Читать книгу La jungla de asfalto - William Riley Burnett - Страница 10

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Nubes espesas y negras se movían en ese momento lentamente desde el norte, viajaban bajas, rasando los tejados y las azoteas de los altos edificios de la parte baja de la ciudad. Al cabo de un rato empezó a llover a cántaros. La lluvia difuminaba las luces y llenaba la silenciosa noche de la ciudad con el firme y monótono estallido del aguacero.

En un pequeño apartamento de un edificio situado al pie de Tecumseh Slope, en un mediocre aunque respetable pequeño suburbio en Leamington —al borde de Italian Hill, pero sin formar parte de este—, una familia de tres miembros dormía tranquilamente, sin advertir la violencia del temporal: eran Louis Bellini, más conocido como el Planeador; su joven esposa y su hijo de un año.

Louis y su mujer estaban acostados en una cama de matrimonio, separados por casi un palmo de distancia, ambos de espaldas y roncando débilmente a sus anchas; en una cunita colocada a pocos pasos de la cama dormía Louis junior, que sonreía en sueños y levantaba en alto su mano cerrada y regordeta en un vago ademán de felicidad. Todas las ventanas estaban cerradas y el agua azotaba los cristales y salpicaba las cornisas.

Los alrededores donde la feliz familia tenía su morada, despiertos y pacientes, esperaban el amanecer y la agitación de un nuevo día.

El teléfono sonó en el salón, más allá de la puerta cerrada, y Louis y su esposa se movieron intranquilos, y el niño lanzó un gritito que pareció un arrullo de paloma. El teléfono sonaba y sonaba, desde el pasillo desierto. Finalmente, Louis se incorporó. Maria también se estaba desperezando. De pronto, Louis reparó en la rabia furibunda de los elementos más allá de las ventanas del dormitorio.

—¡Diablos! —dijo él—. Escucha cómo llueve.

—No digas «diablos», Louis —murmuró Maria soñolienta. Luego se incorporó en la cama y empezó a restregarse los ojos—. El teléfono, Louis —gritó ya despierta del todo. Saltó de la cama y se dirigió a la cunita del niño—. No quisiera que despertaran al niño; me costó mucho trabajo dormirle anoche.

Louis bostezaba y se rascaba la cabeza, y su mujer le sacudió por el brazo.

—Coge el teléfono, Louis, ¡corre!

Cuando Maria, la mejor de las mujeres, le hablaba así, significaba que era hora de ponerse en marcha. Tenía mucha paciencia con él y le incorporaba de la cama en silencio, acostumbrada a su incapacidad para despertarse.

Salió corriendo al pasillo y encendió la luz. El viento húmedo que se filtraba por debajo de la puerta de la calle le hizo estremecer ligeramente. Descolgó el aparato.

—¿Quién es?

—Creí que te habías muerto. ¿Qué pasa?

¡Era Gus! Louis arrugó su fino y casi hermoso rostro aguileño y se mesó con desesperación su espeso y rizado pelo negro.

—Gus, ¡Dios mío!, deben de ser las cuatro de la mañana...

—Sigo olvidándome de lo ordenado que te has vuelto. ¿Cómo está el chico?

—Muy bien, muy bien —respondió Louis, que sentía crecer la angustia dentro de sí—. ¿Qué demonios quieres, Gus?

—¿He interrumpido algo? —preguntó Gus, dejando oír su risa soez.

Louis se indignó. ¡Que Gus se atreviera incluso a mencionar eso refiriéndose a su mujer!

—Eres un depravado... —empezó.

—Es una broma, compadre —le cortó Gus—. Estás casado, ¿a que sí? Estás en tu derecho.

Louis echaba humo y sacudía la cabeza de un lado a otro. Gus tenía buen corazón, pero nunca pareció entender lo que Louis sentía por su mujer, Maria. Siempre le salía con sus comentarios obscenos, adecuados para un burdel, quizá, donde los chulos hablaban siempre de las putas del barrio, pero estaban fuera de lugar cuando se dirigían a una pareja casada y con un saludable, gordo y precioso niño.

—Cierra el pico, Gus, o te cuelgo.

—Está bien, papá —dijo Gus—. Ahora escucha. ¿Me puedes prestar mil trescientos dólares enseguida, para mañana al mediodía?

—¿Estás loco? —Louis echaba humo con más vehemencia en ese momento. En sus tiempos de degenerado, antes de conocer a Maria, era muy derrochador y despilfarraba el dinero como un millonario de Texas. Ahora vivía con estrecheces y ahorraba pensando en Maria y en su hijo. ¿Qué dirían sus compañeros si se llegaban a enterar de que tenía ahorrados cerca de cuarenta mil dólares que guardaba en tres cajas de seguridad distintas?

—Mira, amigo, los necesito para una buena causa.

—¿Qué causa?

—Dix —respondió Gus secamente.

Hubo un breve silencio. Louis tragó saliva y se quedó pensativo. Personalmente, no le gustaba Dix, le tenía algo más que un poco de miedo. Pero Gus, que odiaba a casi todo el mundo, incluso a su madre y a sus hermanos, confiaba en Dix al cien por cien y siempre le andaba protegiendo. ¡Dónde se había visto!

La voz de Louis sonó patética:

—Me gustaría ayudarte, ya lo sabes, Gus. Pero tengo bocas que alimentar, un alquiler que pagar y muchas otras necesidades. No digo que no los tenga, entiéndeme. Quiero decir que los necesito para mi familia.

—¡Tú y tu familia! —dijo Gus enfadado—. Espera un poco y verás. Algún día tu Maria se convertirá en una gorda mamá italiana, y tu niño, cuando cumpla los dieciséis años, te dirá de dónde vienes y lo estúpido que eres. ¿Por qué no despiertas?

Louis palideció de rabia y sus manos temblaron ligeramente.

—¡Eres basura, Gus, eso es lo que eres! ¿Cómo te atreves a hablarme así?

—Venga ya, afloja la pasta —gritó Gus—. Algún día asistiré a tu entierro y allí estarás tú, el tío más rico del cementerio —dijo, y colgó con brusquedad.

El ruido hizo estremecer a Louis, que se quedó sentado frente al teléfono un momento y, luego, pensativo, colgó despacio. Aquello no estaba bien. No estaba bien en absoluto. Gus sabía lo que se cocía en toda la ciudad. Era el número uno entre los peces gordos porque le consideraban un hombre de una sola pieza. Sabía bastante de lo que ocurría en Camden Square y en el Strip como para reventar al gobierno entero de la ciudad de una sola tacada. Se había pasado largas temporadas en la sombra por no delatar a nadie. Pero, al mismo tiempo, Dix era un mal tipo, un enemigo desaconsejable.

Louis se quedó sentado, temblando, en el pequeño y húmedo pasillo, dolorosamente dividido entre sus antagónicas lealtades, preocupado por el futuro, muy angustiado.

La puerta se abrió y Maria, rolliza y voluptuosa en su camisón, se quedó de pie, mirándole. Su rostro delataba preocupación.

—Louis, cariño —dijo—. No te quedes aquí sentado. Te morirás de frío.

Louis sonrió de repente, mostrando la simetría de su blanca dentadura. Bastaba un segundo para que el mundo volviese a ser un lugar feliz.

—Ven aquí, nena —dijo tendiéndole los brazos.

Ella le miró con recelo, inclinando la cabeza a un lado; luego, sonriendo burlona, dijo:

—¡Oh, no, no! Nada de diabluras ahora. Es muy tarde, Louis. Pronto será de día y...

—Me sorprendes, Maria —dijo estallando en una carcajada y sentándola en su regazo.

—Lo digo en serio, cariño —gritó mientras forcejeaba con él.

—¡Bueno, bueno! —dijo Louis—. Solo quería abrazarte un minuto. ¿Qué tiene de malo?

De repente Maria le sopló en el cuello, lo que le provocó un estremecimiento. Luego saltó de su regazo y echó a correr hacia la puerta. Louis iba a seguirla cuando el teléfono volvió a sonar.

Louis miró a Maria haciendo una mueca que quería decir: ¿cómo, otra vez? Algo de esperanza brotó en su corazón. Tal vez era Gus que quería pedirle perdón por sus palabras de antes. Se acercó al teléfono mientras Maria, ya acostumbrada a las llamadas intempestivas, se metía de nuevo en el dormitorio encogiéndose de hombros.

Era Gus, en efecto.

—¿Qué hay, cabezota? —dijo Gus con su ruda voz—. No sacamos nada enfadándonos...

Louis se sintió tan ligero como el aire. ¡Qué bueno era Gus! Después de todo habían sido compañeros de escuela y habían luchado juntos en las batallas campales contra sus vecinos irlandeses.

—Lo mismo pienso yo, estaba a punto de llamarte.

—¿Por lo del dinero?

Louis sintió frío y libró una pequeña batalla consigo mismo.

—Para eso, Gus... Creo que puedo hacerlo sin grandes trastornos.

—¡Eso es ser un amigo! —gritó Gus—. La palabra de Dix vale tanto como un contrato. Lo sé. Tráelo a eso del mediodía, ¿de acuerdo, muchacho?

—Está bien, Gus.

—Bueno. Dale un beso al bambino de parte de tío Gus. Y saluda a Maria. Es una perita en dulce.

Louis se fue calmando poco a poco después de haber colgado. ¿Por qué estaba tan contento? Le acababan de sacar mil trescientos. ¿Y eran para Dix? Bueno. Se estaba dejando liar por un fugitivo, por más que intentara disimularlo. Quizá su palabra fuera de fiar. Cuando Gus lo decía, sería verdad. Pero, aun así, con la mejor intención del mundo, nadie podía pagar si no tenía dinero.

Volvió a entrar en el dormitorio temblando de frío. Maria se había acostado. Se detuvo un momento para contemplarla antes de apagar la luz del salón y cerrar la puerta. Estaba preciosa con sus cabellos negros derramados sobre la almohada. Abrió lentamente los ojos y le miró.

—Estaba dormida —murmuró.

—Cierra los ojos otra vez —dijo Louis con ternura—. Duerme... Duerme...

Ella volvió a cerrar los ojos. Él apagó la luz del salón, cerró la puerta del dormitorio y se metió con cuidado en la cama. Tembló de frío un momento; pero pronto entró en calor y volvió la cabeza para contemplar la lluvia salpicando las ventanas. Allí se sentía seguro.

Cuando estaba a punto de conciliar el sueño, un pensamiento empezó a torturarle. Ella ignoraba que sucediera nada malo. Era una vergüenza engañarla y mentirle. Pero, por otra parte, ¿para qué atormentarla con sus preocupaciones y sus problemas? Algún día, tal vez... las cosas saldrían mal y tendría que saber la verdad. Pero puede que eso ocurriera demasiado pronto. O puede que su suerte aguantara. Que no le atraparan nunca y dejara un rastro sin antecedentes.

Louis trabajaba localizando y resolviendo problemas en una tienda de electrodomésticos. En realidad, se sacaba un buen sueldo, el suficiente para explicar su modesto tren de vida, así que gozaba de una reputación excelente. Ocultaba con cuidado sus otras ganancias, pues ni siquiera Maria sabía que tenía tres cajas de seguridad, pese a que las guardaba en caso de necesidad o desgracia. Le había costado mucho esfuerzo, había tenido incluso que falsificar documentos para conseguirlo.

Pero ¿cómo decírselo a Maria? Necesitaría prepararla con tiempo y aun así podría ser que no le creyese cuando se lo contara.

Louis empezaba a dormirse; pero en aquel momento el pequeño tosió y eso le despertó inmediatamente a pesar de su naturaleza aletargada; saltó a toda prisa de la cama y se inclinó sobre la cuna.

El muy pillo sonreía en sueños.

La jungla de asfalto

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