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LA MANO TENDIDA

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La preocupación por la crisis de la Iglesia se da no solo en Italia, país que se definía como católico hasta hace poco (la DC todavía obtenía casi un 35 % en las elecciones en 1987). Suscita interés también en Francia, donde el presidente de la República suele referirse a las religiones como «cultos». Desde las traumáticas leyes de separación de 1905, expresión de una política anticlerical, la legislación francesa tiene en cuenta el aspecto cultual de las religiones, más que su grosor social y comunitario. Precisamente por dicho planteamiento, seguido siempre por los presidentes franceses, sorprendió una medida de Emmanuel Macron con la Iglesia católica. En 2018 fue al Collège des Bernardins, la institución que el cardenal Lustiger creó para establecer vínculos con la cultura y afianzar la profundidad cultural de la Iglesia. La iniciativa representó una «mano tendida» de la República laica a los católicos.

Tras haber ignorado la cuestión de las raíces cristianas de Europa, en la que la Santa Sede había insistido para pedir su inclusión en la Constitución europea en tiempos de Juan Pablo II, y que había obtenido un claro rechazo de Francia, Macron afirma con solemnidad en su discurso que tiene «la más alta consideración por los católicos». Sus declaraciones podrían considerarse una infracción de la laicidad del jefe del Estado: «Y sobre todo, no son las raíces, lo que nos interesan, porque estas pueden estar muertas. Lo que importa es la savia. Y estoy convencido de que la savia católica debe seguir contribuyendo siempre a dar vida a nuestro país». Con solemnidad, ante los obispos reunidos en los Bernardins, Macron declara:

Si los católicos han querido servir y hacer crecer a Francia, si han aceptado morir, no lo han hecho solo en nombre de ideales humanistas. No solo en nombre de una moral judeocristiana secularizada. Lo han hecho también como respuesta a su fe en Dios y a su práctica religiosa25.

Es un reconocimiento importante: los católicos franceses fueron «patrióticos» sobre todo en nombre de la fe que vivieron. Macron, con una actitud inédita, le dijo a la Iglesia que Francia la necesita, y así se sobrepuso a la secular desconfianza hacia el «peligro» de clericalización de la vida pública. No fue un encuentro entre Iglesia y Estado en mitad del camino para resolver problemas comunes: el presidente fue a buscar a la Iglesia y le reconoció su papel social y espiritual. Hay que entender aquel evento teniendo en cuenta su carga inédita, que probablemente tiene varios orígenes. El presidente quiso hacer un viraje en las relaciones con las religiones. Tiene sobre la mesa la cuestión musulmana en la sociedad francesa y es propenso a preguntarse por el papel de las religiones, a las que reconoce una función de cohesión social y de recursos espirituales.

Viendo la sociedad francesa, Macron es consciente de que el Estado, por sí solo, no saldrá adelante y que hacen falta recursos espirituales para mantener unido un tejido social rasgado y para alimentar una visión del futuro. Pero ¿la «mano tendida» presidencial no hará, tal vez, que la Iglesia corra el peligro de ser instrumentalizada por parte de una presidencia que, por naturaleza, es transitoria? El Elíseo esperaba una reacción. Percibí en ciertos ambientes de la presidencia una comedida decepción ante la respuesta de la Iglesia. No fue una respuesta negativa. Quizás las modalidades concretas no eran claras y la Iglesia no se sentía cómoda emprendiendo un camino incierto y un tanto alejado de su misión habitual. Por otra parte, la presidencia de Marcon tiene sus puntos débiles y su impopularidad. Además, la Iglesia de Francia, con sus noventa y ocho diócesis, se siente más obligada por el desafío de sobrevivir que atraída por un proyecto de contornos poco claros.

La «mano tendida» de Macron (es una expresión que utilizó en 1936 Maurice Thorez, secretario del Partido Comunista francés, en referencia a los católicos) es indicativa del tiempo que vivimos: un jefe de Estado necesita recursos espirituales. Es una historia totalmente distinta de la del siglo XX, cuando el poder civil, laico o anticlerical, sentía la presencia católica como desbordante y amenazadora. Entonces intentaron limitar a la Iglesia con leyes anticlericales y laicas, como las de 1905 de Francia, o como las italianas, que incautaron el patrimonio inmobiliario de la Iglesia y redujeron drásticamente las congregaciones religiosas, por poner solo algunos ejemplos.

La Europa del siglo XX, en ciertos sectores (por no hablar de los regímenes comunistas), tenía miedo del «poder» de la Iglesia sobre la población, las familias, las mujeres, los jóvenes. Hoy, por el contrario, teme su ausencia. Cuando se abren vacíos, se entiende el valor de las presencias que se pierden. Hay preocupación por la ecología humana y espiritual de Europa. No es solo un problema de los cristianos. Si no es de todos, lo es al menos de muchos. Notre-Dame en llamas evoca la crisis, una crisis de la Iglesia, ante todo, pero mirándolo bien, una crisis de la sociedad entera.

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