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Ajena a toda la barbarie y desolación que había destruido el mundo, estaba la persona que era la esperanza que mantenía al joven doctor vivo, sus ganas de volver a verla le habían dado la fuerza suficiente para luchar.

Expulsada de su vida para así centrarse en intentar que el resto del mundo tuviera una oportunidad, nunca dejó de pensar en ella, había sacrificado su felicidad por salvar a la humanidad habiendo fracasado en ambas. Su obsesión por mejorar siempre se había impuesto egoístamente.

La recordaba con cariño, un amor que nunca se rompería, un deseo que jamás se apagaría, era magnífica, su inteligencia siempre le dio cierto miedo, sintió lástima cuando no dedicó su gran potencial a la ciencia empírica, despreciándola con fervor, culpable: su asombrosa e inexplicable fascinación por el pasado.

Recordaba aquellos días de juegos infantiles en el extenso campo, una piel tan suave y blanca que le dejaba sin habla con solo rozarla.

En las noches de verano donde la luna brillaba con intensidad, esta se reflejaba en su maravilloso y terso lienzo, concediéndole un brillo espectral, un precioso cuerpo que parecía sumamente delicado, de una fina porcelana, que contrastaba con aquella oscura e intensa cabellera pintada del mismo color azabache que sus profundos ojos.

La suya no era una belleza que abrumara nada más verla, lo que la hacía especial, era su esencia y ganas de vivir, las cuales hacían que todo ser de su alrededor la adorara profundamente, anhelando impregnarse de su aura o la odiara por no poder poseerla de la forma deseada.

—Iremos, colega, espera a que se recupere e iremos a por tu motor.

—Gracias, te quiero, tío, necesito saber si está…

—Calla, está bien seguro, es una tía lista, además si está donde crees…

Desde que escaparon, Charles tenía clara una cosa, su objetivo era encontrarla y sabía por dónde empezar, el camino sería largo y duro, pero los dos brillantes «cerebritos», tenían recursos para todo, en especial para adaptarse y sobrevivir.

Esperarían en un lugar lejos de los Bgul a que «saco de huesos», que resultó ser una mujer, asiática, quien había recorrido un largo camino hasta llegar al campo, motivada por la engañosa propaganda de un mundo nuevo y que bajo su aspecto débil y enfermizo había sobrevivido a las mayores atrocidades que pudieran imaginar, se recuperara un poco de sus heridas.

Lewis la conoció una noche en uno de los pasillos del sub-búnker. Ella buscaba una salida al infierno en el que vivía y él daba un paseo para poder conciliar el sueño.

Con el tiempo, todas las noches, se buscaban, cada vez pasaban más rato en compañía, con promesas de salir juntos y vivir una nueva vida, aquello les mantenía ajenos a todo lo que sucedía alrededor.

Nunca hablaban de sus «misiones» en el campo hasta que una noche, ella apareció magullada, sangrando y semidesnuda, ahí fue cuando el ingenuo doctor descubrió las atrocidades que se estaban cometiendo contra aquellas mujeres en nombre de la «perpetuación de la especie».

—Parece que se despierta.

Los dos miraban atónitos a aquella mujer, la habían vestido y calzado con lo que encontraron por el camino; de repente abrió los ojos tanto, que sus rasgados y oscuros ojos formaron dos limones.

Tumbada en el suelo, con un hombre a cada lado, su mirada se fijó en Charles, sus ojos reflejaron el terror más atroz que el doctor había visto nunca, parecía que intentaba gritar, pero de su garganta solo salió un agudo graznido; asustada, giró la cabeza, su mirada se clavó en los ojos azules de Lewis, las cuencas se le volvieron blancas, volviendo a desmayarse.

—Joder, tío, eres tan feo ¡que se ha desmayado! —Los dos estallan en sonoras carcajadas.

—Pobre, ha tenido que ser horrible…

—Lew —le dice, colocándole una mano sobre el hombro—, saldrá adelante, todos lo haremos…

Pasaron dos días en una cabaña abandonada, hicieron cálculos, llegando a la conclusión de que podrían estar en alguna parte del centro de Europa o tal vez en el sur, casi en España, el objetivo estaba claro: su camino estaba fijado donde quiera que ella estuviera, la encontrarían, pero por el momento, tenían un destino incierto, aunque la esperanza invadía sus corazones, tenían la certeza de que todo mejoraría, habían sufrido tanto que era hora de equilibrar la balanza.

—Lo poco que sé de ella, es que tiene una habilidad asombrosa para librarse de los grilletes, una noche la sorprendí vagando por los laboratorios, la seguí en «modo espía» y la observé estudiando meticulosamente los pasillos, dibujaba planos mentales para escapar, todas las noches esperaba a verla salir de la sala de…

—¿Por qué nunca me dijiste nada, tío?

—C., sabes que no podíamos hablar sin tener oídos y ojos por todas partes, o ¿acaso pretendías que te pasara una notita y arriesgar su vida y las nuestras?, además, no sabía lo que les hacían hasta que me lo contó, eso fue dos días antes de que todo se fuera a la mierda, siempre creí que se trataba de métodos diferentes… —Lewis deja caer una densa lágrima por su mejilla.

—Tranquilo, está bien —Charles lo abraza—. Nadie podía imaginarse que aquello estaba pasando a tan solo dos paredes de nuestro laboratorio, de todas formas, no podríamos haber hecho nada y lo sabes.

—Me odio por haber vivido en mi ignorancia felizmente, nosotros nos quejábamos de las condiciones, el trabajo, la falta de todo, mientras ellas…

—Ya está, no puedes o más bien no debes martirizarte con eso, pensemos en el presente y en el futuro, ¿ok? —Char les lo mira, mientras sonríe de forma comprensiva para tranquilizarlo.

Ambos se entendían perfectamente, sabía por qué nunca le habló de aquella mujer, tenía miedo a que les escucharan y que a ella le hicieran daño o algo peor, las «fértiles», (como se definían a las mujeres usadas «para la perpetuidad de la especie»), eran algo importante, un medio para un fin determinado, no se les permitía hablar entre ellas, no podían mirar a sus violadores, pocas veces las alimentaban lo suficiente, las enfermedades se las comían con rapidez, maltratadas y vejadas, algunas se suicidaban de las formas más escabrosas, otras, las más fuertes, nunca sabían con seguridad cuál sería el día en que la vida llegaría a su fin, el personal del campo lo denominaba el «pabellón de los horrores», sin realmente saber con certeza lo que aquella sala albergaba, los bebés que conseguían nacer vivos eran alimentados con lo que hubiera, rara vez las madres sobrevivían al parto o después producían leche para que sus hijos salieran adelante.

Algún día, la mujer a la que habían salvado les contaría qué pasó allí, dónde estaban los niños que habían sobrevivido a la barbarie, cómo ella logró sobrevivir tanto tiempo a aquella tortura y lo más extraño, cómo logro sobrevivir a la masacre a la que todas fueron sometidas.

«Le observé detenidamente, tenía una expresión tierna, compasiva, era un gran tío, me fijé en que la mujer dormía plácidamente, con la cabeza apoyada en su pierna, mientras él, le acariciaba el desquebrajado y fino cabello, me sentía orgulloso de lo que aquel hombre había hecho, nunca se rindió, nunca pensó en abandonarla, tal vez yo no hubiera podido hacerlo.

Las manchas que creíamos eran de peste, resultaron ser en realidad magulladuras muy profundas, de diversos colores, comprendí horrorizado que no solo las sometían para como ellos lo llamaban: el «bien de la especie», sino que sufrían abusos de todo tipo, sentía un gran alivio por estar lejos del horror, pero a la vez me daban pánico las profundas heridas que no se veían y tarde o temprano aflorarían por los poros de nuestra piel.

No hablaba mucho, el miedo había calado profundamente en su alma, sus ojos reflejaban el tormento que vivía constantemente. Había logrado salvarse gracias a que se liberó de las cadenas para hacer su ronda de exploración buscando a Lew, cuando un estruendo la sobresaltó, se escondió en un arcón congelador que había en un laboratorio cercano; al volver, vio la masacre y se desmayó. Al abrir los ojos lo vio a él, creyó estar delirando, pero en realidad aquella mirada del color del cielo, le dio la oportunidad de vivir».

Diario de Charles TESMIN

El sueño y el hambre eran los dueños de sus cuerpos. Charles cerró los ojos, pensaba en ella, conocía toda la historia de su vida, las pequeñas cicatrices que adornaban su cuerpo dejando constancia la feliz infancia que habían tenido, tenía fe en que estaría a salvo. «El mundo la necesita, seguro que está bien».

Las últimas noticias que tuvo de ella habían sido algo extrañas, tenía miedo de no volverla a ver nunca más, cada vez que pensaba en ello un nudo le apretaba la boca del estómago, en el fondo quería tener esperanza, necesitaba volver a tenerla entre sus brazos, sin ella, su vida carecía de sentido. «Idiota, tantos años».

Detrás de la máscara. Vol I

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