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CAPÍTULO 2 Supervisión y formación clínica

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MÓNICA PATRICIA LARRAHONDO ARANA

Es bastante frecuente encontrar en el campo de la psicología clínica la superposición de la práctica y la clínica, como si ambos términos fueran sinónimos que definen la formación del clínico. Sin embargo, es preciso distinguir lo que es la experiencia práctica, de la clínica que se produce a partir de ella. Para ello se ha decidido retomar, como marco epistémico, el psicoanálisis lacaniano, donde la experiencia práctica es justamente eso: una experiencia, y como toda experiencia tiene un punto imposible de transmisión. Lacan (2012), en la “Introducción a la edición alemana de un primer volumen de los escritos (1973)”, afirma que el sentido de una práctica se aprehende por el hecho de que en ella se fuga el sentido, por lo que sus efectos son imposibles de calcular. Efectivamente, nunca se sabe los impactos que una experiencia práctica tiene en la vida de un ser hablante, pero lo que sí se puede saber es que se trata de un encuentro inédito.

El sentido de una práctica no es el conocimiento, tampoco la aplicación de la teoría, es el hecho de tener una experiencia en la que el clínico, en el encuentro con el paciente, se confronta con lo más singular y enigmático de cada uno. En ese orden de ideas, Miller (2008) afirma que la experiencia práctica es un arte que compromete la creatividad del clínico, en tanto siempre hay algo que escapa a la nosología psiquiátrica y por consiguiente, no se puede intervenir de manera estándar. De allí que la clínica psicoanalítica sea, ante todo, la clínica de lo singular.

Desde la perspectiva lacaniana, habría entonces un redoblamiento del clínico, donde uno remite a la experiencia práctica, en la que ocurre el encuentro de un ser hablante con aquel que orienta su tratamiento; y otro al momento de elaboración teórica respecto a lo que acontece en dicho encuentro. Lo anterior tiene su fundamento en una cita de Lacan (1974) del Seminario 22, cuando dice en la clase del 10 de diciembre de 1974 que “es indispensable que el analista sea al menos dos: el analista para tener efecto, y el analista que a esos efectos los teoriza”. En este “al menos dos” la posición del clínico que conduce el tratamiento no se confunde con la posición de aquel que formaliza su práctica.

Lo anterior es algo que también señala Freud (2001) en un pequeño texto titulado “Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico”, cuando aconseja al clínico “no especular ni cavilar mientras analiza, y en someter el material adquirido al trabajo sintético del pensar sólo después de concluido el análisis.” (p. 114). En otras palabras, recomienda no cavilar teorías mientras se está frente al paciente, pues ello hace obstáculo a la escucha. Freud plantea la asociación libre como la regla fundamental del psicoanálisis, pero a ello le corresponde por parte del médico la atención flotante, que no es más que la capacidad de escuchar sin prejuicios personales y/o teóricos. Dice Freud: “si en la selección uno sigue sus expectativas, corre el riesgo de no hallar nunca más de lo que ya sabe; y si se entrega a sus inclinaciones, con toda seguridad falseará la percepción posible” (2001, p. 112). Es por esta razón, que Freud aconseja al clínico dejarse sorprender por los virajes discursivos del paciente durante la entrevista, y pensar sobre ello posteriormente, cuando la cita haya concluido, entre sesiones.

El tiempo de la clínica queda definido entonces como un momento lógico de conceptualización y de formalización. La clínica “es un sobreagregado a la experiencia [práctica], y no va de suyo.” (Schejtman, 2013, p. 25). Dentro del psicoanálisis lacaniano el espacio privilegiado para conceptualizar la clínica que se desprende de la experiencia práctica es la supervisión, pues es allí donde el clínico, con sus apuntes y observaciones, piensa la singularidad del caso a la luz de la psicopatología psicoanalítica.

Schejtman (2013) en un trabajo titulado “Clínica psicoanalítica”, retoma la distinción entre la experiencia práctica y la clínica a partir del conocido juego “piedra, papel y tijera”; donde, como bien se sabe, ninguno de los elementos predomina sobre el otro, en tanto la tijera vence al papel, el papel a la piedra y la piedra a la tijera. Entonces, Schejtman nos dice que el estudiante en su formación clínica asiste primero a seminarios teóricos, “que provee esa tijera conceptual sin la cual es imposible realizar ningún “recorte” clínico: no hay clínica sin recorte” (2013, p. 25). Posteriormente, el estudiante llega con la información conceptual a la experiencia práctica. “La tijera conceptual es puesta a prueba, se las ve allí con lo real de la experiencia, digamos, la piedra” (Schejtman, 2013, p. 26), que necesariamente agujerea la información recibida, aunque no vence del todo a la tijera conceptual. Ahora bien, del encuentro con la piedra el estudiante “se retira de allí con sus marcas: las que le deja el encuentro con la experiencia.” (p. 26). Es en este momento donde el estudiante formaliza la experiencia práctica, para lo cual es requisito indispensable la presencia de otros, que van desde el supervisor hasta el comentador del caso en un ateneo clínico, e incluso el público mismo. Es así como la clínica llega a ser escrita en el papel, presente no solo en el cuaderno de apuntes del estudiante, sino en la misma teoría psicoanalítica. La clínica es entonces la lectura que se hace sobre la práctica, y al mismo tiempo la escritura que surge a partir de ella. De este modo, la escritura sobre el papel termina incidiendo sobre la tijera conceptual inicial.

Se propone entonces pensar la formación del psicólogo clínico como un campo de investigación, donde la “práctica” y la “clínica” se encuentran en una suerte de continuidad topológica similar a la de una banda de Moebius, superficie de una sola cara y un solo borde en la que, para nuestro tema de interés, no es posible pensar la práctica sin la concepción que se tenga de la clínica. Es por esta razón que entre “práctica” y “clínica” hay una continuidad necesaria a contemplar en la formación del clínico, donde la supervisión disciplinar es el punto de conexión necesario entre una y otra. De allí que este trabajo centre sus reflexiones en torno a la supervisión, definido en el Consultorio de Atención Psicosocial (CAPsi) como un espacio de diálogo donde el practicante narra los aspectos que considere relevantes de su práctica; y el supervisor lo escucha atentamente enfocándose en tres aspectos: la posición subjetiva del practicante, las intervenciones realizadas y los aspectos singulares del caso. (Castro-Sardi, 2016). Pero antes de ahondar en la manera particular como hemos pensado la supervisión al interior del CAPsi, conviene introducir lo que tradicionalmente se ha entendido como “supervisión” en la psicología, particularmente en Colombia; pues sobre ella gravita, por un lado, una confusión en el marco legal de sus alcances y limitaciones al momento de orientar la práctica de un estudiante; y, por otro lado, diferentes modelos de supervisión que corresponden a diversas maneras de pensar la clínica.

Caso por caso: clínica y lazo social

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