigida (en la que interviene un profesional, dando orientaciones respecto a lo que hay que realizar) radica en la propuesta que haga el profesor y en su forma de presentarla y llevarla a cabo. Todo esto se concreta en la tarea motriz. Así, Parlebas (1981) la entiende como el conjunto organizado de condiciones materiales y de obligaciones que definen un objetivo cuya realización necesita del empleo de uno o varios de los participantes. Por otro lado, Zabalza (1993) considera que son la materialización de los contenidos en pequeñas unidades de aprendizaje. Famose (1990) va más allá afirmando que puede tratarse de una actividad autosugerida o sugerida por otra persona, que motiva la realización de una o varias acciones motrices siguiendo unos criterios muy precisos de éxito. Sin embargo, ya Blázquez (1982) afirmaba que la tarea era la información que proporcionaba el profesor, la cual está constituida tanto por la preparación y acondicionamiento del medio, como por las instrucciones que se dan para realizar la acción. En este caso, el acento se pone en las consignas que da el profesor para intervenir sobre el entorno en el que se llevaría a cabo la tarea. Es obvio que no nos podemos desvincular de él, ya que permanentemente está incidiendo y condicionando la ejecución final. La esencia básica de los programas de actividad física la constituyen las tareas motrices, ya que estas orientan las respuestas que deba emitir el individuo, pero estando siempre condicionados por el contexto (físico y social). Previamente habrá que realizar un análisis tanto de las características de la tarea inicialmente prevista para todo el grupo como de las del individuo, para identificar sus necesidades y potencialidades (figura 5).

Figura 5: Análisis previo a la adaptación.


Figura 6: Adaptación de actividades físicas.


Modelo de AFA

Así, por un lado, la aproximación a la adaptación de las actividades físicas desde postulados ecológicos (Sherril, 1995), y, por otro, la nueva CIF, nos llevó en 1999 a presentar un modelo (figura 6) que contemplase plenamente el entorno y las interacciones que a partir de ahí pueden establecerse, coincidiendo en gran medida con otras propuestas más recientes (Hutzler, 2007).

Para llevar a cabo con éxito cualquier acción motriz voluntaria, el individuo precisa tener desarrolladas unas determinadas capacidades mínimas. Así, por ejemplo, si tuviese que levantar un objeto, como mínimo precisaría realizar una fuerza en kilogramos superior a la de ese peso. Si, atendiendo a valores medios de fuerza de la población, no fuese capaz de realizar dicha tarea, deberíamos iniciar el proceso de adaptación para que le fuese accesible. Posiblemente, lo más sencillo sería disminuir la dificultad de la tarea que debe realizar. En este caso, aligeraríamos el peso. Pero si únicamente nos conformásemos con esta medida, aunque pudiese realizarla, no estaríamos contribuyendo a que la persona fuese más independiente, ya que no se podrían adaptar a sus características todas las actividades que tuviese que realizar en la vida cotidiana. Es decir, al tiempo que modificamos la tarea prevista y se la hacemos accesible, también sería necesario trabajar a medio y largo plazo, pretendiendo el desarrollo de sus capacidades para aumentar su eficiencia en la interacción con el entorno. En definitiva, se trata de «reducir» la distancia existente entre la dificultad de la tarea y las exigencias de ésta con respecto a las capacidades del individuo. Para ello tenemos dos opciones, o bien disminuimos el nivel de exigencia (de forma inmediata) o nos planteamos el desarrollo de sus capacidades (a medio y largo plazo), o ambas a la vez. Para que estas opciones fuesen posibles, deberíamos iniciar el proceso de adaptación de la actividad.

La mayor parte de las veces, el éxito o el fracaso de la adaptación se atribuye exclusivamente a la intervención del profesor, monitor o animador de la actividad, sin embargo hay multitud de aspectos que no dependen de él y que son determinantes del resultado final. Esto nos lleva a considerar los siguientes aspectos:

Macroadaptaciones. Son las decisiones que son llevadas a cabo por el gestor, el director de las actividades o la entidad, el legislador o el político, pero en ningún caso son competencia del profesor de educación física o del monitor. Son aspectos que condicionan e incluso determinan las condiciones en las que se podrán llevar a cabo las adaptaciones. Así, tendremos en cuenta los siguientes elementos:

■ Deberíamos plantearnos de qué manera los aspectos organizativos y de gestión pueden condicionar la adaptación y en definitiva la inclusión de la persona con discapacidad. De esto dependerá, por ejemplo, el número de alumnos por aula, o los horarios que se atribuyan a la práctica en cuestión, el profesional que se asigne al grupo, las instalaciones que se le adjudiquen, etc.

■ Por otro lado, hay que contemplar la gran trascendencia del marco legislativo sobre la ordenación de las condiciones en la que se desarrollan los programas. Es obvio cómo la existencia de una u otra ley determina el sistema educativo, determinando el número de alumno por aula, la existencia o no de profesores de soporte o incluso si la educación debe ser segregada o inclusiva.

■ Los aspectos económicos, inciden de forma muy directa en casi todos los otros elementos, ya que garantizan la viabilidad de los recursos para que las leyes puedan ser aplicadas y desarrolladas.

Microadaptaciones. Las adaptaciones más visibles e inmediatas son aquellas que lleva a cabo el monitor, el entrenador o el profesor. En definitiva, nos estamos refiriendo al responsable inmediato de la actividad, que es el que la propone y conduce. Éste tendrá la capacidad de incidir y modificar los distintos elementos directos de la práctica en sí. Los aspectos que a continuación se enumeran son competencia exclusiva del profesor de educación física. No serán decisiones tomadas al azar o de forma arbitraria, sino que lo serán a partir de una evaluación previa y exhaustiva del individuo, por un lado, pero al mismo tiempo también de cómo éste se podría relacionar con la tarea, por otro. En el primer caso nos referiremos a la detección de necesidades o evaluación inicial (será comentada de forma exhaustiva en el siguiente apartado). Se tratará de identificar todas aquellas características de la persona que puedan condicionar su práctica. Esta evaluación pretenderá conocer la interacción que el individuo establece con el entorno, pudiendo ser ésta tanto cualitativa como cuantitativa. Este conocimiento exhaustivo de la persona, por un lado, y de la tarea, por otro, nos permitirá tomar una serie de decisiones que nos llevan a incidir sobre los siguientes aspectos:

Metodología. Se referirá a todos aquellos elementos que tienen que ver con la forma de presentar la tarea y de organizarla. Uno de los aspectos más significativos de la metodología se refiere a la información. Son varios los aspectos a tener en cuenta:

♦ ¿Cuándo se informa en relación con la tarea?

Antes. Se dan instrucciones antes de la ejecución de la tarea.

Durante la propia relación de la tarea.

Después de que haya finalizado la ejecución de la tarea.

♦ ¿Sobre qué se informa?

Organización. Se dan orientaciones acerca de aspectos relativos a la organización. Así, se explicarán en qué momento se coge el material, cómo se distribuyen los alumnos o practicantes o cómo saber cuándo empieza y acaba la actividad, entre otros.

Cómo realizar la tarea. Se explicará en qué consiste la tarea. La cantidad y tipo de información que aquí se dé dependerá del estilo de enseñanza que se utilice. Así, en metodologías muy directivas, como el mando directo, se especificarán muy claramente las condiciones y las formas de ejecución, mientras que en otras menos directivas, las orientaciones que se darán serán mínimas, debiendo el alumno decidir cómo dar la respuesta. En esta franja nos moveríamos cuando nos refiriésemos a una estrategia inclusiva como la cooperativa, en la que cada alumno haría una aportación diferente, en aras de conseguir una respuesta grupal final. En capítulos posteriores se detallará.

Motivación. Es necesario que el alumno se sienta implicado en la sesión y en las tareas que se le propongan. Por ello, el rol que desempeñe el profesor respecto a la motivación será trascendental. Partiendo de la detección de necesidades, a la que nos hemos referido anteriormente, y de forma más concreta al estilo de aprendizaje, será necesario diseñar un plan individualizado de motivación. A pesar de que en ocasiones se empleen motivaciones extrínsecas, de forma mayoritaria habrá que emplear las intrínsecas, ya que será mucho más positivo que el interés se derive de la práctica por sí misma.

Control de la sesión. Una vez se ha puesto en marcha la sesión y se esté llevando a cabo la tarea, el profesor interviene reestructurándola y estableciendo ciertos elementos de control, para que pueda mantenerse el adecuado orden que garantice su buen desarrollo.

♦ ¿Cómo se informa?

Que se emplee un canal informativo u otro no dependerá del azar o de las preferencias del profesor, sino que se decantará por uno u otro en función de lo que se ha detectado en el estilo de aprendizaje.

Mediante explicación verbal. Aunque ésta suele ser la forma mayoritaria de comunicar con los alumnos, no debe ser la única. Así, en el caso de que se trate de alumnos con discapacidad intelectual, habrá que adecuar el tipo de vocabulario que se emplee a sus capacidades de comprensión. O bien, en el supuesto de que el practicante pudiese tener un trastorno del déficit de atención e hiperactividad (TDAH), será imprescindible previamente captar su atención. Cuando se trate de alumnos con discapacidad visual, habrá que tomar conciencia de que la mayor parte de la información vendrá por el canal auditivo, por lo que será necesario ser muy precisos con las palabras empleadas.

Demostraciones. A pesar de que se emplee el discurso verbal, también será conveniente emplear la demostración, ya que supondrá un gran refuerzo a la idea que se pretenda transmitir. En el caso de alumnos con dificultades cognitivas, éste será uno de los procedimientos prioritarios, ya que es concreto y práctico, alejándose de conceptos más abstractos, habituales cuando se utiliza la palabra.

Ayuda táctil. Ante ciertas dificultades de ejecución, esta ayuda refuerza y da seguridad, además de que puede llegar a suplir la información visual.

Tarea. Se trata de uno de los elementos centrales del proceso de adaptación, para facilitar la inclusión de todos los alumnos. Diferenciaremos dos criterios al diseñar las tareas que posteriormente se vayan a proponer. En primer lugar, cuando se esté pensando en la propuesta que vaya dirigida a todo el grupo, se planteará una tarea que sea lo suficientemente abierta y flexible para que todos puedan implicarse de forma activa. En segundo lugar, tras conocer la propuesta para el grupo y haber realizado la detección de necesidades, estaremos en condiciones de introducir las modificaciones que se consideren oportunas, para que sea accesible también al practicante con necesidades especiales. En ambos momentos, habrá que tener un exhaustivo conocimiento de sus características, de su naturaleza y de su estructura. Éstas pueden ser analizadas desde perspectivas muy diversas. En algunos casos, se atenderá a criterios fisiológicos y a la carga de trabajo (Duran, 1986) que pueda suponer para el alumno; en otros a aspectos biomecánicos, como la superficie de la base de sustentación; en otros se tendrá en cuenta la tipología de la interacción que se establezca con otros participantes (sin interacción, de cooperación, de oposición, de cooperación-oposición) y la naturaleza del medio donde se lleva a cabo la acción (estable o inestable) (Parlebas, 1988).

A partir del conocimiento de la tarea, se estará en condiciones de introducir aquellas adaptaciones que se consideren oportunas con tal de facilitar la participación e inclusión de los alumnos con necesidades especiales. Así, en algunos casos, si un alumno con una leve dificultad de movilidad tuviese que saltar una valla, sólo se trataría de modificar la altura del obstáculo a superar, pero la tarea en sí seguiría siendo la misma. Mientras que si se tratase de un usuario de silla de ruedas, habría que buscar una alternativa, donde el protagonismo lo tuviese la acción de los brazos. Más adelante, se especifican toda una serie de estrategias que podrían ser llevadas a cabo (véase el capítulo 7: «Estrategias inclusivas»). Habrá que prestar especial atención a los juegos, ya que es una de las estrategias más empleadas en los programas de actividades físicas. Al tratarse de una actividad reglada, en la que convergen cuestiones que condicionan totalmente el desarrollo y las condiciones de la práctica, tenemos en nuestras manos introducir las modificaciones que se consideren oportunas con tal de conseguir que realmente pueda ser inclusiva. En algunos casos, podremos modificar el rol y las atribuciones del alumno con discapacidad intelectual en el juego de «quitar la cola al oso», para garantizar que pueda permanecer todo el tiempo jugando junto con el resto de compañeros, mientras que en otros, se asignarán roles privilegiados. En cualquier caso habrá que partir de un exhaustivo conocimiento del juego y de su estructura antes de proponer cualquier modificación, para que sea realmente efectiva y no arbitraria.

Material. Éste es uno de los elementos mediante el cual es más fácil identificar la permanente relación entre el entorno y el individuo. Éste deberá cogerlo, recibirlo, superarlo, franquearlo, lanzarlo, tocarlo, apoyarse, sostenerse en él, le podrá ayudar a flotar, o bien lo hundirá, le facilitará o dificultará la deambulación, lo levantará, dejará caer, lo asirá, etc. Permanentemente, estará relacionándose con el material, por lo que en algunas ocasiones éste podrá constituir un obstáculo para que todos los participantes puedan tomar parte en la actividad. Podría ser que su textura, su forma o su dureza no fuesen las óptimas para ser manipulado por algún alumno. Así, por ejemplo, en función del diámetro del aro de la silla de ruedas y de la longitud de los brazos del usuario y de su fuerza, éste podrá encontrarse cómodo o será incapaz de propulsarse y avanzar de forma eficiente. Asimismo ocurre con el tamaño de la pelota que condiciona totalmente la forma de agarrarla. Por lo tanto, se trataría de conocer, una vez más, cuáles son las dificultades que podría tener y proponer un material alternativo al inicial, que se adecue a las características del usuario. En otras situaciones, se debería favorecer su movilidad. Algunas de las características que podríamos contemplar en el material para manipularlo son las siguientes:

Potenciador de la movilidad. Algunos materiales pueden suplir, ayudar o contribuir a la movilidad del individuo. Éste sería el caso de las sillas de ruedas, de las muletas, de las aletas para nadar, de los patines, de las manoplas, de las tablas deslizantes, etc.

Informativo. Hay que prestar atención a la capacidad que tienen los materiales empleados de transmitir cierta información y, obviamente, de cómo el practicante lo percibe. Así, en el caso de personas con discapacidad visual, habrá que emplear balones sonoros para poder seguir su trayectoria como alternativa a la visión.

Manipulativo. En algunos casos puede que la persona tenga ciertas dificultades motrices que le impidan manipular adecuadamente un objeto. Por ejemplo, en el caso de que el practicante tenga espasticidad que le impida abrir adecuadamente la mano, como consecuencia de una parálisis cerebral, habría que emplear bolas que fuesen maleables, como la boccia, para que se adapten a su motricidad y pueden ser asidas y lanzadas.

Motivante. El material puede ser una manera de incentivar la participación. Si es seleccionado adecuadamente por el profesor, podrá crear expectativas, curiosidad, en definitiva, motivación por ser usado, por lo que puede convertirse en una forma de incentivar la participación de todos. Por eso será importante que sea seleccionado adecuadamente y que se valoren sus propiedades como fuente de motivación. Los materiales alternativos pueden ser una fuente de atracción que inciten al descubrimiento y a la práctica.

Protector. En ocasiones, la actividad o bien las características del participante pueden provocar que haya un cierto riesgo de padecer algún accidente. En estos casos habrá que tomar las medidas adecuadas para intentar prevenirlo y, sobre todo, reducir sus consecuencias. Por eso, con alumnos que tengan una marcha inestable, será aconsejable emplear rodilleras, coderas o incluso cascos o andadores.

Acondicionador. En numerosas ocasiones las tareas implican el empleo de materiales que acondicionan el entorno, «exigiendo» al practicante que emplee ciertas capacidades. Así, una valla en un recorrido supondrá que deba elevar la pierna a una cierta altura; un plinton, que tenga que trepar, y caminar por una colchoneta blanda, supondrá que la persona tenga que echar mano de sus mejores recursos para mantener el equilibrio, empleando los distintos músculos que fijan la articulación del tobillo. Por lo tanto, habrá que ser muy consciente de las consecuencias que pueda tener el material que empleemos al acondicionar el espacio. Se tendrá que valorar cuáles son las capacidades que se ponen en juego en cada momento, lo que eso exige al participante y de qué forma puede contribuir o no a su inclusión.

Instalaciones. Entre las instalaciones que se tengan disponibles para llevar a cabo la actividad, atendiendo tanto a las características de la tarea como de los participantes, habrá que seleccionar aquella que mejor facilite la participación de todos. Por ejemplo, en el caso de las actividades acuáticas, habría que optar entre la piscina pequeña, que no cubre, o la grande y profunda, ya que se podría pasar de una tarea en la que se facilitaría la marcha a otra en la que sería imposible llevar a cabo un juego de persecución. Hay que tener en cuenta que la misma tarea realizada en una instalación u otra puede suponer el éxito o la imposibilidad de la práctica. Algunos de los aspectos que habría que tener en cuenta respecto al espacio son:

Ausencia de barreras arquitectónicas. El espacio tiene que ser un facilitador de la práctica y no un obstáculo, por ello habrá que valorar previamente, antes de hacer cualquier propuesta, que permita la libre deambulación de los usuarios, independientemente de sus capacidades. Habrá que prestar atención a la existencia de escaleras o rampas con mucha pendiente que dificultarían el acceso de los usuarios de sillas de ruedas.

Supresión de obstáculos. Se evitarán columnas, árboles o terrenos muy irregulares cuando el usuario tenga dificultades para desplazarse.

Superficies antideslizantes. Hay que prestar atención a superficies muy lisas que transmitan inestabilidad al practicante, poniéndole en riesgo de caer.

Superficies no abrasivas. Cuando haya riesgo de caídas se cuidará de que el pavimento no sea abrasivo y pueda producir erosiones en los participantes.

Espacios bien delimitados. En ciertas ocasiones, la limitación de las capacidades perceptivas de los usuarios (ya sea porque tengan una discapacidad visual o intelectual) puede dificultar su conocimiento claro sobre cuáles son los límites del espacio empleado; esto en ocasiones puede conllevar situaciones de riesgo. Por ello habrá que estar atentos a definir muy visiblemente el espacio de juego, ya sea mediante pintura de líneas, o mediante cintas señalizadoras, vallas, conos, etc.

Superficies estables o inestables. Aunque la mayor parte de las prácticas tradicionalmente se han llevado a cabo en entornos estables, en los que las condiciones de la superficie eran previsibles, ofreciendo siempre unas mismas características (pistas polideportivas, gimnasios, etc.), cada vez más se incorporan otro tipo de entornos no estables. En este caso la superficie no siempre se comporta igual, precisando una gran atención por parte del practicante para poder «leer» el entorno. Éste sería el caso, si la sesión de actividad física se llevase a cabo en un río con una mínima corriente o en la nieve, o simplemente si un partido de fútbol se desarrollase en una pendiente, con suelo irregular. Todas estas situaciones exigen que el usuario deba prestar gran atención a las características del entorno, siendo un caso evidente de cómo éste condiciona las acciones del individuo.

Reglamento. En ocasiones, cuando se trata de actividades regladas, como los juegos, se hace necesario introducir alguna modificación en las normas para que sea más fluido y que todos puedan participar de acuerdo con sus capacidades. Así, en el caso de que se tratase del «juego de los diez pases», y que participase un alumno usuario de silla de ruedas, se podría introducir una regla que impidiese que otros jugadores se le pudiesen acercar más de un metro.

De alguna manera se trata de que seamos muy conscientes de qué tipo de interacción está estableciendo el individuo con el entorno y de cómo ésta, a su vez, condiciona y determina la participación del mismo en la actividad. Si en la CIF (Whorld Health Organization, 2001) se atiende no sólo a la discapacidad, sino fundamentalmente a las actividades que lleva a cabo el individuo, y sobre todo a su participación social, es obvio que habrá que poner los recursos necesarios para que cualquier propuesta de actividad física sea facilitadora de estas relaciones y no lleve a la exclusión. Cualquier propuesta inclusiva no será válida más que si se atiende a la evaluación de todos los elementos que puedan intervenir en la tarea y en cómo el individuo interactúa con ellos. Porque sólo así los profesionales podrán hacer propuestas que realmente contemplen sus necesidades y garanticen la plena participación. Cualquier modificación en uno de los elementos del sistema puede suponer una alteración del resultado final; no obstante, esto debería ser considerado como una oportunidad para garantizar la accesibilidad. Son múltiples los elementos sobre los que podemos incidir, tal y como se muestra en la figura 7, con tal de incrementar o disminuir la dificultad de la tarea para adecuarla a las necesidades de los usuarios. De algún modo podemos establecer un paralelismo entre el profesor de educación física y el cocinero. Éste, si dispone de una despensa bien abastecida, podrá elegir los ingredientes (arroz, agua, especias, verduras, pescados, etc.), pero dependerá del tiempo de cocción y de la intensidad del fuego para que el plato final adquiera un sabor u otro. Lo mismo ocurre con el profesor o el monitor que tiene a su alcance distintos materiales, pudiendo elegir el tamaño de la pelota, la acción que habrá que realizar, el espacio donde se lleve a cabo y la participación o no de otros jugadores. Por lo tanto, será en función de cómo coordine todos estos elementos que finalmente su propuesta pueda ser inclusiva o no.

Figura 7: Elementos de la tarea sobre los que intervenir.


3.5. La evaluación

¿Evaluación inclusiva o evaluación de la inclusión?

La escuela inclusiva es una escuela que no acepta lo establecido, es una escuela inconformista, que permanentemente busca la superación y la mejora de sus propuestas. Es una institución innovadora que no se conforma con que sus alumnos «estén», sino que pretende que todos formen parte activa, tengan su parcela de protagonismo y sean una parte más del colectivo. Se trata de que realmente sea una «escuela para todos». Estos términos no constituyen unas palabras grandilocuentes, más o menos pomposas, sino que deben pasar de ser un paradigma a una praxis. Esto supone que permanentemente se deben introducir mejoras en todas y cada una de las acciones que se lleven a cabo en el entorno escolar, implicando su revisión y permanente cuestionamiento. Realmente, no son pocas las transformaciones que se han llevado a cabo en los últimos años, en los que ya casi todos los implicados asumen el reto de la inclusión. Se han iniciado importantes procesos de transformación que se han visto reflejados en los contenidos, en las metodologías, en la organización del centro y de aula, en la tipología de los soportes educativos. Sin embargo, escasean las experiencias innovadoras llevadas en la evaluación.

Ningún proceso de enseñanza y aprendizaje que pretenda el cambio podrá ser considerado riguroso si no implementa elementos que permitan recoger información, tanto de su desarrollo como de los resultados. Es imprescindible identificar y valorar la incidencia de las modificaciones llevadas a cabo. La evaluación de la inclusión no sólo pretende conocer cómo es vivido este proceso por los alumnos con necesidades especiales, sino que a su vez debe suponer una mejora de la calidad educativa, afectando a todos los agentes de la institución. Sólo así se podrá pasar realmente de una escuela uniformizadora, e incluso en ocasiones selectiva, a otra donde todos los alumnos tengan cabida, independientemente de sus capacidades. Esto implica hacer una revisión en profundidad, tanto del sentido de la evaluación como de sus prácticas. Una escuela inclusiva sólo podrá serlo si pone en práctica una evaluación inclusiva, una evaluación al servicio del ajuste de la ayuda educativa a todos y cada unos de sus alumnos (Coll y Onrubia, 1999).

La Agencia Europea para el Desarrollo de la Educación Especial (2012) inició en 2005 un proyecto para evaluar la situación de la evaluación en 23 países. Su objetivo era apoyar el proceso de enseñanza-aprendizaje en los centros educativos inclusivos. En este informe, se considera que la evaluación inclusiva es un enfoque de la evaluación en los centros ordinarios donde tanto la normativa como la práctica se diseñan para promover el aprendizaje del alumnado en la medida de lo posible. Por lo tanto, el objetivo primordial de la evaluación inclusiva es que todas las normativas y los procedimientos sobre evaluación deben respaldar y fomentar la inclusión y la participación de todos los alumnos que puedan ser objeto de exclusión, incluidos aquéllos con necesidades educativas especiales. Desde esta perspectiva, la práctica de la evaluación inclusiva no debe ser considerada como un conjunto de acciones que tengan que ser llevadas a cabo de forma específica, sino que deben erigirse en la forma general de evaluación, constituyendo por sí misma una buena práctica de evaluación para todos. Es decir, que tanto los alumnos con necesidades educativas especiales, como sus compañeros tendrían derecho a que se les aplicase una evaluación inclusiva.

El objetivo primordial de la evaluación inclusiva es que todas las políticas y procedimientos de evaluación apoyen y mejoren la inclusión y la participación satisfactoria de todo el alumnado susceptible de exclusión, incluido aquél con necesidades educativas especiales. Debe responder al objetivo de contribuir a la creación de una cultura para el aprendizaje y no meramente del aprendizaje, en el marco de una cultura escolar inclusiva (González, 2010). Son varias las combinaciones que aparecen cuando asociamos inclusión y evaluación. Por un lado podríamos referirnos a la evaluación inclusiva, pero consideramos que sería más genérico si aludiésemos a la evaluación de la inclusión. Entendemos que este término puede abarcar dos orientaciones que intentaremos discutir:

• Evaluación del proceso de inclusión.

• Del diagnóstico a la evaluación del aprendizaje.

Evaluación del proceso de inclusión

La escuela inclusiva es una escuela de calidad (Ainscow, 2001; 2003), ya que supone pasar de una escuela donde predomina el modelo educativo instructivo y de transmisión de conocimientos a un modelo basado en la promoción y el desarrollo, en una escuela «en y para la diversidad», asumiendo la heterogeneidad como factor de enriquecimiento. La evaluación debe facilitar la inclusión y no ser una barrera. La evaluación inclusiva debería favorecer el proceso de enseñanza-aprendizaje de todos los alumnos, ya que demuestra ser una buena práctica para la evaluación de todos. En el año 2004 los representantes de la Agencia Europea para el Desarrollo de la Educación Especial desplegaron el proyecto Evaluación e Inclusión Educativa. Se planteaban cómo pasar de una evaluación centrada en los déficits del alumno, a un planteamiento que analizase el proceso de enseñanza-aprendizaje. En este informe se definía la evaluación inclusiva como aquella que se aplicaba en los centros ordinarios, donde se pretende promover el aprendizaje del alumno tanto como sea posible (Agencia Europea para el Desarrollo de la Educación Especial, 2012). Desde esta perspectiva, la evaluación se plantea como un procedimiento que ayude a apoyar y mejorar la inclusión y la participación efectiva de los alumnos susceptibles de exclusión, incluyendo, obviamente, al que presenta necesidades especiales. Visto desde esta perspectiva, la evaluación inclusiva es el recurso que tienen las escuelas para mejorar su calidad, entendiéndose que la equidad es un factor fundamental (González, 2010). Arnaiz (2003; 2008) realiza una propuesta para detectar indicadores de calidad para la atención de la diversidad, estableciendo cuatro dimensiones:

Contexto escolar. Se contempla la previsión y adecuación de las acciones del centro a la atención ordinaria y extraordinaria de la diversidad.

Recursos. Se incluyen tanto los materiales y de aula, como los humanos.

Procesos educativos. Atiende a las características de la práctica educativa para la adecuada atención a la diversidad, así como el despliegue óptimo del desarrollo del profesorado y las relaciones establecidas entre el centro y su contexto sociocomunitario.

Resultados. Es el impacto de las medidas de atención a la diversidad sobre las capacidades, habilidades y destrezas de los alumnos.

González (2010) propone una metodología específica para evaluar los centros educativos que incluye las siguientes fases:

• Evaluar la calidad de la respuesta del centro a la diversidad.

• Elaborar planes inclusivos de centro, identificando puntos fuertes y áreas de mejora.

• Seguimiento y evaluación de los planes inclusivos del centro.

• Evaluación de los progresos y resultados alcanzados.

Existen muy pocos estudios que de forma rigurosa hayan estudiado cómo la ubicación escolar y los grupos pueden determinar el éxito de la transición al mundo adulto y la consecución de una independencia económica. Uno de ellos es el que lleva a cabo Myklebust (2010) tras analizar un conjunto de elementos que intervienen en el contexto escolar; concluye afirmando que la ubicación escolar, así como los apoyos recibidos, pueden incidir en el desarrollo de habilidades funcionales que ayuden en la transición a la vida adulta. Por lo tanto, una vez más se pone en evidencia la necesidad de analizar el contexto escolar como determinante de la inclusión, no dependiendo únicamente de las capacidades funcionales.

Del diagnóstico a la evaluación del aprendizaje

La influencia que las disciplinas terapéuticas ejercieron sobre la educación de las personas con discapacidad no pasó desapercibida, ni en sus procedimientos ni en sus estrategias. Esto llevó a que se hablase de una evaluación, inicialmente terapéutica y posteriormente diagnóstica. Dejando al margen discusiones terminológicas, su objetivo quedaba muy definido. Se trataba, en el mejor de los casos, de recopilar información acerca del alumno para prescribirle un programa individualizado. En este caso, la evaluación tenía una clara orientación diagnóstica. Los psicólogos habían desarrollado técnicas muy específicas para diagnosticar alteraciones o retrasos que hacían que el alumno se apartase de lo estándar y precisase de una intervención específica.

En la evaluación diagnóstica, se partía del paradigma del déficit y de la imposibilidad del alumno de alcanzar el nivel de sus semejantes. Por ello, era muy importante poner un nombre, una etiqueta, al «problema» que causaba esa evolución y desarrollo diferente. Si esta evaluación diagnóstica se realizaba correctamente, se aplicaba el programa o plan que ya estaba prediseñado para esa «patología» en concreto. Se trataba de un paradigma lineal, en el que una serie de causas provocaban una alteración, correspondiéndoles en consecuencia una determinada intervención que inevitablemente llevaba a la predestinación del futuro de esa persona y a la segregación, porque debía ser tratada en otro contexto. Cuando predominaban estos planteamientos, la evaluación también era aplicada al final del proceso para decidir si el alumno promocionaba o si se habían logrado los objetivos propuestos inicialmente.

Afortunadamente, esos planteamientos hace tiempo ya que quedaron en los archivos, aunque aún en algunos casos se mantienen ciertos atisbos que condicionan la plena implantación de la inclusión. No obstante, cada vez se van consolidando otros planteamientos acerca de la evaluación. Ésta es considerada, fundamentalmente, como una parte más de todo el proceso de enseñanza-aprendizaje. En todo caso, puede aportar una valiosa información acerca del proceso en toda su complejidad y extensión. Se parte de la singularidad del alumno, de conocer sus necesidades, para adecuarle los procedimientos de trabajo. Se trata de ajustar el proceso de enseñanza a su aprendizaje. Sólo el profesor que sabe lo que aprenden sus alumnos está en condiciones de adecuar su intervención a las necesidades del alumno (Coll y Onrubia, 2002). Por lo tanto, la evaluación no sólo es un elemento importante de este proceso de enseñanza-aprendizaje, sino que es una parte esencial del mismo.

Goodrum, Hackling y Rennie (Goodrum, 2001) afirman que, frecuentemente, la mayor parte de la pruebas evaluativas rara vez son empleadas para informar a los profesores sobre cómo planificar el aprendizaje. Kleinert (2002) se plantea una serie de preguntas en relación con la evaluación inclusiva:

• ¿Cómo cumplen los profesores con la responsabilidad de evaluar a los alumnos con necesidades específicas mediante los programas normativos y requisitos de la evaluación oficial?

• ¿Cómo garantizan que todos los alumnos con discapacidad alcancen, en la mayor medida posible, el currículo de educación general?

• ¿Cómo deciden qué alumnos necesitan evaluaciones alternativas?

• ¿Cómo diseñan evaluaciones alternativas eficaces?

Entendemos que es imprescindible conocer el punto de partida, debiendo identificar tanto aquellas áreas donde el alumno pueda tener alguna dificultad como sus potencialidades y, sobre todo, las condiciones que favorecerían su aprendizaje. Partiendo de estos principios, realizamos una adaptación de la propuesta de evaluación inicial realizada por Ruiz (1994). Desde esta perspectiva, la evaluación no sólo es un elemento más del proceso de enseñanza-aprendizaje, sino que constituye el eje básico a partir del cual se tomarán inicialmente una serie de decisiones que vertebrarán el proceso de enseñanza y aprendizaje.

El proceso que habría que seguir en la detección de necesidades sería el siguiente:

1. Determinar los contenidos o capacidades que se quieren evaluar.

2. Determinar los procedimientos o instrumentos que se van a emplear para evaluar.

3. Recopilar y ordenar la información.

4. Analizar la información obtenida y tomar decisiones.

Evaluación inicial o detección de las necesidades especiales

Puigdellívol (1992) justifica la evaluación inicial argumentando que, por un lado, pretende la constatación explicativa del nivel de aprendizaje del alumno y, por otro, la valoración de la metodología más adecuada para conseguirlo. Debido a la variedad de necesidades educativas que pueden presentar los alumnos, será necesario realizar una exhaustiva evaluación que nos ofrezca la mayor información posible sobre las características del alumno. Molina (1987) denomina esta fase «diagnóstico diferencial», teniendo como objetivo el conocimiento de sus niveles de desarrollo psicobiológico, pedagógico y social. Monereo (1987), al analizar los diferentes sistemas de instrucción individualizados, afirma que la mayor parte de ellos están centrados en la evaluación del alumno, ya que de este proceso se deriva el resto de componentes del programa. Por su parte, Ruiz (1989), al primer componente de la Adecuación Curricular Individualizada lo denomina evaluación y valoración psicopedagógica.

En cualquiera de estas propuestas hay que traspasar la orientación meramente diagnóstica, para entender esta evaluación como una recogida de información que permita conocer las necesidades de cualquiera de los alumnos, pero aplicándola en el seno del grupo-clase. No obstante, es necesario sobrepasar estos planteamientos para abarcar posturas que realmente contribuyan a hacer propuestas que faciliten la adaptación de las necesidades de los alumnos en el programa de educación física (Ruiz, 1994). Por lo tanto, por un lado, es imprescindible identificarlas y, por otro, conocer cuáles son las potencialidades de los practicantes.

Aunque a continuación, hacemos una propuesta de recogida y de ordenación de la información, ésta sólo será tenida en cuenta como esquema orientativo, ya que en cada caso será necesario precisar cuál sería la información más significativa que habría que recopilar.

1. Contextualización

Hay que tener muy presente que la discapacidad no es la única responsable de las características del alumno, a pesar de que durante mucho tiempo se ha considerado que éste era el aspecto más a tener en cuenta y el que determinaba las características del programa. Sería conveniente, aunque no imprescindible, considerar los siguientes aspectos del contexto:

• Características de la familia.

• Programas específicos recibidos.

• Condiciones del entorno escolar.

2. Características generales de la discapacidad

Cuando el alumno tenga una discapacidad diagnosticada sería conveniente que el profesor de educación física se documentase e intentase conocer, al menos, las características generales de ésta y, sobre todo, sus implicaciones sobre la práctica de la actividad física. Podría ser útil identificar cuál es la incidencia sobre cada uno de los mecanismos de la acción motriz. Así, por ejemplo, si se tratase de una discapacidad sensorial tendría implicaciones sobre el mecanismo perceptivo; si fuese cognitiva, o alteraciones de la personalidad, incidiría sobre el mecanismo decisorio, y, finalmente, si fuese motriz o fisiológica, afectaría al mecanismo ejecutor. Esta clasificación ya nos está facilitando, aunque de forma muy general, la propuesta de orientaciones, acerca de cómo deberían ser a grandes rasgos las adaptaciones que se deberían introducir. Habría que considerar tanto el tipo de discapacidad como su intensidad. Sin embargo, habrá que ser muy escrupuloso y no caer en el paradigma reduccionista de evaluar lo que se es y no lo que se aprende (López Pastor, 2007), ya que este tipo de posturas sería lo que en los países anglosajones se conoce como «etiquetaje», ya que en función de la discapacidad se le presuponen una serie de características que, realmente, le conducirían a la marginación. La información relativa a la discapacidad nos pondría al corriente de:

• Alteraciones de la mecánica corporal (columna vertebral, alteraciones articulares, musculares, etcétera).

• Alteraciones fisiológicas (respiratorias, digestivas, renales, cardiacas, etcétera) y sus implicaciones sobre la práctica de actividades físicas.

Los aspectos anteriormente enumerados y la revisión de la literatura deberían conducir a especificar las:

Indicaciones: aspectos que hacen especialmente aconsejable la práctica de un tipo de actividad física en particular.

Contraindicaciones: serían aquellas prácticas que podrían afectar negativamente al alumno, pudiendo incluso alterar su estado de salud.

3. Evaluación de entrada

Nos referimos a las habilidades y competencias que presenta el alumno al principio del programa (Monereo, 1987). La información recopilada deberá estar sistematizada y ordenada, desechando la superflua, para poder filtrar únicamente aquella que realmente pueda ser significativa para la toma de decisiones que afecten a la enseñanza. Es obvio advertir que las competencias que se precisan para participar en un programa de actividades acuáticas poco tendrán que ver con las de un programa de esquí, a pesar de que se trate de la misma persona. Por lo tanto, el guión que a continuación proponemos sólo debe ser orientativo, ya que es imprescindible que se adapte al programa específico que se vaya a desarrollar.

Capacidades motrices:

■ Habilidades perceptivo-motrices.

■ Habilidades motrices básicas.

■ Habilidades motrices específicas (propias de cada práctica deportiva).

■ Capacidades físicas básicas.

Capacidades sociomotrices. Se atenderá al tipo de interacción motriz que el alumno establece con los demás y su adecuación a la lógica interna de la práctica propuesta. Habría que plantearse las siguientes cuestiones:

■ ¿Cuál es la conducta que muestra cuando participa en las actividades motrices con otras personas?

■ ¿En qué tipo de situaciones presenta más dificultades?

♦ ¿En tareas de cooperación?

♦ ¿En tareas de cooperación-oposición?

♦ ¿En tareas de oposición?

■ ¿Entiende lo que tiene que hacer?

♦ ¿Lo puede hacer?

♦ ¿Lo hace?

Este análisis debería ser realizado tanto desde una perspectiva cualitativa, atendiendo al tipo de conducta mostrada y con quién la mantiene (Ruiz, 1990), como desde una cuantitativa, registrando el nivel de participación que tendría a lo largo de la sesión.

Otro de los aspectos que sería conveniente analizar, a pesar de que no lo podamos considerar como conducta sociomotriz, es la existencia o no de conductas disruptivas y aversivas, ya que a pesar de tener un adecuado nivel de desarrollo motor aquéllas harían imposible el trabajo en grupo (Garrido y Pérez, 1988).

Todas las informaciones recogidas en la «evaluación de entrada» podrán ser de gran ayuda para el establecimiento de los objetivos, contenidos e, incluso, en muchos casos, para el diseño de las tareas.

4. Evaluación del estilo de aprendizaje

La mayor parte de las evaluaciones iniciales en la educación física que aparecen en la literatura ponen el acento en la identificación de las dificultades o, en todo caso, de las capacidades motrices del individuo. Sin embargo, no se trata sólo de identificar su conducta motriz, sino también de poner en evidencia aspectos más sutiles que a veces se pasan por alto. Habría que analizar y detectar las condiciones idóneas que tendrían que ser tenidas en cuenta para que las propuestas de trabajo fuesen lo más efectivas posibles. Algunas de las cuestiones que habría que plantearse serían las siguientes:

Agrupamientos favorables.¿Cuál es la situación más favorable para desarrollar el trabajo? ¿Por parejas, individualmente, en pequeños grupos, en grandes grupos? ¿Con quién puede estar y con quién no es conveniente?

Modalidad sensorial.¿Cómo es mejor transmitirle la información: de forma verbal, mediante demostraciones, con ayudas táctiles...?

Atención.¿Cuál es su grado de atención al realizar las tareas propuestas?

Reflexión-impulsión. ¿Es más reflexivo o impulsivo?

Capacidad cognitiva. ¿Cuál es su capacidad cognitiva?

Aspectos relacionados con la motivación.¿Qué le motiva y en qué situaciones?

Progresión en el aprendizaje.¿Aprende rápidamente o lentamente? ¿Retiene lo aprendido o lo olvida fácilmente?

Grado de directividad. ¿Es conveniente ser muy directivo con ese alumno en particular o se le tiene que dar más autonomía y que se tome su tiempo?

Diseño universal de evaluación en educación física (DUEEF)

No podemos considerar que la evaluación haya finalizado cuando ya hemos recogido información acerca de las necesidades del alumno. Eso sólo sería el principio del proceso, el punto de partida. Sería un error considerar que con esa información ya tenemos suficiente para poder hacer una programación. Únicamente estamos en condiciones de hacer una previsión, por lo que desconocemos realmente cuáles van a ser los recovecos por los que transitaremos en el camino de la educación y, obviamente, cuál será el resultado final. López (2006) afirma que la evaluación educativa es la que se realiza en los procesos de enseñanza-aprendizaje. Se trata de emitir un juicio de valor sobre el proceso para poder tomar decisiones acerca de lo que hay que hacer. Ése es el matiz, donde coincidimos que hay que poner el acento. Mediante la detección de necesidades podemos determinar cuál es el punto de partida, cuáles son las necesidades del alumno, cuáles son sus potenciales y sus carencias. Pero todo eso sólo es válido para echar a andar; habremos establecido unas hipótesis de partida. Pero una vez que todo el proceso se ha puesto en marcha, habrá que analizar los efectos que causa sobre el alumno en cuestión. Realmente, si algo distingue la intervención en la educación física con alumnos con discapacidad, es la imprevisibilidad de los resultados. De entrada, tienen una serie de características que los hacen particulares, por lo que no necesariamente hay que esperar que sus respuestas y resultados sean los mismos que con el resto de miembros del grupo. Habrá que estar mucho más vigilantes y atentos a todo el proceso.

A finales de los años noventa, en Estados Unidos, Silver, Bourke y Stredron (1998) toman de la arquitectura el concepto de diseño universal (UD) y lo aplican a la educación, procurando que el entorno pueda ser válido para todos los alumnos sin excepción. Unos pocos años más tarde, McGuire, Scott y Shaw (2003) van más allá, no limitándose sólo a aspectos físicos, sino incorporando la universalidad al proceso de enseñanza y aprendizaje. Es tal la diversidad de alumnos con la que se encuentran en las aulas de secundaria, que de lo que se trata es de ofrecer una educación que sea lo suficientemente amplia, para que pueda llegar a todos los alumnos sin excepción (Universal Design Instruction). Atendiendo a esta propuesta es cuando planteamos la conveniencia de que para que la evaluación sea inclusiva no basta sólo con hacer una propuesta a los alumnos que puedan tener alguna dificultad de aprendizaje, sino que sea válida para todo el colectivo. Al realizar un diseño universal de evaluación en educación física (DUEEF), se deberían contemplar los aspectos que enumeramos a continuación:

Evaluación formativa. Por un lado es imprescindible que sea formativa, es decir, que su función sea la de mejorar el proceso de enseñanza-aprendizaje del alumno en cuestión. Habrá que meditar muy detalladamente cuál es la información que precisamos para que nos sea útil para tomar decisiones acerca de cómo intervenir. La auténtica evaluación inclusiva, de dar cuentas del aprendizaje, pero también de proveer información para elaborar el proceso de aprendizaje del alumno (Agencia Europea para el Desarrollo de la Educación Especial, 2012). Coll y Onrubia (2002) afirman que ha habido una confusión al considerar la evaluación sumativa, que se lleva a cabo al término de un proceso de enseñanza y aprendizaje, ya que también puede ser formativa y formadora, dependiendo del uso que se haga de los resultados de la evaluación. Así, si éstos son utilizados para promover los aprendizajes de los alumnos también podría ser considerada como evaluación formativa.

Coevaluación. «La coevalución es la evaluación de la producción de un estudiante por él mismo y por el profesor» (Ballester, 2000, p. 37). Se trata de una evaluación realizada conjuntamente entre el profesor y el alumno, centrada en el proceso de aprendizaje de éste, que propicia el diálogo entre los participantes generando un espacio de interacción. Favorece la conceptualización de la evaluación como parte del proceso formativo, denota madurez de los participantes, está al servicio de la autoestima y del autoconcepto, ya que permite identificar la fase del proceso en que cada uno se encuentra, y facilita una mayor implicación del alumno en sus procesos de cambio, pues hace posible responder a la pregunta ¿qué tengo que cambiar para hacerlo mejor? (Gómez Castro, 1999). Esta evaluación sólo podrá ser aplicada a alumnos de una determinada edad y de cierto nivel de madurez y desarrollo intelectual, ya que deberán ser conscientes de su propio proceso.

Evaluación cooperativa. También llamada «coevaluación». En esta obra defendemos la bondad de la metodología cooperativa; por lo tanto, en la medida de lo posible, la evaluación también podrá ser cooperativa o recíproca. Se pretende que el alumno sea evaluado por su compañero y viceversa; por ello, Blázquez (1997) la denomina «recíproca». Supone una forma de motivar más a los alumnos, otorgándoles mayores responsabilidades en su proceso de enseñanza-aprendizaje. Es una forma de compartir y asumir responsabilidades, por lo que, a su vez, contribuye a la inclusión. A pesar de que la mayor parte de las referencias bibliográficas se refieren a la implicación de dos alumnos, también somos partidarios de ampliar el número a tres o cuatro. En estos casos, otra modalidad sería que el profesor evaluase al subgrupo en su conjunto, atendiendo a los siguientes aspectos, tal y como sugiere Villena (2003):

■ Puntos por número de pases conseguidos.

■ Puntos por la belleza o espectacularidad de los mismos.

■ Puntos por la participación de todos los integrantes del grupo.

■ Puntos por el respeto y por facilitar la tarea del árbitro.

■ Puntos por la no realización de faltas.

Si comprobamos que el alumno tiene dificultades para realizar la tarea en un gran grupo, porque disminuye su nivel de atención, posiblemente sea conveniente plantearse hacer esa misma tarea en un grupo de tres o cuatro miembros, donde el resultado final depende de la suma de las aportaciones de todos ellos. Es decir, que, finalmente, mediante la observación de los comportamientos de los alumnos a lo largo de la sesión, habríamos llegado a la conclusión de la conveniencia de la utilización de metodologías cooperativas. Esta evaluación constituye a su vez una forma de implicar más al alumno, ya que además satisface su aspiración de conocer en cada momento su situación (Blázquez, 1997).

Evaluación continua. Siempre pueden aparecer situaciones que aparentemente pasen por alto, pero el incidente o la respuesta, por sutil que parezca, puede que aporte una gran información que sirva para poder reconducir el proceso. Por ello, no es suficiente con atender a la información acerca de la conducta del alumno mostrada en determinados momentos, sino que se deberá hacer a lo largo de todo el proceso de enseñanza-aprendizaje, por lo que el profesor deberá tener una actitud de autocrítica con su propia intervención.

Evaluación flexible. A pesar de que inicialmente el profesor tenga preestablecido unos criterios e instrumentos de evaluación orientados a todo el grupo, en función de los resultados que vaya teniendo el alumno en particular deberá tener la capacidad de poder adaptarse a las respuestas que éste dé, para modificar los procedimientos de evaluación si éstos no aportasen la información deseada.

Evaluación diversificada. No nos podemos conformar con recopilar la información me diante un único procedimiento, sino que se emplearán distintas fuentes (González, 2010). La diversidad de la naturaleza de la información puede aportar una gran riqueza al profesor a la hora de reorientar su intervención como docente. Así, en algunos casos, se atenderá al resultado del rendimiento del alumno (mediante una hoja de registro, por ejemplo), pero en otros, será conveniente también considerar en qué contexto se dan esas conductas (observación), qué opinan el alumno y sus compañeros (diario de campo) o incluso analizar su posición social en el grupo (mediante un sociograma). Hay que ofrecer a los alumnos suficientes situaciones de evaluación para que les sea posible adquirir y utilizar la competencia de aprender a aprender de manera cada vez más autónoma (Coll, Mauri, Rochera, 2012). Hay que ofrecer al alumno suficientes alternativas, ya que en algunas ocasiones los procedimientos de evaluación propuestos al resto del grupo-clase puede que no sean aplicables a ese alumno. Esto no significa que no tenga esa determinada capacidad o competencia desarrollada. Habría que buscar alternativas, ya sea al procedimiento empleado, al instrumento, a las tareas o a las actividades de evaluación e, incluso, a lo evaluado.

Evaluación minuciosa y específica. Ciertas dificultades de aprendizaje, problemas de relaciones en el grupo, desarrollo estancado, etc., deben llevar a una evaluación más exhaustiva, minuciosa y detallada que la llevada a cabo con otros alumnos. Es necesario profundizar en las posibles causas de esa dificultad atendiendo a aspectos que, a veces, por sutiles, suelen desestimarse. Así, en ocasiones, habrá que replantearse la evaluación con respecto al alumno para ir más allá e identificar las causas del problema, para poder replantear la idoneidad de los procesos de enseñanza-aprendizaje propuestos.

Referentes de la evaluación. Al evaluar siempre se obtiene una información que puede ser cuantitativa o cualitativa. Puede tratarse de un tiempo, una distancia, una conducta o incluso una actitud. Pero en cualquier caso se trata de una «unidad informativa» que por sí misma no tiene ningún valor. Habrá que ubicarla en un determinado contexto, siendo, en cualquier caso, siempre comparada con alguna otra. Así, la longitud de un salto podrá ser cotejada con la obtenida por la media de la clase o con la del propio alumno en otro momento. Lo mismo ocurriría con la conducta mostrada por el alumno en el «juego de los diez pases». Se analizará si participa, en qué medida lo hace y cuál es su conducta de cooperación u oposición. Estos datos serán analizados con el profesor, pero siempre tomando algún referente, es decir, algo con lo que comparar o establecer una referencia. Podría ser comparado con lo que él considera que sería lo ideal, con las conductas de ese mismo alumno en otros momentos o con sus propios compañeros. En definitiva, nos estamos refiriendo a la necesidad de que el profesor, previamente a la toma de esa información, establezca cuál va a ser el referente que utilizará. En ocasiones la adaptación de la evaluación, puede venir dada sólo por la modificación del referente, pudiendo ser los procedimientos los mismos que los empleados con el resto del grupo.

Evaluación como calificación

La mayor parte de la veces el resultado final de todo un curso depende de la nota que haya obtenido el alumno y de si ha promocionado o no. Los padres, la escuela en su conjunto y las autoridades educativas la mayor parte de las veces valoran el éxito de la educación atendiendo a los resultados obtenidos en la evaluación final. Este planteamiento es muy reduccionista, ya que la calificación, o en su caso la promoción, sólo es una parte reducida de la evaluación que, como hemos explicado anteriormente, debe incidir sobre el conjunto del proceso enseñanza-aprendizaje. Muchos de los agentes implicados consideran que, si se alcanza el aprobado, el objetivo está cumplido. Los padres sólo valoran la calificación, porque ésta es la clave del buen funcionamiento de la escuela (Casanova, 2011). Pero lo que realmente cabe preguntarse es si «lo calificado» coincide con «lo aprendido» o con las competencias adquiridas o trabajadas y lo que esa información puede aportar para mejorar todo el proceso.

Cuando se evalúa, se emite un determinado juicio de valor sobre la calidad del aprendizaje en relación con unos determinados contenidos (Coll y Martín, 1996). Por lo tanto, en un auténtico Diseño de Evaluación Universal de la Educación Física, que obviamente facilite la inclusión, será necesario que todos conozcan a priori cuáles son los indicadores y criterios que se van a aplicar. Esto permite que todos los alumnos puedan implicarse más en todo el proceso, porque se sabe lo que se espera de ellos y se les hace partícipes de su propia evaluación.

Para que la evaluación sea inclusiva, en algunas ocasiones será necesario introducir ciertas modificaciones con respecto a la propuesta general de evaluación para todo el grupo. De no ser así, se corre el riesgo que ciertos alumnos queden excluidos y, en consecuencia, estigmatizados por no alcanzar los parámetros establecidos para todos. Algunas de las adaptaciones que se pueden incluir en la evaluación al calificar son las siguientes:

Modificar los criterios de evaluación. Si en deportes colectivos se evalúa la capacidad de respuesta al superar situaciones de uno contra uno, a un alumno con discapacidad intelectual se le valoraría la evolución del nivel de atención en el juego a lo largo de todo el programa.

Referente. Mientras que para el grupo el referente podría ser la distribución de resultados del grupo en una curva de Gauss, para el alumno con necesidades especiales se podría comparar su resultado obtenido al final con el mostrado al principio del programa.

Modificar la actividad o tarea de evaluación. Si se evalúa la fuerza explosiva de las extremidades inferiores, un alumno con lesión medular se le podría valorar el lanzamiento de balón medicinal.

Proponer una alternativa a la capacidad, habilidad, destreza o conocimiento evaluado. Al conjunto del grupo se le puede evaluar la resistencia aeróbica, y a un alumno usuario de silla de ruedas, la capacidad de interpretar un mapa en una carrera de orientación.

Recoger más datos. Para todo el grupo podrán bastar unos pocos datos para emitir la calificación final, y para el alumno con necesidades especiales, se podrá ampliar considerablemente el número de registros obtenidos.

En un DUEEF no podremos conformarnos con emitir una nota al final del periodo o curso. Será necesario ir más allá y emitir un informe con información más compleja. En esta misma línea Casanova (2011) considera que debería contener la siguiente información:

• Facilitar datos claros, concretos y amplios sobre los avances y dificultades del alumno.

• Esta información será descriptiva, no limitándose a una sola palabra (aprobado, excelente, etc.) o número.

• Valorar todo tipo de aprendizajes (conocimientos, actitudes, procedimientos, habilidades, destrezas, etc.).

A modo de conclusión

En un programa de educación física inclusivo es imprescindible conceder una gran importancia a la evaluación. Sus funciones van más allá de la mera adjudicación de una nota al final indicando si el alumno promociona o no. Es el elemento que realmente debe dotar de calidad al programa. Mediante ella, deberíamos de obtener la adecuada información que nos permitiese poder mejorar todo el proceso de enseñanza y aprendizaje, para así poder garantizar la inclusión de todos los alumnos. No se debería optar por evaluaciones alternativas para los alumnos con necesidades especiales, sino que se debería abogar por un DUEEF que permitiese su aplicación a todos los alumnos, independientemente de sus capacidades. Habría que ser pragmáticos y preguntarse acerca de la importancia y la incidencia que la información obtenida podría tener sobre la mejora del proceso. Así, todo aquello que no fuese en esa dirección debería de ser rechazado.

1. Concretamente Finlandia abolió el sistema de agrupación por capacidad en 1985. En la actualidad algunas comunidades autónomas de nuestro país no simplemente toleran, sino que recomiendan esta forma de agrupación.

2. CREA: Centro Especial de Investigación en Teorías y Prácticas Superadoras de las Desigualdades.

3. Análisis basado en los datos proporcionados por estudios o investigaciones previas.

4. Digo «mal llamada exención» porque no se trata de la «libertad que alguien goza para eximirse de algún cargo u obligación» tal como define la RAE dicho término. La educación es un derecho. Eximir a alguien de un área curricular vendría a ser algo parecido a decir que eximimos a alguien de la asistencia sanitaria. La contradicción me parece obvia.

5. También conocida por huesos de cristal, enfermedad de origen genético que provoca la fácil rotura de los huesos por débiles contusiones o incluso sin motivo aparente.

6. Véase M. Ríos (2001).

La inclusión en la actividad física y deportiva (Bicolor)

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