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Capítulo 7

El oratorio

“Un día, hacia el mediodía, descubrí en la catedral de la que yo por entonces era sacristán, un chico que vagaba de acá para allá llorando. Yo ya lo conocía: era un cierto Mario Ivaldi. Venía a mí buscando consuelo.

Le pregunté: ‘¿Por qué lloras? ¿No vas a la catequesis?’ ‘¡No!’ ‘Y ¿por qué?’ ‘¡Me pegaron!’ ‘Y ¿quién te pegó?’ ‘Un cura’. ‘Vuelve a la catequesis y sé bueno. Vete a la catequesis…’ ‘No, no…’. Me di cuenta que no había caso de que lo pudiera hacer volver a la Parroquia de San Miguel. No atreviéndose a volver a casa tan pronto, se había refugiado en la catedral.

… Tal vez no había estudiado la lección, o había molestado o hecho alguna travesura como solíamos hacer cuando éramos niños... Entonces comencé yo mismo a darle un poco de catequesis. Lo recibí en mi habitación en los altillos de la catedral, lo tranquilicé y lo alegré con algún pequeño regalo. Lo invité a que volviese a buscarme de nuevo en los días siguientes. Éste fue el primer joven del oratorio.

El segundo fue Toni, ahora alcalde de Albenga, propietario de varios hornos de ladrillos. También a él le habían pegado en la catequesis: escapó a casa y no quería volver más. Cuando se encontró con Ivaldi, éste le dijo: ‘Ven a la catedral y el seminarista que me da catequesis a mí te la enseñará también a ti’.

Así, después de los dos primeros, llegaron otros y otros más, invitados por los primeros... Se formó de esa manera un grupito de jóvenes y a todos los reunía en mi habitación, una habitación pequeña sobre el altillo de la catedral, con el peligro de que cayesen por las ventanas que dan a la calle entre la catedral y el obispado... Les enseñaba un poco de doctrina cristiana, los tenía contentos con algún cuento, y pasábamos el tiempo, en fin, en santa alegría”.(47)

* * *

Con el ánimo dolorido por la muerte del padre y la soledad de la madre, Orione renueva su entrega a Dios y vuelve a su trabajo. Quiere dedicarse más a los niños y a los jóvenes que frecuentan la catedral o dan vueltas sin rumbo por las calles de la ciudad. Quizás ha llegado el momento de empezar a reunirlos con decisión.

A la vez, se abre a todos los horizontes y en todas las direcciones. Participa activamente en la cofradía de San Vicente de Paúl que tiene como finalidad “llevar el corazón de los jóvenes y de los pobres a la Iglesia y al Papa”; participa de diversos círculos de estudio, visita los hospitales y varias instituciones de caridad. Orione es el secretario de las distintas reuniones y más de una vez el presidente le invita a hablar.

Más tarde, se inscribe en la sociedad “San Marciano”, que se dedica de modo especial a cuidar y a asistir a los obreros y a los trabajadores, con medicinas a las personas enfermas y con ayuda financiera a las viudas y a los huérfanos. Como sociedad católica tiene como uno de sus fines la participación en las variadas manifestaciones religiosas: peregrinaciones, procesiones, reuniones sociales de índole católica y papal, y los ejercicios espirituales.

El 18 de abril de 1892 el obispo convoca una asamblea en la que se ven reunidas la Cofradía de San Vicente de Paúl, la sociedad obrera San Marciano y la Obra de los Congresos Católicos. Orione, es inútil subrayarlo, participa como activo colaborador. Son todos temas muy queridos para él: la fidelidad a la Iglesia, el compromiso de los laicos en lo social y la defensa de la familia, amenazada por una propuesta de ley sobre el divorcio.

El primero de mayo, con ocasión de la inscripción a la Cofradía de San Vicente de un grupo de jóvenes estudiantes de la ciudad, Orione dirige a los congregados un discurso memorable en el que encontramos el núcleo de su pensamiento: amor a Cristo, devoción a la Virgen, práctica religiosa sin avergonzarse, ciencia, apostolado, almas, caridad,(48) Iglesia y Papa.

Un lugar difícil de llegar, por obvias razones, pero terreno para un apostolado de vanguardia, es el cuartel. En Tortona tienen su sede centenares de militares; algunos tal vez lo desean, todos, sin embargo, necesitan una palabra de consuelo, de fe, de aliento. Orione trata de ahorrar algunos centavos y periódicamente compra alguna botella de vino, y con la excusa de tomar un vaso juntos, se reúne con algún grupo de soldados, les da buenos consejos, les instruye sobre la religión y les mantiene alejados de los peligros.

No es más un extranjero, pues en Tortona todos lo conocen. Los padres lo aprecian y lo estiman, los hijos se lo disputan. A los monaguillos que lo rodean habitualmente se suman otros muchachos que se mueven en un segundo plano. En cuaresma inicia la catequesis a esos dos mocosos que han sido echados de sus respectivas parroquias: es la pequeña semilla de una planta frondosa.

Ivaldi, Toni… ya son una decena de chicos que pasan el día entero en su compañía. Su habitación se hace escuela, patio, sala de juegos. Orione tiene un don particular que le permite atraer y conquistar a los jóvenes. Estimula y encamina al bien su innata vivacidad e inclinación a la diversión. Su bondad fascina y arrastra. Tiene el arte de saber contar las cosas, de hacerse escuchar. Inventa y anima al juego en aquella piecita que, por el número, se vuelve cada vez más pequeña e insuficiente.

Cuando el tiempo lo permite, salen alegremente de la catedral, llenan las calles de la ciudad, pueblan las pendientes de la colina del castillo. Gritan, corren, saltan, cantan, molestan a los amantes de la vida tranquila. La gente bien observa y sacude la cabeza al paso de esa chusma encabezada por un seminarista considerado bueno y piadoso. El clero está dividido: mientras el Obispo está contento, los canónigos rezongan, ven incluso comprometida la dignidad sacerdotal.

Orione no tiene tiempo para escuchar lo que piensan o dicen de él. Ya son centenares los jóvenes que lo buscan y lo siguen. Por su bien no ahorra tiempo, energías ni dinero. Se dirige al obispo y a sus superiores del seminario para conseguir un lugar donde poder encontrarse con su turba de Barrabás (49) sin molestar a nadie. El obispo se toma su tiempo: si los chicos, terminadas las lecciones de catecismo, continúan viniendo, les proporcionará un lugar. Orione se siente en el paraíso.

Durante la Semana Santa lleva a los chicos a la iglesia del Crucifijo. Con una liturgia breve y bien estructurada se ofrece a sí mismo y a sus primeros hijos al Señor.(50)

En los primeros días del mes de mayo los encontramos todavía todos unidos al pie del altar de la Virgen del Buen Consejo. Un nuevo ofrecimiento y un nuevo compromiso para que sea reconocido oficialmente el Oratorio.

La situación se está verdaderamente precipitando. Los chicos son demasiados, difícilmente se logra tenerlos bajo control y lejos de los peligros. A veces se trepan y caminan por la cornisa interna de la catedral con el peligro de caer de un momento a otro. Vienen a todas horas y desde la misma calle alborotan y gritan llamando a su seminarista. Los canónigos no quieren que los molesten, piden que la Casa de Dios sea respetada.

Los malhumores, las críticas, las desconfianzas estallan todas a la vez como si se hubiesen puesto de acuerdo. Los inquilinos de las casas que rodean la catedral protestan por los vidrios rotos. Los guardias de la ciudad desconfían de esas reuniones aduciendo como motivo el gran alboroto que se forma: “Y había quien rezongaba, quien nos criticaba, quien se reía, se burlaba y quien me tomaba por loco”.(51)

Circulaban voces sobre presuntas extravagancias del seminarista al que le gusta hacerse notar, parecer diferente, mejor que los demás, el que hace la serenata con la mandolina a los encarcelados, que no duerme de noche para hacer largas oraciones, y que tiene en su mesa una calavera.

Los superiores del seminario lo acompañan, reforzando la asistencia de los jóvenes, con la ayuda de otros seminaristas. Alguno comienza a presionar al obispo para que ponga fin a un asunto que no hace honor a la diócesis. En un momento de incertidumbre, recibe de una señora que no conoce, una oferta de ocho centavos, acompañado de la intención: “Para sus muchachos”. Desde la fe reconoce la mano de la providencia que le dice: “Ánimo, continúa”.

“Y así fue pasando un poco el tiempo para nosotros. Y todo era alegría, todo era gozo, santa alegría, porque brotaba del pecho de inocentes criaturas. Pero la juventud creaba un extraño contraste con la gravedad y la seriedad de la catedral. A los señores canónigos no les gustaban demasiado esas reuniones e hicieron de todo para que toda aquella juventud se alejase. Todos los “sabandijas” de Tortona estaban conmigo y yo era el jefe de la banda. Pedí por ello al obispo un lugar donde pudiésemos hacer nuestras reuniones, sin peligro para los chicos de romperse la cabeza o caer por la ventana.

Se necesitaba además una iglesia, y entonces nuestro obispo, Mons. Bandi, me dijo: ‘Les daré una iglesia’, y nos mandó al templo del Crucifijo”.(52)

También la nueva sede muy pronto resulta insuficiente. La colina del castillo está cerca. Allá arriba hay espacio para jugar, rezar un poco y luego volver a jugar. “Después, en un cierto momento, con grito fuerte o tocando una campanilla de sacristía, les congregaba a su alrededor, les hacía sentar sobre el pasto, al lado de las viejas ruinas y les relataba episodios heroicos. Señalaba, más allá de la llanura, las colinas de Monferrato, y recordaba a su Don Bosco. Después, girando los ojos y espaciando con la mirada las ondulaciones de la cordillera de Los Apeninos, en plena luz del ocaso, mostraba la cumbre azul del monte Pénice coronado por un santuario de la Virgen y las otras cimas lejanas que esperaban también ellas un día la consagración con una cruz o con una estatua. Cuando el horizonte se oscurecía y de las chimeneas de la ciudad se elevaban las tenues nubes de humo de los hogares encendidos, ellos bajaban cantando las canciones que él mismo les había enseñado, llenando los corazones de dulzura y de alegría”.(53)

El obispo, que sigue con alegría y temores todos los movimientos de su seminarista, se convence de que ha llegado el momento de darle una sede donde quepan y que sea definitiva: el jardín y algunos locales del obispado.

Se aceleran los preparativos, en poco tiempo todo está listo para la inauguración, será la tarde del 3 de julio con la presencia de dos obispos. Al inicio toma la palabra el seminarista Orione deseando que el Oratorio San Luis “esté siempre compuesto por jóvenes que amen sinceramente a Cristo, el bien de su propia alma, al Papa; que sea seminario de esforzados y ejemplares miembros de la sociedad católica”. Continúan con recitados y cantos en los que participan también los seminaristas que por esta circunstancia han retrasado el inicio de las vacaciones. La ceremonia concluye con la intervención del obispo Bandi y del rector Mons. Novelli.(54)

Es un hecho del todo singular que el obispo conceda a un seminarista tanta confianza como para permitirle la fundación de una obra. El director del oratorio, según las normas vigentes, es Mons. Novelli, pero en realidad todo está sólo en manos del seminarista.

Cuál sería la suerte que le tocará al jardín del obispo cuando se convirtió en “estadio” de los muchachos del Oratorio Festivo, es fácil de adivinar. Recuerda Don Orione:

“El obispo tenía un hermoso jardín y el obispo, de corazón grande, dijo: ‘Les doy mi jardín’. ‘Monseñor, siendo tantos, alguno estropeará las plantas, se romperán los vidrios’. ‘No pasa nada, respondió el Obispo, lo importante es que no se rompan las almas’.

Era un hermoso jardín todo lleno de flores, con lindos senderos de ligustrinas prolijamente podadas, lleno de frutas y de tantas bellas plantas, también de damascos, que por entonces tenían frutos maduros. Todo desapareció como por encanto en cuanto pusimos los pies nosotros; todo fue arrasado por aquella multitud de chicos.

En pocos días, ya no habían canteros, ni quedaban rastros de las ligustrinas ornamentales; de algunas plantas, mis nobles muchachos se habían comido hasta la corteza y, tal vez ni las raíces quedaban; vidrios sanos en las ventanas del obispado, que daban al jardín, deben haber quedado bien pocos o quizás ninguno. Era una belleza...

Sólo quedó un álamo, un álamo alto, gigantesco y una Virgencita en un rincón del patio. A continuación aquí teníamos reuniones. Aquí llegaba una gran multitud de chicos que se multiplicaban de modo admirable. Aquí pasaban sus horas alegres muchos jovencitos jovencitos de la ciudad. Aquí yo les enseñaba los primeros elementos de la doctrina cristiana. ¡Cuántos buenos jóvenes salieron de estas primeras reuniones! […] Al patio del obispo venían, por tanto, muchos muchachos. Ya sobre la una y media, una hora antes de abrir la puerta del jardín, las calles se alborotaban; jovencitos llenos de alegría que se amontonaban en la puerta y la empujaban deseosos de entrar”.(55)

El éxito es enorme, el bien que se hace es igualmente grande. Por voluntad del obispo, el oratorio permanece abierto incluso algunos días entre semana. En el Oratorio los chicos juegan, siguen el catecismo, hacen una breve oración y escuchan la arenga del seminarista Orione.

El sistema educativo es el aprendido con Don Bosco. Vigilar paternalmente a todos compartiendo con ellos la diversión, los gozos y los dolores. Como testimonia uno de los jóvenes: “Lo cierto es que, después de pocos días de contacto con ese seminarista, estábamos pendientes de la fascinación misteriosa que emanaba y él podía hacer con nosotros lo que quisiese. Tenía ya el don de ver en el fondo de las mentes y de los corazones. Nuestras travesuras, igual que nuestros pequeños gozos y penas, encontraban en él un confidente y una palabra de consuelo, siempre lista”. Con su trabajo, con su ojo clínico, reconoce y alienta, sin forzar, a responder positivamente a la llamada sacerdotal.

En octubre tiene la ocasión de ir por primera vez a Roma. Cuenta:

“No me fue posible ver al Papa, y eso que rogué a lágrima viva para que me lo dejasen ver al menos de lejos, mientras paseaba por los jardines. El Señor quiso de mí este sacrificio que me costó mucho. Era mi mayor deseo, poder ver al Vicario de Jesucristo.

Después de comer, me acerqué a San Pedro “in vinculis” y encontré un grupo de chicos. Lloré al verlos tan abandonados, y les dije, que me ocuparía de su bien, que vendría también a Roma a plantar un oratorio, que abriría para ellos una casa.

Por la tarde, no teniendo dinero, me sentí muy abandonado. Quise encontrar un lugar adecuado para dormir, pero un lugar desde el cual pudiese ver la Cúpula de San Pedro. Comí un poco de pan que había traído de Tortona y lo que sobró me sirvió de almohada; allí apoyé la cabeza y me vinieron muchas ganas de llorar.

Entonces, sin embargo, el Señor y la Virgen me vieron y mandaron pasar por allí a un muchacho que me recordaba del todo a uno de esos chicos que había visto en la Plaza de San Pedro “in vinculis”. Me dijo: ‘¡Venga, venga! No se quede ahí; lo llevo a dormir a mi casa’, y en menos que canta un gallo, me encontré en una pequeña casa en la calle de la Misión. Llamé a una puerta: una viejita linda y limpia vino a abrir y me recibió”.(56)

Su excesivo apego al Papa, su empeño en el bien, el éxito, la condena indirecta de la indiferencia y de la pereza espiritual de muchos, son otros tantos motivos de celos y de envidia. Hay quien espera una ocasión para desencadenar la tempestad. Y la ocasión llega.

Narra Don Orione: “Yo, de joven, era también un poco ‘político’ y entonces di una conferencia, cité al rey Víctor Manuel II y dije algo que no era prudente decir. De hecho lanzaron a la policía tras mis pasos. Un profesor de secundaria me denunció. El prefecto hizo presión sobre el obispo para que se cerrase el oratorio. Los canónigos ya no me querían en Tortona, mientras el obispo me sostenía. Al final tuve que dejar el oratorio”.(57)

El cierre ocurrió así:

“Era el último domingo que se abría el oratorio, los chicos salían tristes, casi silenciosos, yo también estaba triste viéndoles salir. Les acompañé con la vista hasta el fondo de la calle, me arrodillé delante de la estatuilla de la Virgen, recé. Después, tomé la llave con la que había cerrado la puerta del oratorio y la até al brazo de la Virgencita, de modo que le cayese en la mano: con esto quería significar que toda mi confianza estaba en ella”.

“Con la muerte en el corazón subí a mi habitación. No me podía ir a dormir, tanta era la pena que llevaba en el corazón. Me puse en la ventana, sentado, a llorar. Lloré, con el abandono, la inocencia y la fe de un niño y me adormecí.

Y tuve este sueño. Vi una gran multitud de chicos y un manto celeste se extendía sobre todo el oratorio, y sobre las cabezas de aquella multitud de niños; vi (en el álamo) a la Virgen Santísima que estrechaba con su brazo derecho al Niño Jesús. Protegía el oratorio y me miraba consolándome con amor”.

“El manto rápidamente se ensanchaba, ya no se distinguían los confines. Bajo el manto, tantas y tantas cabezas, todas de chicos, que jugaban y se divertían. Eran muchachos de diversos colores. La Virgen se volvió a mí, señalándomelos; cantaban todos, cada uno en su lengua. Y desperté con una paz en el corazón que no podría describir, y me sentí del todo consolado; sabía que no podría volver a abrir el Oratorio, ¡y, sin embargo, estaba contento!”.(58)

47. DOPO I, 640; ZANATTA, Luis Orione seminarista (teología y fundador), 95-95.

48. Orione, por lo demás, está habituado a repartir todo lo que posee. La mamá, que va cada sábado a poner un poco de orden en su habitación de la catedral, está acostumbrada a tener que sustituir ya sea un abrigo o bien algo de la ropa de cama, que el hijo ofrece al primer pobre que encuentra.

49. “Barrabás” refiriéndose al personaje del Evangelio liberado por Pilato en el proceso a Jesús, es el apelativo que viene dado a personas violentas, difíciles. Los habitantes de Tortona llamaban así a los muchachos que reunía en torno a sí el seminarista Luis porque provenían de la calle y eran muy vivaces y difíciles de manejar.

50. “La Pequeña Obra de la Divina Providencia ha nacido de aquel primer Oratorio festivo, y la primicia de aquellos chicos ya había sido ofrecida, y diría, consagrada al Señor, a los pies del Crucifijo, que ahora está en el Santuario, durante la Semana Santa precedente…” (Lettere I, 78; EC I, 67).

51. DOPO I, 652; ZANATTA, Luis Orione seminarista (teología y fundador), 115 y 140.

52. DOPO I, 657; ZANATTA, Luis Orione seminarista (teología y fundador), 123.

53. Domingo SPARPAGLIONE, Don Orione, Buenos Aires, Pequeña Obra de la Divina Providencia, 1965, 86-87 (en adelante: SPARPAGLIONE, Don Orione).

54. Tiene razón Don Orione cuando escribe: “Esta pobre Obra de la Divina Providencia nació en su casa y es la hija primogénita de su Episcopado como ese bendito Oratorio Festivo que hace 9 años en la diócesis fue el primer brote de una acción católica ¡más viva más fresca… y más decididamente papal!” (ODP, 14 de septiembre de 1900).

55. DOPO I, 679-680; ZANATTA, Luis Orione seminarista (teología y fundador), 159-160.

56. DOPO I, 717; ZANATTA, Luis Orione seminarista (teología y fundador), 216-218.

57. DOPO I, 761; ZANATTA, Luis Orione seminarista (teología y fundador), 254.

58. DOPO I, 765 s.; ZANATTA, Luis Orione seminarista (teología y fundador), 263-266.

San Luis Orione

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