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1 UNA IGLESIA QUE ARDE EL INCENDIO DE LA IGLESIA MADRE

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La noche del 15 al 16 de abril de 2019 se produjo un incendio en la catedral de Notre-Dame de París que provocó gravísimos daños. El fuego empezó hacia las seis de la tarde y no quedó dominado hasta las siete y media de la tarde del día siguiente. El mundo entero asistió en directo a la propagación de las llamas que envolvieron el histórico edificio. En pocos minutos se congregó una platea virtual de millones de personas que, independientemente de los husos horarios, asistió a un suceso impensado. Con su fuerte estructura, casi maciza, Notre-Dame transmitía seguridad y perennidad. En un París que a lo largo de los siglos ha cambiado una y otra vez su aspecto urbanístico, la catedral permanecía firme en el corazón de la ciudad.

Notre-Dame arde. La gente, desolada e impotente, observa. Todavía no son las ocho de la tarde y ya se desmorona la flèche de la catedral, el alto pináculo visible a gran distancia. Se teme por las dos sólidas torres. Puede ocurrir lo peor. Quienes observan, de cerca o de lejos, contienen su impotencia ante la tragedia. Hay quien reza en la calle (algunos comentadores los describen como tradicionalistas, tal vez porque la oración parece ya una costumbre que solo estos practican). Notre-Dame es uno de los monumentos más conocidos de Europa. Cada año la visitan doce millones de turistas provenientes de todo el mundo.

El miedo de que la catedral quede reducida a cenizas denota, indistintamente, un sentimiento común: muchos se dan cuenta del apego que sienten por ella. El peligro de que desaparezca la iglesia madre de París da la sensación de que una presencia familiar toca a su fin. Hoy, a causa de los dramáticos acontecimientos que se desencadenaron pocos meses después, con la pandemia, tal vez hemos olvidado aquellos sentimientos. Aun así, el impacto del incendio de Notre-Dame ha quedado grabado en la memoria.

Los franceses, ciudadanos de un Estado laico, descubrieron el lazo que tenían con un símbolo religioso. El presidente Emmanuel Macron se personó en el lugar y manifestó el vínculo civil y cultural de la República con el más conocido monumento de Francia. Ni siquiera el cuadro laico y republicano puede prescindir de lo religioso. Desde 1905, en aplicación de la ley de separación entre Estado e Iglesia, la catedral pertenece al Estado, que cede su uso a la archidiócesis de París. Por eso Macron asumió su papel protagonista y se comprometió inmediatamente a reconstruir la basílica en cinco años. A su lado estaba el arzobispo parisino, monseñor Michel Aupetit, que posteriormente recordó en varias ocasiones la vocación religiosa del monumento y pocos días después, en el interior, celebró la misa con el casco de seguridad.

El vínculo con el edificio, que corría el peligro de convertirse en humo, era de distinta índole: religiosa, histórica, emotiva, cultural... con alquimias diferenciadas y fusionadas en la conciencia de las personas. Pero hasta que no se vio que podía quedar pulverizada no se descubrió la importancia de Notre-Dame. Tal vez es normal. Notre-Dame tiene un gran significado en la historia de la Francia del segundo milenio. Es un gran libro de piedra al alcance de la mano de todos, incluidos los analfabetos (de materia religiosa).

La «nueva» catedral, que sustituyó a una iglesia anterior, se empezó en 1160 y creció con París. Fue el corazón de muchos acontecimientos históricos1 y simbólicos, religiosos y políticos. Fue, de hecho, el corazón de la ciudad-capital. Allí se celebraron las ceremonias de coronación de los reyes de Francia —aunque no la liturgia—, que desde finales del primer milenio y hasta 1825 se celebraba en la catedral de Reims (Victor Hugo nos dejó una eficaz descripción del último sacre de un rey Borbón). En 1804 Napoleón, para romper la tradición de los soberanos Capetos de ser consagrados en Reims, quiso ser coronado en Notre-Dame ante Pío VII.

Los acontecimientos que tuvieron lugar entre los muros de la catedral son innumerables: desde el proceso de rehabilitación de Juana de Arco hasta la misa en recuerdo del general de Gaulle (que quiso un funeral privado). Todavía se recuerda cuando el general, en agosto de 1944, avanzó solo por la nave, desafiando a los francotiradores, para asistir al Te Deum por la liberación de la capital. Y las campanas de la basílica, mudas desde 1940, desde el inicio de la ocupación alemana, tañeron para anunciar la liberación de París. Aquella entrada valiente del líder de la France Libre borró la deshonra de la entrada silenciosa de Hitler en 1940, cuando avanzó tenebrosamente por las naves de la catedral como nuevo señor de Francia.

La continuidad histórico-religiosa, que se hace evidente en numerosos monumentos y señales presentes en el interior de la basílica, experimentó una grave fractura con la Revolución francesa. Estatuas, fachada, rosetones, bajorrelieves, esculturas, campanas, altares y bronces sufrieron la furia devastadora de los revolucionarios, que se ensañó especialmente con los símbolos católicos y monárquicos. Las estatuas de los reyes de Judá y de Israel fueron ahorcadas, el Archivo fue dispersado y las piezas de oro y de bronce fueron embargadas. En 1793 Notre-Dame se convirtió en el templo de la diosa Razón, y el altar fue ocupado por una cantante que la representaba. El nuevo culto republicano se apropió así de la iglesia madre tras las devastaciones iconoclastas. Más tarde se convierte en templo del Ser Supremo, de la nueva religión teísta. Pero en Europa el Estado no logra fácilmente construir una religión nacional, aunque lo intenta en varias ocasiones.

Tras los desperfectos revolucionarios, Notre-Dame, maltrecha, recupera el culto católico en 1802, con una misa oficiada por el cardenal Caprara en presencia de Napoleón, que era consciente —a pesar de todo— del peso político que tenía el catolicismo. Empieza la historia «contemporánea» de la catedral, un monumento constituido por historia civil y religiosa de Francia, por recuerdos y piedad. El resultado se sintetiza en la identidad cristiano-católica del edificio.

Notre-Dame, tras los complicados trabajos de reconstrucción que hicieron necesarios los daños revolucionarios, es el símbolo del renacimiento del catolicismo francés. A mediados del siglo XIX se construye la prominente aguja, que arde en abril de 2019. En 1831 se publica la novela de un joven Víctor Hugo, Notre-Dame de París: 1482, que consagra la leyenda de la catedral y granjea participación y fervor por su restauración. El libro, que se reedita inmediatamente, es un éxito. Los trabajos de Notre-Dame se enmarcan en la restauración católica de Francia, tras las persecuciones revolucionarias contra la Iglesia y el intento de acabar con la vida religiosa. Es una restauración que, en la primera mitad del siglo XIX, solo se completa parcialmente, pues la secularización de la Revolución no desaparece por completo. Aun así, es una época de retorno del catolicismo tras una asfixia violenta.

El incendio de Notre-Dame sacó a relucir los muchos y variados lazos que unen a los europeos con aquel edificio convertido en símbolo. Y no solo a los europeos: aquel episodio asumió el aspecto simbólico de la desaparición o el peligro de desaparición no de una iglesia, sino de la Iglesia.

Notre-Dame arde y el cristianismo se apaga: es la imagen menguante de la Madre, en el marco de la Iglesia, que ha alimentado gran parte de la historia y la cultura europeas. La suerte de Notre-Dame prácticamente materializa bruscamente lo que le ocurre al catolicismo en Francia, en varias partes de Europa y en el mundo entero.

Como es natural, es una sensación detectable más fácilmente en los católicos, preocupados por los escándalos del clero, por el cierre de edificios religiosos, por la fusión de parroquias y por los problemas de la Iglesia. Pero la preocupación va más allá del recinto católico: revela no solo un cristianismo difuso, sino también la presencia de una cultura laica sensible a la existencia del cristianismo. Ante esta situación no se pueden polarizar los sentimientos solo en dos posiciones: la de los católicos y la del mundo laico. Una división del estilo solía funcionar en la época de los enfrentamientos frontales entre catolicismo y laicismo o entre catolicismo y comunismo, aunque siempre ha habido solapamientos, parentelas y lazos subterráneos. Aquel muro cayó, y ya hace tiempo. Hoy somos menos cristianos, pero también menos anticristianos.

Muchos se han preguntado, aunque sea solo por un momento: ¿qué será el mundo sin la Iglesia? Luego han ocurrido muchas otras cosas y la atención se ha centrado en la gran crisis global de la covid-19. Aun así, sigue abierta la pregunta sobre un mundo sin Iglesia. Es también una de las preguntas que se plantean para la reconstrucción después de la crisis: ¿qué será de un mundo sin Iglesia?

En el fragor del momento, mientras la basílica ardía, hubo una difusa sensación de fin del cristianismo. El incendio no fue el único síntoma de la crisis. Ha habido muchos. Por una parte, los escándalos de pedofilia del clero y de los religiosos, que han provocado una pérdida de prestigio del clero; por otra, la curva estadística que muestra la caída en la práctica religiosa de los fieles en Europa; y la caída en las vocaciones, que ha comportado una importante reducción del clero, de los religiosos y de las religiosas. El incendio de un monumento tan sólido, de una compañía secular, casi de un pilar del horizonte, evocó el fin o la grave crisis del catolicismo que lo habita.

La Iglesia arde

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