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¿CRISIS TERMINAL EN FRANCIA?

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Se ha hablado mucho del catolicismo de Francia. Y no solo porque se considerara que Francia era la «hija mayor de la Iglesia». La Iglesia francesa, entre el siglo XIX y el XX, tuvo un papel destacado en la historia del catolicismo europeo y mundial. En los dos últimos siglos París ha sido la gran ciudad donde el catolicismo se ha confrontado con la modernidad revolucionaria, liberal, científica, socialista y comunista. No es que fuera la única ciudad donde avanzaba la modernidad, pero sí era un lugar donde la Iglesia era una presencia fuerte y arraigada. La confrontación ha provocado encuentros y desencuentros. Ideas, propuestas y experiencias han llegado precisamente de Francia, donde se ha creado una concepción dinámica del futuro de la Iglesia, capaz de mirar a la tradición y de proyectarse hacia el futuro.

París ha sido un verdadero laboratorio del encuentro entre Iglesia y mundo moderno, con momentos de gran dureza. Hay que tener en cuenta que en el siglo XIX dos arzobispos de París murieron de manera cruenta: monseñor Affre, en 1948, mientras se interponía entre operarios que participaban en una revuelta y las tropas gubernamentales, y monseñor Darboy, fusilado en 1871 durante la Comuna de París (otro, monseñor Sibour, fue apuñalado por un antiguo sacerdote en 185726).

Más adelante la Iglesia francesa fue una de las principales protagonistas, a través de sus obispos y teólogos, de las reformas del Concilio Vaticano II. Sus teólogos (de Lubac, Chenu, Congar o Daniélou, por citar solo a algunos) tuvieron una gran influencia en el Concilio. Fueron la expresión de un dinamismo que se plasmó en los trabajos conciliares y que apuntaba a la reforma de la Iglesia y a una relación nueva con la sociedad del momento. Salvo algunas excepciones, en el Vaticano II los obispos franceses se alinearon con la mayoría y sintonizaron con las conclusiones del Concilio. Por otra parte, la Iglesia francesa acogió con contundencia el mensaje conciliar, introdujo importantes innovaciones y se impuso, fuera de sus fronteras, como modelo de recepción conciliar.

Todo aquello ocurría en un terreno preparado para acoger los cambios. Desde los años cuarenta y cincuenta la Iglesia de Francia preocupaba a la Santa Sede por su espíritu de búsqueda y de innovación. Roma llegó a hablar de «furia francesa», y el caso de los curas obreros es un claro ejemplo. Cuando el Concilio todavía no estaba ni en el horizonte, Angelo Roncalli, el futuro Juan XXIII, era nuncio en París y respiraba aquel clima.

Es célebre la carta pastoral que escribió en 1947 el cardenal Suhard, arzobispo de París, que tuvo repercusiones dentro y fuera de la diócesis: Essor ou déclin de l’Église? Es una pregunta sobre el futuro que sigue siendo actual: ¿la Iglesia crecerá o decaerá? Entonces, tras la guerra, la alternativa más probable parecía el essor, el crecimiento, si se hubieran producido ciertos cambios para evitar el peligro del déclin.

Suhard, para nada progresista, pero firmemente anclado a la realidad, ya ve los problemas que aquella situación puede provocar27. Cree que hay que preguntarse sobre el futuro del cristianismo y sobre por qué muchos ya no comparten la fe. Causa sensación que, después de la Segunda Guerra Mundial, un arzobispo de París admita abiertamente el posible declive de la Iglesia. De hecho, si había declive el estamento eclesiástico solía atribuirlo a la acción corrosiva de los ataques o a la persecución por parte de fuerzas hostiles como el liberalismo, el laicismo, el socialismo o el comunismo. Por el contrario, para Suhard la crisis viene por una parte de la Iglesia y por otra del cambio de las «masas» hacia esta. El cardenal escribe unas líneas que parecen actuales:

La humanidad aumenta; la Iglesia disminuye. Siempre minoritaria, al menos hasta ahora contaba con sociedades enteras de fieles. Hoy, lo que denomina «apostasía de las masas» revela su fracaso. A través de miles de grietas, se desmorona y ve cómo, uno tras otro, pueblos enteros se separan de ella28.

El cardenal admite en 1947 el «fracaso» de la Iglesia, al menos en parte. No era algo habitual en el pensamiento católico, que normalmente se centraba en reprochar los errores ajenos. Suhard percibe que el hombre contemporáneo tiene menos expectativas en la Iglesia, a la que considera algo del pasado. Su razonamiento, de todos modos, no se limita a la idea de éxito o fracaso. El cardenal recuerda el «misterio» de la Iglesia y el sufrimiento en el que muchas veces ha transcurrido su historia. A veces «crecer es morir parcialmente», afirma. Y añade: «hay que cambiar de costumbres, de estructuras y de manera de ser».

El arzobispo señala el aumento de la «descristianización del mundo»: el desapego de las masas, que son como gente pagana. La palabra clave, «descristianización», que ya había utilizado la sociología religiosa francesa, entra así en un documento oficial de la Iglesia. En los círculos romanos no se ve con simpatía la dura radiografía del catolicismo que hace París. Se dice que Pío XII, que siente aprecio por el cardenal, en privado le reprocha que haya escrito un texto que tiene un tono casi de encíclica papal. Pero los problemas están ahí.

El «honor de nuestra generación —dice Suhard—, es que ha entendido que la situación de la humanidad requiere una renovación misionera». Suhard ve muchos problemas graves, pero rebosa optimismo, el optimismo de una Iglesia rica en energías humanas e intelectuales: poner de manifiesto la crisis es un incentivo para cambiar. En 1949 el cardenal plantea el problema del «sacerdote» con una carta pastoral, Le prêtre dans la cité29. Es la gran cuestión que va desde el Vaticano II hasta nuestros días. Para Suhard el sacerdote, en medio del anonimato urbano, debe ser un mediador en la oración y en la liturgia, además de pastor y compañero de los laicos. Con una mirada coherente con la visión pastoral clásica, pero sin cerrarse a los impulsos para lograr el essor de la Iglesia, el viejo cardenal pone en primer lugar el abordaje del problema del sacerdote.

En el fondo, en setenta años se ha hablado mucho de los sacerdotes en la Iglesia, e incluso se les ha dedicado un documento conciliar; se han introducido muchos elementos nuevos, y la relación entre los obispos y los sacerdotes, hoy más comunional y cooperativa, ha cambiado mucho. Con el Vaticano II se puso al día el modelo del sacerdote tridentino; se insistió en la caracterización pastoral del ministerio. Con todo, el número de sacerdotes ha disminuido. Y persiste el problema del ministerio en las comunidades católicas, donde cada vez hay menos sacerdotes.

Si nos fijamos en el último medio siglo, al menos en Francia, no se puede decir que la crisis de la Iglesia se haya contenido ni que se haya mantenido el número de fieles. Después de tantos años de evangelización (o al menos de exhortación a evangelizar), cabe preguntarse si los resultados acaso no han sido realmente modestos. ¿Cuál es el verdadero motivo? Se ha silenciado, culpando en cada caso al poco compromiso, al conservadurismo de las instituciones, al clero, a la apatía del laicado, al carácter erosivo de la cultura contemporánea, a los experimentos excesivamente arriesgados que han sido motivo de escándalo, y así sucesivamente. Ocurre siempre lo mismo con cualquier reforma y aventura. Hay resistencias e impulsos, primaveras y otoños: es la dinámica normal de un proceso.

Es necesario, pues, mirar de frente a la «modestia» de los resultados. Desde los años sesenta, es una historia de disminución continua en el número de fieles, síntoma de una crisis que confirman otros indicadores, como la reducción del número de sacerdotes y seminaristas, de religiosos y religiosas. Actualmente la práctica religiosa dominical en Francia es realmente modesta: las estadísticas más optimistas apuntan al 5 %, pero seguramente sea más certero hablar del 3 % o del 4 %30. También es cierto que, como escribe el teólogo Dominique Collin, no se puede medir el cristianismo solo por la asamblea dominical reunida (tal vez «desganada») alrededor de un pastor31. El cristianismo es más que la práctica dominical. Los porcentajes no lo reflejan todo, pero sí nos ponen frente a una parte no insignificante de la realidad.

Hay pocos sacerdotes32. En Francia, entre 1965 y 2017 los sacerdotes diocesanos han pasado de 49.100 a 11.350. Se cierran iglesias y se agrupan parroquias. ¿Qué relevancia tiene un pequeño grupo de fieles, que normalmente ya no son jóvenes? ¿Cómo se puede dar un nuevo impulso cuando los cuadros dirigentes son pocos y han envejecido, cuando la edad media de los fieles aumenta constantemente?

Esta situación confirma la «crisis terminal»: la tendencia a la baja de los católicos en Francia no experimenta inversiones significativas. Las innovaciones conciliares, los cambios de ruta introducidos por Juan Pablo II y las iniciativas emprendidas no han invertido la evolución decreciente que vive el catolicismo francés desde hace más de sesenta años.

Sí ha habido señales de contratendencia, como el fecundo empeño del cardenal Lustiger en París33. Por otra parte, junto al clero diocesano ha habido miembros provenientes de las nuevas comunidades de origen carismático, que han colmado algunos vacíos. En cualquier caso, ante el optimismo —aunque cargado de fuertes preguntas— del cardenal Suhard, los círculos de la Iglesia suelen tener una actitud de preocupación. Tanto es así, que si hoy se planteara la pregunta de la carta de 1947, Essor ou déclin de l’Église?, quizás la primera respuesta sería tristemente: déclin! Es la sensación que se percibe ante el incendio de Notre-Dame.

La Iglesia arde

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