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Capítulo 11

Un verdadero colaborador

“En tiempos del Colegio de Santa Clara se presentó un joven que decía estar deseoso de hacerse religioso de la Divina Providencia, pero era un impostor. Tosco y ávido de comida, pensaba poder ubicarse adoptando el sistema de la hipocresía. Cada mañana tomaba la comunión, se mostraba piadoso y servil en el hablar, en el caminar y en el actuar. Se arrodillaba en presencia de todos, delante de Don Orione. Una mañana en la iglesia, suspiró en público: ‘¡Señor, perdona a este pobre pecador!’. Don Orione que lo pescó al vuelo lo puso a prueba de inmediato para desenmascarar su hipocresía. Lo mandó llamar y le dijo en presencia del mejor alumno del Colegio: ‘¿Qué estarías dispuesto a hacer por mí?’. El aprovechador se declaró dispuesto a todo: ‘Daría la sangre, la vida, querría sufrir las penas del infierno por su amor”. ‘Me conformo con menos -dijo Don Orione-, comerás lo que te lleve este muchacho, cuando te lo lleve’. Había un rincón en Santa Clara que le decían ‘la Siberia’, por razones fáciles de intuir. Un lugar frío, triste, que confinaba con el entretecho y que servía para albergar a aquellos individuos que caían por ahí sin referencias seguras. Nuestro personaje dormía allí. No parpadeó ante la propuesta de Don Orione y se retiró... a la Siberia a esperar el almuerzo temiendo que tal vez le llevaran una porción reducida. Pero no llegó ni siquiera eso y así pasaron de largo la cena y el desayuno del día siguiente. El muchacho en funciones de Schiller (89) ejecutaba puntualmente las órdenes de Don Orione.

La tarde del segundo día llamó a la puerta y al no obtener respuesta miró a través de la cerradura, estudió dónde poner los pies y con un cierto temblor entró a depositar la cena en la mesa. Era un plato de porotos hervidos, con un trozo de pan. El hambriento se precipitó sobre ello para devorarlo. La música tendría que haber continuado con los mismos compases, pero ya al tercer día el encargado de servir la comida se llevó una buena sorpresa. Calladito, calladito, sin ser visto y volando bajito como un mirlo, el pájaro se había escabullido y no volvió más”.(90)

* * *

Santa Clara abre las puertas para iniciar su segundo año escolar. Al mismo tiempo, el Colegio vuelve al centro de las diatribas y de las discusiones. Se vuelven a encender viejos rencores, alguno habla de ganancias ilícitas, de bancarrota inminente y del consecuente escándalo y carga para toda la diócesis...

El Obispo confundido entre la gran estima y confianza y las voces que circulan, llamó varias veces a Don Orione, le recriminó, aconsejó, amenazó,... pero el problema no era de fácil solución. Al director no sólo le preocupan las deudas, sino también la asistencia a los chicos que cada vez eran más. Las compromisos pastorales, desde que es sacerdote, le llevan tiempo y lo comprometen estando lejos de los jóvenes. Necesita la ayuda de un seminarista en el que pueda confiar ciegamente. Se ha fijado ya en la persona justa, el asistente del nuevo seminario de Stazzano. El seminarista Carlos Sterpi entendió que era llamado a servir a Dios en los chicos pobres al lado de Don Orione, y lo deseaba ardientemente, esperaba sólo la aprobación y la orden del Obispo. Don Orione debe haber convencido al amigo para que dé el primer paso. Así, un buen día, Sterpi, tímido pero resuelto, se presenta ante Mons. Bandi. El Obispo apenas percibe el motivo de la visita, cambia de humor, se sorprende, se irrita, desaprueba y reprende con fogosidad a aquel seminarista que se atreve a hacer una propuesta inoportuna y para nada sabia. Por su bien, si desea ser ordenado sacerdote, le conviene desechar ese mal pensamiento y mantenerse ajeno a la actividad de Don Orione. Carlos Sterpi, humillado y confundido, esconde al amigo el sufrimiento interior. Pero algo trasciende... Entonces, Don Orione antes de presentar la petición oficial al obispo, decide ir en peregrinación al santuario de Monte Spineto. Los dos se encuentran en Serravalle: “Sterpi, no te veo contento, ¿cómo estás? Te veo preocupado”...“Ha muerto mi hermana. Me voy al pueblo para el funeral. Pero tú, ¿qué haces por aquí?”.“Voy a pedir a la Virgen una gracia... muy importante. ¡Estáte preparado!”. “Ya entiendo. Estoy disponible, pero renuncio a hacer proyectos. Será lo que quiera el Señor”. La Virgen en realidad se había adelantado al pedido y ya le había concedido la gracia sirviéndose de un acontecimiento poco simpático.

Hay un alumno que no se comporta bien, molesta, crea un sinfín de problemas. El director, después de inútiles intentos, lo expulsa. El padre del muchacho, un hombre muy influyente en la ciudad, se presenta ante el director, y le ruega, suplica, amenaza, maldice... y no se da por vencido. Recurre al obispo y le pide que haga valer toda su autoridad.

Don Orione, llamado por Mons. Bandi, escucha con respeto y paciencia pero de todos modos está decidido y firme en su posición. En el momento más oportuno, da la impresión de querer ceder: “El chico podría volver a Santa Clara, pero con una condición”. ¿Qué condición?- pregunta el obispo. “Un seminarista como ayuda a tiempo completo, para acompañar mejor a los jóvenes. Y si me permite, Monseñor, el colaborador que pido se llama Carlos Sterpi”. “Bueno, avísale al seminarista Sterpi que vaya contigo, pero admite hoy mismo en tu Colegio a ese chico que has echado”. La gracia fue concedida. Sterpi cuenta: “Estaba de vacaciones, y ya estaba haciendo los preparativos para volver al seminario de Stazzano cuando recibí una postal del director en la que me contaba cómo había ido el asunto con el Obispo. Junté mis cosas y rápidamente me fui a Tortona. El Director en persona se ocupaba del estudio de los muchachos, ya tenía más de 100 chicos. Apenas me vio, me dijo: “Muy bien,... has venido justo a tiempo, cuida de los muchachos un momento”...Desde entonces pasaron muchos momentos... No se lo vio en toda la tarde: volvió por la noche. El ‘momento’ de esa asistencia... duró tres años”.(91) En julio de 1895, participa en tres grandes acontecimientos en Stazzano: la inauguración del seminario, la consagración del Santuario dedicado al Sagrado Corazón y la tercera reunión diocesana de la Obra de los Congresos. Viendo a muchas personalidades religiosas y civiles que se agolpan en torno al obispo, Don Orione prefiere permanecer en la sombra, tanto para dar espacio a los otros, como para evitar algún probable elogio público hacia su persona.

Terminada la celebración eucarística, toma la carretera que sube al Santuario de Monte Spineto. Extrae de los bolsillos una cuerda, se la coloca en el cuello, y comienza la subida haciéndose llevar como un burrito. Es mediodía. Los pocos que pasan lo miran asombrados no sabiendo qué pensar lo miran admirados. Está el que lo cree culpable de quién sabe qué delito para ser obligado a hacer esa penitencia tan extraña. Don Orione sin fijarse en ello, camina recogido en oración. Cuando llega a la cima entra en la iglesia, deja la cuerda sobre el altar de la Virgen y, convencido de estar solo, reza en voz alta, un rato de pie, otro de rodillas. Es tarde cuando se decide a emprender el retorno. En Stazzano, terminado el almuerzo, están hablando por turno los invitados más ilustres... “Escuchemos ahora- grita entusiasmado el moderador-, la palabra de Don Orione”. “¡Cómo! -exclama el obispo enojado-, ¿está también Don Orione? Y ¿no sabe él que, queriendo ser fundador, su primer deber es presentarse a su Obispo?”. Contento por ser humillado así, inicia el discurso exaltando la grandeza y la dignidad del Obispo llamado a guiar a la iglesia local en comunión con el romano Pontífice.

Debiendo comenzar otro año escolar, se prepara con un curso de Ejercicios Espirituales en el convento franciscano de Voghera y una peregrinación a la Virgen de Monte Pénice. Sube al santuario con dos alumnos que en vano piensan pasar la noche en un albergue y reconfortarse con una buena comida al día siguiente. Después de haber caminado todo el día, detienen la marcha muertos de cansancio cuando es ya de noche. Se refugian del viento en una pequeña quebrada al borde del camino. Mientras los dos jóvenes duermen tapados con su abrigo, Don Orione permanece en oración hasta el amanecer. Alcanzada la cumbre, celebran la Eucaristía. Es la hora de comer... el director saca de sus profundos bolsillos de su sotana un pedazo de pan envuelto en el diario. Es el almuerzo para los dos jóvenes: un pan duro, ¡pero nunca tan sabroso! Don Orione intuye su decepción y afablemente comenta: “Hay que acompañar la oración a la Virgen con algún acto de mortificación para que sea mejor aceptada y fructifiquen sus bendiciones”.(92) ¡Y de mortificaciones y penitencias Don Orione sabe! Alguna vez, para que sea más eficaz su predicación, recorre largos trechos de camino llevando sobre su espalda una bolsa cargada de piedras. Una tarde, al final de una predicación, muerto de cansancio, llama a la puerta de la casa rectoral del P. Milanese. Sorprendido y contento por esta grata visita el párroco le ofrece algo de comer y de beber y lo invita a quedarse por la noche. ¡Imposible convencerlo! Con una extenuante marcha sobre la nieve llega a Tortona bien entrada la noche: después de un breve reposo en el acostumbrado rincón de la cocina, piensa en salir para predicar en otro pueblo. Pero mientras baja por la escalera interna, vencido por el cansancio, cae desvanecido. Cuenta: “Había vuelto a casa de una predicación muy fatigosa: tres sermones al día y siete u ocho horas de confesionario. Había viajado toda la noche bajo la nieve, a pie, veinticinco kilómetros. Llegué a casa y me desmayé entre los brazos de mis niños. ¡Pobres mis muchachos! Pero el Señor no quiso abandonarlos”...(93) La situación es grave. El médico lo visita y le ordena reposo absoluto, comer carne y estar al calor por lo que hay que buscar una estufa. A la justa preocupación del médico, la persona enferma responde asegurando: “Esté tranquilo, que antes de morir todavía tengo que abrir otros colegios”. El Obispo, apenas recibe la noticia, se acerca a visitarlo.

Sterpi, fiel a las órdenes del médico, hace preparar una sopa con caldo de carne... El desventurado chico que se lo lleva debe aguantar protestas y reproches. Cuando, llorando, logra decir que él sólo está obedeciendo al seminarista Sterpi, Don Orione se calma y acepta el tazón.

Junio de 1906 tiene reservado para el director y los chicos del Instituto momentos de alivio y consuelo. Llega a Santa Clara el primer cuadro de la Virgen del Buen Consejo, donación del muy querido padre y amigo Mons. Novelli. El P. Sterpi, ordenado sacerdote, celebra su primera Misa acompañado por los jóvenes de Santa Clara, de Mornico Losana y de Génova. La banda tiene la ocasión de ser apreciada en Stazzano en el primer aniversario de la consagración del Santuario del Sagrado Corazón y en Broni durante la Asamblea diocesana de la Acción Católica. La música y la vivacidad de aquellos muchachos crean enseguida un clima de fiesta popular en torno al pastor de la diócesis. Cuenta Giovanni Santollini, uno de los congresistas:

“Advertimos la llegada de una banda musical cuyas notas llegaban de lejos hasta nosotros. Nos asomamos al balcón que da a la calle principal estirando la vista y vimos avanzar un grupo musical, pero estaba todavía tan lejos que no distinguíamos si eran de los nuestros. Más aún sospechamos que fuese una banda socialista que intentase venir al pueblo a aguarnos la fiesta. En aquellos años de lucha aquello era muy posible. ¿Por qué? Los músicos vestían un uniforme muy llamativo en el que dominaba el rojo, el color preferido de los socialistas. Mientras la banda se aproxima hacia nosotros, se empieza a distinguir que quien la guía es un hombre con sotana negra.

¡Pero ése es un cura! ‘¡Ah, es ese loquito de Don Orione con sus muchachos!, -dice Mons. Bandi-, pero… ¡todo ese rojo!’. La banda se detiene precisamente justo delante de la casa rectoral y Don Orione sube para saludar a su obispo: ‘Pero ¿qué se te ha metido en la cabeza para vestir de rojo a tus chicos? Los hemos confundido con una banda de socialistas. ¿Eres socialista también tú?’ Don Orione mira al obispo con aquellos ojos suyos, dulces y astutos, profundamente expresivos, y poniendo su cara más amable y sonriente, responde: ‘Monseñor, el rojo, el más bello y vivaz de los colores, despierta la fantasía y gana la simpatía de los chicos mejor que otros colores, por ello me apresuré en adornar con abundante rojo el uniforme de estos traviesos, antes de que lo hagan nuestros adversarios para llevarlos consigo. Este bonito color del buen Dios, lo he hipotecado yo antes que ellos; ya no querrán copiarme’. No había nada que objetar, pero la genialidad, la practicidad y el fin intuido por Don Orione me persuadieron de que aquel sacerdote, de aspecto tan simple, tan modesto, con aquel cuerpo frágil y pequeño, encerraba un alma singular y que habría dado al diablo muchos dolores de cabeza”.(94)

89. Schiller es el carcelero de “Le mie prigioni” de Silvio Pellico. Aquí se usa de manera irónica para indicar el encargo dado por Don Orione a su estudiante.

90. SPARPAGLIONE, Don Orione, 168 s.

91. DOPO II, 212; PAPASOGLI, Vida, 59-60; cf. Humberto ZANATTA (ed.), Don Luis Orione en los años 1895-1908 (vol. 6), Buenos Aires, Pequeña Obra de la Divina Providencia [sin fecha], 13-14 (en adelante: ZANATTA, Don Luis Orione 1895-1908).

92. DOLM 1017.

93. Scritti 65, 316.

94. DOPO II, 270; PAPASOGLI, Vida, 59-60.

San Luis Orione

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