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Capítulo 3

En un oasis franciscano

“Entonces, cuando llegué al convento..., se me acercó un fraile... y me preguntó: “¿Qué llevas dentro de “ese coso”? ¿Tus trapos?”. Yo lo miré sorprendido: (El bolso preparado con tanto cuidado por mi madre se había vuelto “el coso ese”); y él mirándome insistió: “¿De qué pueblo vienes?”. Y cuando supo que venía de Pontecurone, añadió riéndose: “¡Ja, Ja… del pueblo de los ‘papudos’!” Entonces se puso a ridiculizar a mi pueblo y a insultar a la gente de mi pueblo, sí, aquel pueblo al que apenas había dicho adiós para siempre, pero que igual quedaba siempre en mi corazón. Yo, un pibe de 13 años, apenas llegado al convento y que había soñado con el convento como con el paraíso y que pensaba que todos los frailes eran santos y dulces y atentos, y tan educados como mi maestro que encima era garibaldino... Ciertamente, él no pensaba en la desastrosa impresión que causaban en mí aquellas palabras tan ofensivas para mi pueblo, y que, si hubiese sido sólo por él, habría agarrado el sombrero y habría dejado el convento y la vocación”.(8)

* * *

El deseo de ser todo del Señor lo acompaña desde hace tiempo, pero dado su estrato social y la pobreza, lo siente como un sueño bonito aunque irrealizable. Los padres se han dado cuenta, pero permanecen en un prudente silencio de espera.

A menudo, durante el trabajo, la mente y el corazón están lejos. Entre las numerosas calles de Tortona y su entorno que lo ven de peón, hay una que sube hasta el convento de los capuchinos, en la colina del castillo. Viendo ir y venir a los frailes, comenta Don Orione, yo me habría agarrado fuerte al cordón de ellos y me habría dejado arrastrar hasta el convento.

Determinante fue para el primer paso la intervención del joven vice-párroco, el P. Milanesi, que más tarde será párroco en Molino de Torti. Él recuerda: “Luis Orione era pobre, pertenecía a esa ínfima clase social de los desheredados y como vi con claridad que la dulzura de su ánimo, atentamente estudiada por mí, lo inclinaba al misticismo, lo exhorté con afectuosas palabras a vestir el hábito de San Francisco”. Orione no daba ninguna respuesta. “Finalmente -continúa el P. Milanesi-, después de casi un año, el 4 de octubre de 1884, día de mi onomástico, se me presentó sonriente ofreciéndome un ramillete de flores y añadiendo una carta en la que expresaba junto con las oportunas felicitaciones, el deseo de vestir el hábito del Pobrecillo de Asís.

A este punto, Carolina va y viene varias veces de Pontecurone a Molino de Torti para estar segura de que ésa es la vocación de su hijo y dejarse aconsejar sobre el modo de favorecer y sostenerla.

También Luisito, animado por el piadoso sacerdote, su confesor y padre espiritual, lo visita a menudo; pero primero tiene otra cita. Recorriendo desde Pontecurone el camino más corto hacia Molino de Torti, se pasa por Casei Gerola. Apenas pasado el pueblo hay un santuario dedicado a la Virgen de las Gracias (santuario que según la tradición fue visitado por San Agustín) un templo muy querido por el pueblo, ahora cerrado y abandonado. Luisito se arrodilla, apoya la cabeza sobre el viejo portón y reza silenciosamente. Esta Virgen de las Gracias, como la de la Fogliata, que no es sorda, escucha la oración inocente. El joven Luis, una vez sacerdote, recordando la promesa, reconstruye en honor de María también esta casa suya.

Finalmente, madre e hijo pueden hablar abiertamente de la vocación e hilvanar algún proyecto para iniciar el camino. Naturalmente para tener un éxito más cierto involucran una vez más al P. Milanesi.

El Sábado Santo de 1885, Victorio y Luisito se acercan a Molino de Torti. El párroco es categórico y convincente como nunca. Padre e hijo escuchan atentamente, no tienen preguntas, no hay objeciones. Salen de la casa parroquial, reemprenden el camino en silencio, uno al lado del otro. En las cercanías de Castelnuovo suenan las campanas, Victorio hace ademán de pararse y con increíble conmoción por parte de Luisito, él, “que era poco creyente, hizo la señal de la cruz y se enjugó los ojos”.(9)

Cuando llegan a casa, Carolina, enseguida, les pregunta cómo han ido las cosas. Con regocijo siente que también su marido está convencido que su hijo no está hecho para ser empedrador. Que siga, por tanto, su camino y el cielo proveerá también a la familia. Una sola cosa pide Victorio: “¡Si quieres hacerte cura, tienes que ser cura en todas partes!”.

El primer y más inmediato compromiso es el de colmar las numerosas lagunas escolares. El P. Milanesi se presta para hacer un repaso completo. La certeza de alcanzar el paraíso soñado, entrando en el convento, no hace sentir a Luisito el esfuerzo del camino, ni la fatiga del estudio y las lecturas.

El verano ha terminado, se acerca el día de la partida.

Carolina se da maña y se las ingenia para preparar el equipaje y todo lo que exige la regla de los frailes. Toda la familia vive con conmoción el momento. Una tarde, con una mezcla de gozo y tristeza, mientras están todos sentados en torno a la misma mesa, Victorio les dirige la palabra. Luisito se va para hacerse sacerdote, debe ser un sacerdote santo, auténtico, de una sola pieza. Que la familia no piense en sacar alguna ventaja económica. “En todo caso –concluye– será él que va a necesitar de nosotros y de nuestra ayuda”.

Don Orione cuenta su viaje de Pontecurone a Voghera: “Era el 4 de septiembre de 1885; tenía trece años cuando dejé mi pueblo para entrar en el convento de los frailes de Voghera. Tenía el alma llena de fe y de ardor por ser un fraile santo y de morir antes que volver al mundo y a mi pueblo”.(10)

Llegado a una cierta distancia de mi pueblo, a la mitad del camino, donde hay un pequeño puente que indica donde acaba el Piemonte y empieza la Lombardía, volví la mirada atrás y vi por última vez a mi pueblo, vi la torre, los campanarios, me conmoví y lo saludé con un gesto de la mano. Y de este modo, en un carro tirado por un burro, llevando conmigo un pequeño baúl, con una poca ropa remendada, porque yo soy hijo de gente pobre, llegué a Voghera”.(11)

Después de pagar el viaje se libera de las pocas monedas sobrantes comprando alguna estampita y objeto religioso. Por amor a la pobreza, sin una lira en el bolsillo, llama a la puerta del convento.

Ya conocemos el tipo de recibimiento que tuvo y la consiguiente desilusión. Algunas flores quedan destrozadas con el frío y el hielo, otras sin embargo, crecen más hermosas y más robustas en un clima rígido. La acogida, las diversas dificultades, el fracaso y el incidente mencionado, no sólo no desalientan a Orione sino que lo reafirman en su propósito: quiere ser fraile, pero no como el portero.

Por suerte, llega el padre guardián que resuelve el malestar con la mejor de las sonrisas del mundo. No sólo eso, sino que además se carga el baúl del muchacho y lo acompaña a su habitación. La primera noche se le concede dormir sobre un colchón, después, como todos los frailes, será sobre un jergón de paja.

En poco tiempo se integra bien, aunque en la escuela tiene que esforzarse mucho y con escasos resultados. Está sereno, jovial, afable y servicial. Alguna vez acompaña por los pueblos cercanos al fraile encargado de la limosna, ejercicio de humildad y de paciencia, escuela de solidaridad y gratitud.

El tiempo corre veloz. Se acerca el día de la toma de hábitos. Es la primera meta importante. Luis siente la necesidad de prepararse bien espiritualmente. Aumenta el tiempo de oración, de penitencia y ayuno. Exagera y se enferma gravemente. Los frailes llaman de urgencia a los padres. Mientras Carolina, que no puede entrar en clausura, espera en la portería con la ropa para ponerle en caso de muerte, Luis, adormecido sueña. Ve entorno a su cama una fila interminable de jóvenes seminaristas vestidos con túnicas blancas. Después de la bella visión, se repone. A pesar de las previsiones del médico, la crisis está superada.(12)

Pasada alguna semana, los frailes se convencen cada vez más de que Orione no está hecho para la vida franciscana, tan rígida y austera: “Un día, a pesar de haber insistido con lágrimas en los ojos, aquellos padres creyeron en conciencia que no debían tenerme más con ellos. El médico decía “Déjenlo ir a morir a su casa. No creo que pueda vivir más de un año’”.(13)

Despedido del convento, vuelve a la familia sin haber podido hacer su vestición, pero no se resigna a renunciar al sacerdocio. A la espera de que se abra otro camino, vuelve a hacer de peón empedrador. Ahora es un poco mayor, tiene a sus espaldas un fracaso y por ello se siente más expuesto a alguna broma más o menos graciosa, que más bien suena a provocación. Su primo de Monferrato, viéndolo un día empapado de sudor tirando de la carretilla llena de piedras, le dice benévolamente en dialecto: “Luis, é mei fa ´l fra, o pusá il caret?”.(14)

8. DOPO I, 210-211; Scritti 32, 11; Parola 5.8.1920 e 17.08.1928; cf. GEMMA, ¡Fuego al mundo!, 30; PAPASOGLI, Giorgio, Vida de Don Orione, Buenos Aires, Pequeña Obra de la Divina Providencia, 2006, 15 (en adelante: PAPASOGLI, Vida); cf. VENTURELLI, Juan, Don Orione, El Apóstol de la Caridad, 23.

9. Ibíd. 35, 57.

10. Ibíd. 32, 11.

11. DOPO I, 207.

12. Aquello que le queda oscuro, indescifrable durante muchos años, se volverá clarísimo en 1928 cuando el que fuera convento de los franciscanos se convertirá en un seminario menor suyo. Son 60 los aspirantes al sacerdocio los que en agosto de ese mismo año, toman el hábito en el santuario de la Virgen de la Guardia en Tortona y se trasladan a ese antiguo convento de Voghera.

13. DOPO I, 224.

14. Luis, ¿qué es mejor, ser fraile o empujar el carro?

San Luis Orione

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