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2.3 EL RESULTADO POR EL PROCESO

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El lugar privilegiado que ocupaba la especialización del trabajo en el imaginario moderno, con el toyotismo tendió a desdibujarse. La flexibilidad del trabajador, pensado como multifuncional, desbarata la posibilidad de perfeccionamiento en una tarea concreta y apunta más bien a capacidades de rápida adaptación tanto a los cambios tecnológicos, como a los funcionales y organizacionales solicitados por la demanda. Vale la pena entonces bucear un poco más en esta transformación, en términos de sus implicancias para el sujeto.

El trabajo es una actividad que involucra saberes, disposiciones, procedimientos: un “hacer” que implica un “saber”. Para esto se requiere formación –es decir, una cualificación personal accesible, que puede adquirirse-, un objetivo, disposiciones organizacionales, recursos materiales y financieros, tiempo y condiciones estructurales. Este escenario puede ser objeto de planificación; se torna por tanto medianamente previsible. También operan imprevistos, contingencias, avatares. El mejor trabajador es el que, frente a ellos, puede dar una respuesta creativa que cumpla, o supere, los objetivos; que satisfaga, o mejore, su performance. Este hacer eficaz puede transmitirse, por ejemplo, cuando se transforma en formación sistemática, parte del acervo común; o puede ser reservado, privado, volviéndose materia de patentes o regulaciones. El trabajo bien hecho proporciona un sentido de dignidad personal y colectiva, y ofrece una identidad unida a la tarea que se desempeña cabalmente. “Yo soy el que fabrica este calzado”, “yo diseño páginas web”, “mi empresa importa y exporta insumos para la explotación agropecuaria”, todas estas frases no hablan de resultados sino de desarrollos en donde la identidad individual, el arraigo expresado en el posesivo “mi”, se ancla en una tarea.

Luc Boltanski y Ève Chiapello proponen que el savoir-faire –la capacidad adquirida de hacer ciertas cosas– está siendo reemplazada por el savoir-être, que se resume en:

[…] enfatizar la polivalencia y la flexibilidad del empleo, la capacidad para aprender y para adaptarse a nuevas funciones más que la posesión de un oficio y las competencias adquiridas, pero también las capacidades de generar confianza, de comunicarse, de ‘identificarse con el otro’. (p. 151) (traducción propia)

Las nuevas características del empleo se montan sobre aptitudes subjetivas, más que capacidades objetivas. Ya no se demanda del trabajador su habilidad, capacidad específica, su calificación, sino que le exige que utilice la totalidad de sus facultades, poniendo en juego fundamentalmente aquello que es, sus cualidades subjetivas e incluso las características de su personalidad. No solo debe accionar le hecho de involucrar SU inteligencia y creatividad, sino también su adaptabilidad, don de gentes, resiliencia –es decir, el umbral de tolerancia al stress-, capacidad para trabajar en equipo, incluso su simpatía, para satisfacer los requerimientos que se le presentan. Se trata de recursos psíquicos y psicosociales que constituyen tempranamente la personalidad y, por tanto, son difíciles de adquirir a posteriori, voluntariamente, en la vida adulta. La empleabilidad, por lo tanto, se asienta en disposiciones adquiridas en un territorio privado; el de los vínculos primarios y las relaciones interpersonales. Ello explica por qué existen numerosos espacios informales que, trabajando sobre dimensiones afectivas o características personales, apuntan al terreno laboral, como el coaching, la programación neurolingüística, y muchas otras. Esta subjetivación del trabajo significa que el trabajador debe estar totalmente implicado; es por esto que el management contemporáneo habla de él como el elemento más importante de la cadena productiva.

La organización desterritorializada

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