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Capítulo 8

El Colegio San Bernardino

“Cerca del lugar donde después surgió el hospital, encontré a una señora, viejita, una cierta Angelina Poggi, que me conocía.

Era pequeña, con joroba, y era empleada de un cura, un tal P. Muratori. Los dos se peleaban a menudo y discutían y yo iba a poner paz.

Ella entonces me dijo: ‘Orione, ¿de dónde vienes?’ y yo dije, ‘¿De dónde vengo? ¡Vengo de abrir un colegio!’, ‘Pero ¿dónde?’ ‘En San Bernardino, una casa para hospedar jóvenes: si tiene alguno que poner allí…, es un colegio para los que quieran ser curas’.

Agregó la mujer: ‘Le mando a mi sobrino. Pero ¿quién sabe lo que cobrará usted? Tiene que hacer todo el secundario’, ‘Cobro lo que usted me da’. ‘Y ¿cuántos años me lo tiene?’. ‘Lo tengo –respondí- todo el secundario, por cinco años’, ‘Y ¿cuánto quiere por cinco años? Yo tengo en la caja cuatrocientas liras’. Y yo: ‘Por cuatrocientas liras lo acepto’. ‘¿También los libros?’ ‘Pero sí, también los libros, y lo visto, incluso’. ‘Si quiere, se las doy enseguida‛. ‛Sí, sí, mejor enseguida’. Y fui con ella.

Entré también yo en la casa y la viejita abrió una caja. Se parecía a la caja de mi abuela; rebuscó por abajo y de un tarro sacó las cuatrocientas liras y me las dio. Fue un estupendo gesto de confianza y de estima hacia un pobre seminarista”.(59)

* * *

Los hombres han cerrado el oratorio, pero la mano de la Virgen, la que le guardaba la llave, abre una casa, inicio de una constelación de obras para la formación y la educación de jóvenes.

El seminarista Orione, aconsejado por el P. Rúa, su confesor en Valdocco, espera con serenidad el momento de la providencia. Sus muchachos están de nuevo en la calle, entre tantos peligros. Muchos otros, demasiados, han dejado la escuela a causa de la pobreza. Quizás el Señor quiere precisamente esto: un colegio para los chicos y las vocaciones pobres.

Se presenta, por tanto, al obispo que lo recibe con gran paternidad: “Dentro de dos años serás sacerdote, Luis. Confío mucho en ti por todo el bien que podrás hacer”. Y Orione añade: “En verdad, Monseñor, he venido a proponerle una idea para realizar de inmediato”.

“¡Tus ideas me preocupan siempre un poco! Dime de qué se trata”.

“En nuestra diócesis hay pocos sacerdotes, también porque hay muchas familias que no tienen dinero para poder pagar los estudios a los hijos y mandarles al seminario”.

“¿Y entonces?” (El rostro del Obispo se ilumina de esperanza; el seminarista alude a un tema que le toca el corazón. Luis aprovecha ese momento para hacerle la propuesta).

“Habría pensado en abrir un colegio para recibir a los más pobres”.

“Querido hijo, tu idea es muy generosa, pero piensa en cuántas dificultades deberías afrontar y en cuántos gastos te meterías. Sabes bien que yo, en estos momentos, no puedo ayudarte…”.(60)

“Será suficiente con que me dé su aprobación y bendición y todo irá bien”.

“Gran idea la tuya, pero quién sabe cuándo la realizarás. Sí, como me pides, te doy mi aprobación y bendición”.

Sin una lira en el bolsillo, con el corazón lleno de gozo y de esperanza, Orione agradece al obispo, permanece un tiempo en oración delante del altar de la Virgen del Buen Consejo y parte en búsqueda de un local.

Apenas sale de la catedral encuentra a uno de los muchachos del oratorio. Un saludo, algún cumplido, y Luis le cuenta lo que pretende hacer:

“¡Voy a abrir un colegio!”

“¿Dónde?”.

“Dónde, no lo sé todavía. Donde la Providencia quiera y será la Casa de la Divina Providencia”.

“En verdad mi tío, el P. Domenico, nos ha dejado en herencia una casa. Si le pide, podría tenerla incluso en alquiler”.

Cruzan la ciudad entera y llegan al barrio San Bernardino, la ciudadela de los anticlericales. A primera vista, la ocasión parece buena, la casa es bastante grande, está vacía, tiene la iglesia cerca. El patrón no deja de escrutar al seminarista que va vestido con un hábito paupérrimo y tiene los zapatos rotos: “Oiga, inicia Orione, ¿cuánto quiere?”.

“¿Para qué cosa?”

“Para alquilar la casa”

“Mmm, podría alquilarla, pero hacen falta cuatrocientas liras”.

“Bien, trato hecho”.

“Calma, calma -el señor Stassano, presidente de la sociedad de San Vicente, hombre de iglesia, generoso, sabe bien que el seminarista no tiene dinero-, ¿dónde están las cuatrocientas liras?

“La Divina Providencia…”.

“Si tienes ya la providencia en el bolsillo, sácala que quiero verla, de lo contrario…”.

“La Providencia, que yo sepa, paga siempre y no cae nunca en bancarrota”.

“Espero ocho días, no más…. Si no has llegado, cederé el edificio a otros”.

Orione no tiene dinero, el obispo no puede ayudarle, la familia es pobre: ¿dónde espera encontrar esas cuatrocientas liras? No lo sabe ni siquiera él, pero cree firmemente que, siendo ésta una obra de Dios, y no suya, el cielo intervendrá.

Y de hecho, como sabemos, poco después del acuerdo y no lejos del lugar, la providencia le pone en la mano la cifra justa. Vuelve inmediatamente atrás y le paga al incrédulo Stassano, cien liras de adelanto por el contrato.

Con las llaves en el bolsillo entra glorioso y triunfante en la Catedral para agradecerles al Señor y a la Virgen.

“¡Orione, seminarista Orione! -grita irritado, el viejo sacristán.(61) Pero, ¿dónde vas así, con la cabeza llena de pájaros, siempre distraído, siempre con ideas extravagantes? ¿Sabes que el obispo está buscándote toda la mañana?”.

“¿Acaso no sabes que abro un colegio, que he encontrado…?”

“¡Pero qué colegio!, como si fuese una cosa simple. ¡Vaya, vaya al obispo y ya verá lo que tiene que decirle!”.

“Pero ¿por qué?, ¿qué ha sucedido?”.

“Lo que ha sucedido no lo sé, ya te lo dirá el obispo”.

Mientras se dirige al despacho del obispo y trata de hacer un rápido examen de conciencia, siente la ruidosa exclamación del asistente del Obispo: “¡finalmente, vaya, vaya rápido a ver al obispo! ¡Si supiese la tormenta que se viene…! Monseñor ha estado insistiéndome toda la mañana: vete a buscarlo a la catedral, ve a buscarlo. Tienes que encontrarlo a toda costa. Si no lo encuentras, quién sabe en qué lío nos meterá esta vez. Orione, acepta mi consejo, permanece tranquilo porque Monseñor está nerviosísimo”.

“No entiendo por qué, él sabe muy bien lo que intento hacer y me ha dado incluso su bendición.”

“¿Por qué? Hubo un ir y venir en el obispado. Alguien le habrá hecho cambiar de opinión. Eres demasiado joven para embarcarte en semejante empresa. Si todo termina mal está de por medio el obispo y todo el clero. Sube a ver al obispo y compórtate como te he dicho”.

Apenas sube Orione, ve al Obispo que está paseando nerviosamente de un lado al otro del salón.

“Escucha -empieza a decirle apenas le ve en la puerta-, por desgracia estoy obligado a retirarte el permiso para la fundación del colegio. Me he convencido de que es algo imposible”.

“¿Imposible? ¡Pero si he encontrado ya el local, el dinero y he pagado el alquiler de un año!”.

“¡No me digas, hijo! Entonces, ¡Quiere decir que la Providencia te asiste y lo quiere así! Entonces, ponte de rodillas que te devuelvo la autorización y la bendición. Y te prometo que te la conservaré para siempre”.

La Congregación nace no sólo con la autorización de la máxima autoridad de la iglesia local, sino además con una doble bendición. Es verdaderamente la Obra de la Divina Providencia que hunde sus raíces en el corazón de la iglesia local.

El comienzo de las clases es inminente. Orione hace amplia propaganda del colegio con circulares enviadas a varias parroquias y apoyándose en la prensa católica.

Con la ayuda de las familias de la zona que ofrecen sillas, camas, muebles que ya no usan, amuebla la escuela. Realiza, con alguna dificultad, todos los trámites necesarios para la autorización oficial. Aprovecha las condiciones especiales que concede el Estado, recurriendo a un modelo de escuela “bajo la vigilancia efectiva de los padres y su responsabilidad en común”. Se ha dirigido a un profesor para que acepte el cargo de responsable de la escuela. Fallido el intento, toma sobre sí la dirección del Instituto y de la escuela.

Puntualmente, el 15 de octubre de 1893, día de la fiesta de Santa Teresa de Ávila, el seminarista Luis Orione abre el colegio: “Desde la tarde anterior, recuerda frecuentemente, se prepararon las camas y llegaron también algunos jovencitos, en las primeras vísperas de la Santa: a la mañana siguiente, en la fiesta, llegaron los otros. No recuerdo exactamente, pero eran unos 35 o 38, de humildísima condición: desde su nacimiento, este instituto nuestro era para los pobres”.(62)

El seminarista “director” renuncia al cargo de custodio de la catedral, se traslada a San Bernardino y se dedica a tiempo completo a la buena marcha de la nueva fundación. Continúa, además, estudiando también de noche, su preparación teológica y espiritual.

59. DOPO II, 15; Humberto ZANATTA (ed.), Luis Orione Sacerdote. Colegios San Bernardino y Santa Clara 1893-1895 (vol. 4), Buenos Aires, Pequeña Obra de la Divina Providencia, 1992, 21-23 (en adelante: ZANATTA, Luis Orione Sacerdote); cf. Florecillas, 15-16.

60. La diócesis en aquel período estaba empeñada en la construcción del monumental seminario de Stazzano.

61. Quería y apreciaba al seminarista siempre amable y servicial, pero aquel día estaba por estallar.

62. DOPO II, 28; ZANATTA, Luis Orione sacerdote, 39.

San Luis Orione

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