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Familia y movimiento

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Imaginemos la siguiente escena, bastante habitual:

Inés tiene tres años y medio. Ha estado en el cole y también se ha quedado al comedor, pues sus papás trabajan. Sus padres han estado realizando sus funciones laborales todo el día y recogen al final de la jornada a su pequeña en casa de la abuela. La niña, al ver a sus padres, se revoluciona y comienza a moverse, a saltar y a hacer cosas que «no debe». La abuela dice: «con lo tranquila que estaba hasta que habéis llegado vosotros…». La niña no para y continúa la actividad motriz en la casa, incluyendo alguna descarga emocional, llamada «rabieta», cuando los padres y la abuela le recriminan tanto revuelo.

¿Qué le pasa a esta pequeña? ¿Es su movimiento, sus carreras, sus subidas y bajadas un trastorno del comportamiento? Por supuesto que en el TDA hay muchos más factores a tener en cuenta. Pero es tan fácil aplicar inadecuadamente este concepto tan delicado en las actividades cotidianas que se nos escapa de las manos.

Los padres observan, se preocupan y llegan a pensar que tiene «algo» que no es normal para reaccionar así.

¿Os suena?

¿Es hiperactividad lo que tiene el pequeño que desarrolla más actividad motriz al ver a sus padres cuando regresan del trabajo?

Comprendemos a los adultos, madres y padres, que llegan cansados de la jornada laboral y a los que habitualmente les esperan también las labores del hogar, y lo que menos desean es jugar, subir, bajar, explorar… con esa energía incansable para el juego vital de los peques y que pone a prueba a cualquier adulto.

Pero ¿es hiperactividad el deseo expansivo de jugar y compartir el juego con sus papás? Claro que no. Sin embargo, hay mucha confusión. Por ello, insisto en un serio y riguroso diagnóstico, sin caer en estigmatizaciones prematuras en los numerosos casos que no responden clínicamente a ese trastorno.

Caso concreto

Con los grupos de padres tenemos grandes oportunidades para tratar cualquier tema relacionado con la crianza y la educación. La consulta también es un espacio privilegiado para atender a familias preocupadas por una posible hiperactividad de los hijos.

En una sesión de grupo de padres, tuvimos ocasión de ver con diáfana claridad un caso que se encaminaba ya a la búsqueda de un diagnóstico que corroborara un posible trastorno de hiperactividad, según la opinión de los padres.

A través de la exposición pormenorizada de la situación, así como de la aplicación de técnicas activas, el «problema» desapareció en el acto.

El padre, en el role playing, pudo escenificar su modo de interacción con su hija en escenas de la vida cotidiana. Fue muy evidente para todo el grupo el ejercicio de control que desarrollaba sobre el movimiento de la pequeña de dos años, con un constante ejercicio del NO:

«No toques eso. No te subas a la silla. No corras. No te metas eso en la boca…», para finalizar con una elevación clara de la voz al decir: «¡Cuántas veces te he dicho que pares quieta ya! ¡Para!». Curiosamente, desde la observación grupal, el verdadero «hiperactivo» era el padre, con un intenso despliegue de movimientos muy poco operativos y extenuantes.

En la verbalización durante la sesión siguiente, el cambio fue total. ¿De quién? Primero de la percepción de los padres y, por tanto, de su actitud, y finalmente de su conducta.

Inmediatamente, y como consecuencia de ese cambio de actitud y percepción, se disolvió el problema. Problema que, dicho sea de paso, realmente no existía. Es más, como tantas veces ocurre, dicho «problema» responde y se genera como consecuencia de la expectativa educativa de padres y educadores sin contemplar el momento evolutivo de cada criatura.

¿Cómo se resolvió? Durante el siguiente mes los padres observaron el movimiento, inicialmente «caótico», como necesidad de descarga y expansión de la pequeña, sin necesidad de marcarle y limitarle su expresión con un «no» reiterativo que hasta entonces solo lograba provocar el efecto contrario al esperado. Una vez descargada la tensión y la necesidad de la pequeña, solo pedía brazos, mimos y recogimiento materno. Progresivamente, esa conducta fue desapareciendo a medida que el «no», como limitación sin ninguna discriminación, fue reduciéndose.

Aprovecho la ocasión para manifestar que el NO debe ser homeopático, como señalaba en mi anterior libro Amar sin miedo a malcriar. Es decir, en muy pequeñas dosis, y cuando es realmente necesario. El cambio es asombroso, y casi milagroso o mágico, cuando los padres y educadores comprenden esto. Se puede limitar e incluso prevenir una conducta sin el reiterativo «no». Es más, el «no» automático y repetitivo no es educativo. Y provoca el efecto contrario al deseado. En Amar sin miedo a malcriar, profundizo más en este tema tan importante, que tantos conflictos acarrea y que habitualmente se identifica con «los límites». Los límites son necesarios, pero el cómo, cuándo y por qué son esenciales. Este es uno de los talleres más demandado por padres y educadores.

Finalmente, y a modo de llamada de atención ante este tema tan delicado y controvertido, quiero volver a la cuestión del gran negocio desarrollado por las grandes industrias farmacéuticas ante diagnósticos poco rigurosos y contrastados de TDAH, como muchos informes e investigadores han hecho notar. Se medica a niños de dos añitos que necesitan moverse o que «desobedecen» (están en una fase del desarrollo concreta, como veremos más adelante), ignorando las graves consecuencias para la salud física y emocional del pequeño. Se medica a adolescentes, que están perdidos o buscando su propia identidad y camino en la vida. Pero hay que tener muy presente las posibles relaciones entre los índices de suicidio y también de homicidio que nos llegan desde Estados Unidos en adolescentes sometidos a este tipo de medicación. Nuevamente, sugiero una profunda y adecuada búsqueda de información antes de dar el paso a la medicación, salvo en casos estrictamente necesarios y probados que no deseen recurrir a la medicina alternativa.

La sociedad nos educa para blindarnos ante las emociones y las respuestas de malestar de la infancia. Todo lo que molesta hay que eliminarlo. No interesa llegar a las causas del malestar, sino suprimir los síntomas para continuar con un funcionamiento «normalizado», sin reparar si responde a la salud óptima (placer de vivir) o al «funciona, adáptate y haz las cosas “bien”».

Educar sin miedo a escuchar

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