Читать книгу La jungla de asfalto - William Riley Burnett - Страница 7

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Dix, camino de su casa, se detuvo en uno de esos pequeños establecimientos de comidas que están abiertos toda la noche para comprar la prensa de la mañana y el Racing Form, una revista de carreras de caballos. Su cabreo había disminuido, su pulso volvía a ser normal, y el furor asesino que le sobrevenía cada vez que alguien le desafiaba iba abandonando su fuerte y delgado organismo poco a poco. «Algún día irá demasiado lejos —se dijo a sí mismo—. Un día el puto perro baboso abrirá la boca y se callará para siempre».

Un policía, que llevaba el impermeable mojado, estaba sentado a la barra devorando un bocadillo con hambre de lobo. Su compañero estaba frente al revistero, hojeando distraídamente una de cine. Ninguno de los dos pareció darse cuenta de la presencia de Dix. Pero Gus, el pequeño gordo jorobado que llevaba el bar, le miró sonriendo, se acercó por el otro lado de la barra y se dirigió al revistero.

—Un Examiner, un News y un Form, ¿verdad?

—Eso es —dijo Dix, cogiendo los periódicos y dándole una moneda de cincuenta centavos, como hacía cada noche.

Cuando se disponía a marcharse, Gus le puso en guardia despidiéndose de un modo diferente del que tenía por costumbre cuando había extraños. En lugar de decirle: «Buenas noches y muchas gracias», hizo un comentario sobre la tormenta que estaba cayendo y dirigió sus ojos sutilmente hacia el sabueso que estaba delante del revistero.

—Sí, llueve bastante —respondió Dix. Y con un rápido gesto de despedida abrió la puerta y salió.

—¿Viene aquí todas las noches a la misma hora? —interrogó el policía que examinaba la revista.

—No; algunas veces antes, otras después —contestó Gus.

—Siempre después de medianoche, ¿no?

—No sabría decirle; nunca miro el reloj.

—¿Sabe por dónde se mueve?

—No. Ni siquiera conozco su nombre.

—¿Está seguro?

—Se lo acabo de decir. —Gus se quedó mirando arisco al policía, luego se dio media vuelta y volvió a colocarse detrás de la barra, y allí se quedó imperturbable, en silencio, mientras el otro policía le pagaba el bocadillo y el café.

—Has sido muy buen chico durante un buen tiempo, Gus —dijo el policía de la barra—. Aquella época te hizo mucho bien.

—Mira por dónde, gracias —contestó Gus sarcásticamente.

—No tengas miedo, Gus. Si fueras más listo estarías con nosotros. ¿Dónde está el porcentaje adelantado por los matones?

—¿Qué matones?

—Los de la calaña de Dix Handley.

—¿Quién es Dix Handley?

—Por favor, Tom —respondió, fatigado, el policía que estaba frente al revistero.

—Mira, Gus —dijo el policía de la barra—, justo saliendo de Camden West hay un puñado de clubs nocturnos, enclaves de encuentro para estafadores donde se reúne mucha gente por la noche, incluso personas decentes. No me preguntes por qué.

—Nunca antes me habían ilustrado acerca de tales reuniones —dijo Gus, sarcástico otra vez.

—Los clientes se ponen hasta arriba y vuelven tarde a casa. No quedan vigilantes en el aparcamiento —continuó el policía con suavidad—. Unos roban a uno aquí, y a otro, allá. —Sacudió el pulgar en dirección a su compañero—. Randy y yo hemos estado trabajando en el caso en comisaría.

—Lo siento mucho, chicos —dijo Gus.

—Desplegamos una batida increíble —prosiguió el policía—, pero, incluso con los coches patrulla, es como peinar la maleza.

—O como buscar una aguja en un pajar —dijo Gus—. Esta se me acaba de ocurrir.

Randy, el policía del revistero, perdió de pronto la calma y se precipitó hacia la barra en dirección a Gus; pero el otro policía le contuvo y dijo con suavidad:

—Gus, solo te digo que tienes la oportunidad de hacernos un gran favor. Esta noche se reúnen los dueños de los clubs de estriptis y han ofrecido una recompensa de mil dólares por la captura del matón. Nos la podríamos repartir entre nosotros.

—Si me entero de algo les avisaré —afirmó Gus mirando fríamente a los dos policías.

—Vámonos —dijo Randy, cogiendo por el brazo a su compañero—, ¿para qué malgastar el tiempo con esta sabandija?

—Tú también eres un encanto —añadió Gus.

Randy quiso arrojarse sobre él, pero Tom le agarró y señaló a su joven colega el camino hasta la puerta.

—¿Por qué os empeñáis en convertirme en un soplón? ¿Para qué? Ya cumplí en su momento —dijo Gus—. No me dejasteis respirar ni un segundo. Pero ya no estoy en libertad condicional. Así que a la mínima que os paséis de la raya, acudiré a un abogado.

—Tú venderías a tu madre por cinco dólares, no me hagas reír —gritó Randy por encima del hombro, y los dos policías se largaron.

Gus los estuvo observando un momento y luego se volvió para dirigirse al teléfono, mientras murmuraba: «Gus, si no tuvieras esa joroba, habrías podido ser un buen policía. No hay mal que por bien no venga». Y rompiendo a reír se dijo: «No sé cómo se me ocurren observaciones tan agudas».

La jungla de asfalto

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