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LA CATEDRAL ARDE: LA CRISIS DEL CRISTIANISMO

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¿Qué será París sin Notre-Dame? ¿Qué serán Francia y Europa sin la Iglesia? ¿Se puede aplicar la pregunta más allá del Viejo Continente, donde, aunque de manera distinta, también abundan las señales de crisis?

Existió el temor de que Notre-Dame quedara reducida únicamente a un monumento nacional, disipando así su carácter religioso. El estudioso francés Olivier Roy manifestó su preocupación por la «patrimonialización cultural de la catedral en detrimento de su función cultual». Y añadió: «El Estado y la sociedad valoran lo que es puramente cultural del cristianismo, y no la fe y los valores, y eso equivale a secularizar lo que queda del cristianismo en nuestra sociedad2». Sería un síntoma más de la crisis religiosa: Notre-Dame como monumento de la civilización francesa, más que como iglesia madre de los católicos y lugar memorial de la fe de generaciones y generaciones.

Pero es muy difícil despojar a la catedral de su significado religioso, que la ha imbuido bautizándola hasta sus raíces y convirtiéndola en protagonista del bautismo de gran parte de Francia. Para leer la estratificación histórica y artística que es la basílica hay que remitirse a la Biblia y al léxico del catolicismo.

El politólogo Jerôme Fourquet no comparte plenamente que haya peligro de monumentalizar y secularizar Notre-Dame. En su opinión, el incendio hizo emerger un difuso sentimiento de cariño, «una especie de inconsciente espiritual y teológico que sin duda ha perdido el hilo de su historia pero que existe3». También yo estoy convencido de que el incendio hizo aflorar un «inconsciente espiritual y teológico» dentro y fuera del círculo de los católicos practicantes. A la Iglesia le cuesta entrar en contacto con este «inconsciente», que no es fácil detectar más allá de la emoción de un momento. Pero si quiere construir el futuro —también el suyo— debe intentar establecer canales de diálogo con dicho inconsciente. Entre otros motivos, porque —y ese fue un viraje de finales de siglo— ya no están en pie los muros del prejuicio anticlerical típico de gran parte del siglo XX.

A preguntas de Le Figaro a propósito del dramático incendio, varios comentaristas señalaron el vínculo —simbólico y real— entre aquel acontecimiento y la crisis católica. Las opiniones difieren: ¿todavía existe la Iglesia o está destinada a una progresiva desaparición? El catolicismo, al menos por un momento, volvió a ocupar el centro del debate, aunque con valoraciones preocupantes sobre el futuro.

En realidad, en la cultura francesa, más que en la italiana, existe una tradición bisecular de discusión sobre la crisis de la Iglesia. Señalar una crisis muchas veces, de manera velada, implica proponer reformas o nuevas acciones. En 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, dos sacerdotes, los abades Godin y Daniel, publicaron La France pays de mission?4. Era una denuncia de la crisis: el mundo proletario se había distanciado de la fe y había surgido una nueva tierra de misión en el corazón de una ciudad antaño cristiana pero ahora extraña a la Iglesia.

El libro planteaba una propuesta que encendió acalorados debates y que el arzobispo de París de la época, el cardenal Suhard, adoptó con sorprendente celeridad, pues estaba convencido de la gravedad del problema. Había que enviar a sacerdotes misioneros a las periferias, con los obreros, a su ambiente y a las fábricas, donde la Iglesia había dejado de existir, para que el proletariado viera la cercanía de la Iglesia y así atraerlo. Fueron los llamados curas obreros, un puñado de sacerdotes cuya historia duró una década y suscitó muchas discusiones.

Para Émile Poulat, historiador y politólogo, que fue uno de aquellos sacerdotes, el episodio puso de manifiesto un cristianismo que se percató de su fin en el nuevo mundo operario y periférico. Fue la propuesta de pasar del cristianismo de un mundo conocido (en el que vivían firmes estructuras tradicionales —diría— tridentinas) a un universo extraño: el proletariado. El cristianismo se encarnaba de esta forma en el proletariado. El sacerdote trabajaba como obrero. El sacerdote está en primera línea y forma parte de equipos que pueden ser laicos. Pero el temor a los cambios que pudiera provocar en el sacerdote su conversión a obrero hizo que el papa Pío XII decretara en 1954 el fin de aquella experiencia. No se podía cambiar de aquel modo el modelo de sacerdote católico que había configurado la tradición y el Tridentino5.

Los estudios y ensayos sobre la crisis católica abundan. Sobre todo, después del Concilio Vaticano II. Pero en estos años del nuevo siglo el debate ha dado la espalda a las pasiones del pasado y al optimismo de la voluntad reformadora con el que analizar la crisis y superar las dificultades. Optimismo y pasión impregnaron los años posteriores al Concilio, cuando se pensó, se trabajó y se soñó para lograr cambios en la Iglesia. Hoy, por el contrario, faltan propuestas y tal vez también entusiasmo, aunque es difícil medir objetivamente la temperatura del debate.

Sea como sea, la crisis católica parece fuerte, comparable incluso al incendio de Notre-Dame. No sería la primera, sin duda. En su larga historia la Iglesia ha superado muchas crisis. Algunas provenían del exterior, como olas que rompían contra la institución. Así, al menos, las interpretó la autoridad eclesiástica, y así fueron en parte. Pensemos, por ejemplo, en el impacto que en los últimos siglos han tenido el Estado laico o la persecución comunista. Pero también ha habido crisis internas, como la modernista. Hoy la crisis responde sobre todo al descenso de los indicadores de la vitalidad católica. Es, pues, interna, y no externa.

En definitiva, los parámetros vitales del «cuerpo eclesial» muestran unas señales preocupantes. Huelga decir que el fin de un cuerpo social bimilenario como la Iglesia no es como la desaparición de un hombre, porque este deja tras de sí, durante mucho tiempo, restos, herencias, fieles, instituciones y mucho más. Se podría pensar que ya hemos superado el umbral del fin y que estamos actuando sobre los «restos» de un proceso en una fase ya avanzada. Entiendo que para personas creyentes no sea fácil aceptar una hipótesis de este tipo, que se podría tildar de pesimista. Pero es honesto e intelectualmente responsable afrontar también dicha posibilidad.

A propósito del catolicismo en Francia, Fourquet escribe severamente: «Hay una descristianización creciente que está llevando a la “fase terminal” de la religión católica». Y añade: «Si se confirma esta tendencia, se calcula (claramente como perspectiva) que en 2048 podría hacerse el último bautizo, y en 2031, el último matrimonio católico. Podría producirse incluso la desaparición por completo de los sacerdotes franceses en 20446». Es un tanto difícil calibrar la credibilidad de previsiones de este estilo, pero no hay duda de que a la Iglesia no le espera un futuro de color rosa. Se trata de un cambio cultural: «Durante siglos la religión católica estructuró profundamente el inconsciente colectivo de la sociedad francesa. Hoy aquella sociedad no es más que una sombra de lo que fue. Está en curso un gran cambio cultural7».

El adjetivo «terminal», muy duro, ha estado en boca de dos concienzudos estudiosos: Emmanuel Todd (que en su día preconizó el fin del sistema soviético y posteriormente la crisis de la hegemonía norteamericana) y el demógrafo Hervé Le Bras. Este último es hijo de Gabriel Le Bras, uno de los padres de la sociología religiosa francesa y gran impulsor de una lectura del fenómeno de la «descristianización» de la sociedad a través de los flujos de la práctica religiosa, que, en su opinión, eran un indicador de suma importancia; Le Bras influyó en la sociología y en el pensamiento mismo de la Iglesia, aunque advirtió que la descristianización no era un proceso simple, sino un mot fallacieux. Pues bien, en 2013, en Le mystère français, ambos autores, Todd y Hervé Le Bras, hablan de «crisis terminal» de la Iglesia, en referencia también a Francia8.

El número de católicos practicantes disminuye rápidamente. En algunos barrios de las ciudades, así como en las zonas rurales, el catolicismo ha quedado reducido a una sombra de lo que fue en cuanto a práctica de los fieles, espíritu de iniciativa de los operadores y presencia social. Los dos estudiosos prevén para la Iglesia un final similar al del mundo comunista, que hasta el 89 parecía fuerte, pero que se desmoronó rápidamente. ¿Comparar la Iglesia con el sistema comunista? La analogía sorprende. ¿Hace referencia solo a Francia? El comunismo era un sistema de control político con un fuerte peso del aparato del Estado, aunque no faltaban partidos comunistas respaldados por el consenso popular, como en Italia y en Francia. Por otra parte, su historia era corta, y empezaba y terminaba casi toda en el siglo XX, exceptuando los estados asiáticos y Cuba, destinados a entrar en el siglo XXI. La Iglesia es otra cosa, por su naturaleza religiosa, por la ausencia de un control político sobre los fieles y por la fuerza que le da su historia bimilenaria. El cristianismo forma parte de la historia, la conciencia y la mentalidad de los europeos mucho más que el comunismo, que fue ampliamente impuesto o gozó solo de una adhesión voluntaria y política de una parte de la población.

Mi generación asistió al ocaso del comunismo, que la mayoría de observadores no supieron prever. Hasta la elección del papa Wojtyla, la Iglesia de Roma creía que los gobiernos comunistas iban a durar mucho, y por eso basaba su estrategia en la convivencia y la negociación con aquellos gobiernos, mientras que por otra parte intentaba revitalizar la sociedad civil dando pie a la oposición.

El paralelismo entre Iglesia y comunismo probablemente no es apropiado, pero sí denota la gravedad que para muchos tiene la crisis de la Iglesia. Con todo, la «crisis terminal» de la Iglesia —si queremos utilizar esta expresión— no llegará con una rápida caída, como ocurrió con los regímenes comunista que perdieron el poder. En todo caso será (y tal vez ya es) una disminución constante, en muchos casos inadvertida. Y la erosión, que puede ser grave, se lleva consigo, durante décadas, una plétora de permanencias y tradiciones. Un caso, apenas comparable, es el del fin de la Democracia Cristiana (DC) en Italia: el partido se fundó en 1943 y, tras gobernar el país sin interrupción, desapareció en 19949. En las primeras décadas del siglo XXI todavía hay personal exdemocristiano en nuestras instituciones. El actual presidente de la República, Sergio Mattarella, es un democristiano que militó en la DC y que sigue rigiéndose por su patrimonio de valores. No termina todo en un día.

La crisis de la Iglesia es el tema que me interroga y me apasiona en estas páginas. Estoy convencido de que el lento apagarse de la Iglesia o su progresiva irrelevancia tendrán consecuencias, al menos para los países europeos. Y también para el cristianismo en el mundo. Europa en sí ya está cambiando hacia la irrelevancia política en un mundo global que vive el surgimiento del hombre extraeuropeo, como había previsto Mircea Eliade para el siglo XX10. La aparición del hombre extraeuropeo ha comportado el afianzamiento progresivo en el siglo XXI de potencias y culturas mucho más fuertes democráticamente y más ricas que los pequeños países europeos. El marco geopolítico ha cambiado profundamente. Basta fijarse en el Mediterráneo: Turquía y Rusia tienen un papel preponderante, Estados Unidos se retira, Italia pierde fuelle, Francia aguanta mecha y Alemania se mantiene alejada.

El tema de fondo es Europa y su resistencia frente al mundo. Se ha discutido mucho sobre el declive de Europa o de Occidente. Los países europeos, empezando por Alemania, Francia e Italia, no logran —como ocurre en las situaciones de crisis— alcanzar la unidad, que sería la única manera de dar peso a su acción. Los problemas del cristianismo van asociados a los del hábitat europeo. Además, la grave crisis de un protagonista bimilenario de la historia europea y mundial como el catolicismo es en sí mismo un tema que afecta al Viejo Continente. Y no puedo ocultar que, en cuanto cristiano, esta historia me atañe y me apasiona.

La Iglesia arde

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