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Capítulo 5

En el seminario

“Acercándose la hora de ponerme la sotana, sentía como una cierta repugnancia y temor de dar ese paso. Me parecía faltarle al respeto a Don Bosco por no haberme hecho salesiano. La última noche que pasé en casa, en vez de dormir, no hice más que llorar, hasta que me dormí y soñé.

Me parecía estar en Turín, en el oratorio de Valdocco, en el patio de los de cuarto. Pero ya no era aquel polvoriento patio, donde me había divertido tanto, porque yo era de los más entusiastas jugadores. El patio se había convertido en un jardín todo lleno de muchas y hermosas plantas de flores. En medio del jardín había una montañita verde. Quise subir hasta la cima para gozar mejor de aquel espectáculo.

Alcé la vista y de pronto vi que se abría el cielo, azul, despejado y bellísimo, y apareció una luz blanquísima que se acercaba, y distinguí a Don Bosco en persona, resplandeciente como nunca lo hubiese imaginado. Tenía desplegada sobre los brazos una sotana: esa de la famosa señora; y en un instante me la puso.

No dijo ni una palabra: sólo me miró con una sonrisa muy dulce, esa misma que tantas veces me había infundido serenidad y alegría cuando acudía a él con el alma en confusión. Después todo desapareció. Me desperté sumido en llanto, pero era un llanto reparador. Finalmente estaba seguro de que Dios me quería para el seminario”.(28)

* * *

Orione, de vuelta en casa, vive en una espera serena los designios del Señor. Sus padres y sus paisanos ven que no le falta nada para ser un digno sacerdote y no logran entender por qué ha dejado Turín.

Los suyos viven todavía en los locales de la casa Marchesi. Luis se vuelve útil en todas las maneras posibles. Participa en las ceremonias sagradas, se queda largo tiempo, como absorto, delante del sagrario. Es siempre un joven alegre y sereno pero no agitado y desbocado. Se necesita poco para adivinar que el corazón y la mente están todavía en el Oratorio.

Manifiesta al párroco y al P. Milanesi la voluntad de entrar en el seminario, pero no les cuenta las tres condiciones que ha puesto: aceptación sin hacer el pedido, la sotana sin tomar las medidas y la vuelta del padre a las prácticas religiosas. El P. Milanesi comparte el sufrimiento de su penitente: le ha puesto en las manos de Don Bosco, los juicios son todos muy favorables, Luis entusiasta, pero ¿por qué un final tan feo?

El párroco, con un poco de egoísmo, se alegra de este regreso; le parece increíble llevar al seminario a un joven tan preparado y lleno de tan buenas cualidades. Feliz por la confidencia que le ha hecho y pone en movimiento a su vicario: entre jóvenes es más fácil entenderse.

Empiezan a asediar a Orione, primero de una forma suave, después cada vez con mayor insistencia. Quieren que escriba la petición necesaria para entrar en el seminario. Luis se toma tiempo, desvía la conversación, no dice no, pero no promete nada. Consigue dar siempre una respuesta vaga y esquiva.

Una conversación tras otra y se terminó el verano. La apertura del curso académico es inminente, no hay tiempo que perder. Una mañana el párroco se presenta al rector del seminario, habla del joven y le reserva el lugar. Vuelve al pueblo, va directamente a casa de los Orione y entrega al joven una ficha de inscripción para que la llene y la firme.

La respuesta es vaga, quiere reflexionar bien, mañana se verá. Un mañana que no llegará nunca y que hace perder interiormente la paciencia del párroco: si de verdad quiere entrar en el seminario, ¡que se decida y haga de una vez este bendito pedido!

Un buen día, cansado de esperar, lo acompaña directamente al obispo: “Este es el muchacho del que tanto le hablé, Monseñor. No quiere decidirse a hacer el pedido”. “Y yo lo acepto sin pedido”, respondió tranquilamente Mons. Capelli”.(29)

Entre los chicos que se juntan al patio de la casa Marchesi, está Juan, hijo de una mujer poco ejemplar. Tiene que repasar las lecciones y Luis lo recibe y lo ayuda como a un hermano. Los resultados pronto son evidentes y, como era previsible, Juan se encariña con Luis y no pierde ocasión para elogiarlo. La madre, modista, quiere agradecerle a Luis su trabajo regalándole la primera sotana.

A Carolina no le agrada la idea de que su hijo lleve una sotana hecha por una mujer que no le hace honor a su pueblo. Luis no está dispuesto a dejarse tomar las medidas. Después de repetidas e inútiles insistencias, la cuestión queda cerrada. En cambio, un buen día llega a casa de los Orione una sotana flamante junto con algún par de medias y el alzacuellos.

Se ha cumplido también la segunda señal puesta por Luis para entrar en el seminario.(30)

Don Bosco en el sueño disuelve los últimos obstáculos y el 16 de octubre de 1889 Luis cruza el umbral de la puerta del seminario. Lo acompaña su madre, deseosa de asistir a la ceremonia de la toma de hábito. El hijo, que no conoce las costumbres ni la vida del seminario, temiendo estar pidiendo demasiado, convence a la madre de que vuelva a casa sin esperar a la ceremonia. Y recibe el hábito clerical en la capilla vacía.

El rector concluyó la ceremonia diciendo:

“’Ahora recemos juntos, digamos tres avemarías, y que la Virgen te tome de la mano. Hasta aquí, al altar te conduje yo: ahora déjate llevar por las manos de la Virgen. Si te dejas conducir por las manos de la Virgen, ella te guiará; la Virgen será siempre tu luz, y harás el bien.

Te ofrezco al Señor por las manos de María Santísima: no puedo ofrecerte al Señor por mejores manos, por manos más santas y más puras, para que seas puro y santo sacerdote de Jesucristo, para que seas verdadero y devoto hijo de María Santísima. Te dejo en las manos de la Virgen. Si eres devoto de la Virgen, serás un buen sacerdote y harás el bien’. Dijimos tres avemarías. Después me dejó sólo rezando”.(31)

Por la tarde, los seminaristas regresan de las vacaciones, cargados de maletas y de nostalgia por los días serenos pasados con sus familias. El encuentro no es de los mejores: con Don Bosco había cordialidad, acogida, serenidad, alegría, aquí hay demasiado hielo, indiferencia, y por parte de algunos, mal ejemplo: “Creí que encontraría en el seminario todos jóvenes virtuosos y por el contrario en la primera tarde de mi ingreso, dos horas después de haber vestido por primera vez la sotana, encontré un seminarista medio vago que incluso hubiese querido que entrase con él en una taberna. Me dijo: ‘Ven, así salimos y vamos a “morfar” a la hostería. Entonces yo, que había recibido de Don Bosco un sentido tan alto del sacerdote le dije rápidamente que no iría y traté de mantenerme alejado de él. Entonces él empezó a tirarme cebollas y papas podridas que había en un rincón del patio, ensuciándome la sotana nueva que acababa de estrenar”.

“Con Don Bosco no se oían ciertas frases con doble sentido. Me quedé así tan desengañado que decidí quitarme la sotana, dejar el seminario e irme. Decidí marchar a la mañana siguiente yéndome para siempre; mientras con Don Bosco era todo entusiasmo, allí me encerré en mí mismo.

Nos fuimos a la sala de estudio y me puse a llorar a escondidas. Pero el rector, el P. Daffra, viéndome triste, se me acercó y me dijo: ‘¿Qué te pasa?’. ‘Quiero irme a casa’. Entonces él me consoló y me tranquilizó con palabras de aliento, que fueron para mí palabras de vida. Y así me quedé en el seminario”.(32)

No fue ésta la única dificultad que encontró. Don Bosco lo quiere en el seminario y en el seminario se quedará con gusto para ser hoy y mañana un apóstol convencido y entusiasta.

Se empeña en el camino espiritual, ha elegido como confesor y guía al P. Novelli, se sumerge en el estudio, en la oración, es obediente, siempre disponible y generoso, pronto a la mortificación y al sacrificio sin quejas ni rebeldías.

En poco tiempo conquista la simpatía y la estima de los mejores, mientras otros seminaristas, juzgándolo raro y poco vivo, continúan sin reparos haciéndole bromas pesadas y humillantes.

Incluso en los momentos más difíciles, Orione conserva la calma y la serenidad. Incapaz de cultivar resentimientos, agresividad o envidias, trata de sentirse útil para todos. Durante el recreo de la tarde los seminaristas deben preparar el agua para lavarse. Muchos, continuando el juego, aprovechan la disponibilidad del seminarista Orione. Todo el recreo no es suficiente para llevar el agua de los compañeros, incluso los que siguen molestándolo.

Sube y vuelve a subir por los cuatro largos tramos de escalera que llevan a la habitación “San Carlone”, sujetando con las manos y los antebrazos cuatro grandes baldes a la vez.

Los primeros meses son ciertamente duros para Orione: el afecto con el que le rodean los superiores y los mejores compañeros parece insuficiente para hacerle superar la tristeza de las primeras impresiones. Vuelve a menudo la duda sobre la elección hecha, ¿será realmente éste el lugar querido por el Señor?

En el aniversario de la muerte de Don Bosco, enero de 1890, le asalta una profunda tristeza, hecha de llanto y dulzura a la vez.

El prefecto se le acerca mientras lee y caen sobre el papel abundantes y cálidas lágrimas. A la pregunta de si se trata de alguna mala noticia, “no es nada” -responde-. Y le entrega el escrito en el que recuerda la especial predilección de Don Bosco, sus hermosos recuerdos, y la última palabra de despedida: Vamos, hijo mío, nosotros seremos siempre amigos”.(33)

Son todavía muchos las causas de desasosiego: falta en el seminario el dinamismo de Valdocco, aquel alegre impulso al estudio y al trabajo, en constante actividad y gran espíritu de oración, aquel animado ímpetu en los recreos y el variado apostolado entre los compañeros, la comunión diaria y el continuo hablar de Dios y de las cosas santas; aquella dulce fusión, en una palabra, de vida activa y contemplativa, que era toda su aspiración.

La educación, en el Seminario, se apoya más en el temor que en el amor; predomina una acentuada distancia entre los superiores y los alumnos, las relaciones son frías y pobres; en una palabra, falta del todo el espíritu de familia que reinaba en el Oratorio, “Donde -recuerda-, Don Bosco era nuestro, vivíamos de la bondad de su corazón, y su vida era nuestra vida”.(34)

Trata de no dejar trascender su malestar interior, pero es una lucha dura y extenuante que se resuelve durante el curso de ejercicios espirituales de la primavera de 1890. En un borrador, tal vez dirigido a su amigo Guido, escribe:

“Después de seis meses de lucha, Jesús ha vencido y triunfa en mí corazón. Hoy, 21 de mayo, lo he abandonado todo para abrazarme a la Cruz de Jesucristo y seguirlo dondequiera que Él vaya. No obstante, todo mi cuerpo permanecerá todavía para la diversión del mundo, hasta que le plazca al Señor llevárselo a otro lugar. Agradece conmigo a su divina Majestad, y rézale para que me inflame de caridad y de agradecimiento a su voluntad.

Adiós, reza por mí, pecador. ¡Que viva Jesús! ¡Que Jesús triunfe! El pobre siervo de Jesucristo, seminarista María (35) Luis, de Jesús, de las almas y del Papa”.(36)

Termina el año escolar con las mejores notas. Mientras todos se organizan para salir de vacaciones, Orione pide y consigue quedarse en el seminario. Lleva su cama a la habitación más cercana de la capilla y pasa los días entre el estudio y la oración. Es una elección hecha por amor y en recuerdo de Don Bosco, totalmente libre, pero de mucho sacrificio: “Querido papá” –escribe-, me angustia grandemente el pensamiento de tener que estar separado algún tiempo de mi querida familia. Es imposible que la naturaleza no se haga sentir. El agradecimiento, el amor a los padres, a la familia, hacen palpitar todos los corazones y hacen brotar lágrimas de todos los ojos. Pero es también justo, animarse, superarse a sí mismos. Es necesario basarse en las opiniones rectas, servir a una causa santa y santificante, que a la cruel batalla del corazón le siga el triunfo de la férrea voluntad. Es necesario que me desapegue de todo: que al menos al Señor le sea grato este sacrificio mío”.(37)

El rector mitiga la decisión del seminarista Orione imponiéndole el recreo con los estudiantes de Bachillerato y una comida caliente a mediodía. El contacto con los jóvenes del instituto hace resaltar la virtud, la preparación cultural, las destacadas cualidades de orador, la capacidad de relacionarse con todos, la capacidad de atraer la atención. Lo escuchan muy a gusto, se le acercan, lo sienten amigo. Uno de ellos especialmente, Carlos Sterpi, queda tan fascinado, que aún no animandose a hablarle, pues es muy tímido, permanecerá como fiel amigo y colaborador suyo.(38) Para la comida caliente, cuando puede, va al local que administra el tío Carlín en Porta Voghera.

Cuando también los jóvenes del instituto dejan el seminario, Orione llena las horas libres prestándose a cualquier servicio en la catedral. Los canónigos aprecian grandemente la seriedad, la prontitud y la generosidad del seminarista.

Tiene también ocasión de ir a ayudar a Misa a la capilla de la cárcel y de acompañar al capellán a visitar a las personas enfermas del hospital. Su corazón ya inclinado a la caridad, se llena de ternura y de compasión. Se vuelven éstas las metas preferidas de su primer ejercicio apostólico.(39)

Para contentar a padres y parientes, decide pasar algunos días con la familia. Vacaciones breves pero intensas. Lo afirmamos por el estilo de vida que asume, y porque decide organizar, acompañar y preparar para un posible ingreso al seminario de algunos jóvenes del pueblo. También esta elección manifiesta la llama que arde en el corazón de Luis: amor a los jóvenes y disposición a apoyar y sostener las vocaciones al sacerdocio.

Inicia el segundo año de Filosofía con el mismo afán, entusiasmo y entrega: fervoroso en la oración, esforzado en el estudio, amante del sacrificio, ejemplar en la observación de las normas, pronto para aceptar y buscar alguna humillación, siempre disponible para ayudar y consolar a alguno.

Los superiores lo estiman y le permiten algunas formas de penitencia que generalmente son tenidas como exageradas o fuera de lugar. De todos modos, son cada vez menos los compañeros que se divierten a su costa, que lo juzgan tonto, raro, loco o incluso fanático.

Los mejores seminaristas, los más capaces, lo estiman y lo toman como referencia y modelo de vida. Estar con él, estrechar amistad con él significa encontrar un sostén extraordinario, especialmente en los momentos de dificultad.

Sí, porque todos lo ven: Orione ríe, bromea, es entusiasta en el juego, apasionado en las discusiones, es el alma de todos los momentos libres, pero no acepta la mediocridad ni las medias tintas. La vocación exige una preparación cultural y espiritual digna de la divina llamada. Está decidido: quiere y debe ser santo como su maestro Don Bosco. La santidad a la que aspira el seminarista Orione, es la que lo lleva a gritar al mundo el gozo de la amistad con Dios. El Señor no empobrece, no mortifica nuestra existencia sino que la vuelve más hermosa y más libre.

En los momentos de diálogo, de confidencias sobre sus proyectos de mañana, Orione habla a menudo de un grupo, una sociedad al servicio de la Iglesia y del Papa. Alguno lo considera un loco, algún otro como un soñador, muchos, teniendo en cuenta el celo apostólico que muestra, las muchas actividades que desarrolla, creen que la cosa es muy probable. Más aún, algunos como Sterpi y Albera están dispuestos a darle una mano.

Participa activamente y con gran entusiasmo en las celebraciones del 25º aniversario sacerdotal de su párroco. Se hizo famosa su rica y muy documentada intervención, con el título: “Apología de la Iglesia y del sacerdocio”. En ella vemos ya presentes los elementos esenciales de su espiritualidad: amor a Cristo, a la Virgen, a las almas, la caridad más exquisita hacia los pobres y los que sufren, en un fiel servicio a la Iglesia y al Papa.

El calor de la ciudad de Tortona se empieza a sentir. Los seminaristas tienen apuro por terminar los exámenes y refugiarse en las colinas circundantes. Orione está tranquilo: ya ha pedido y conseguido el permiso de quedarse en el seminario como el año anterior. Antes de iniciar la actividad entre los jóvenes del instituto y la catedral, corre a su pueblo para ver a su padre seriamente enfermo.

De vuelta al seminario vive en el recogimiento, en la oración y en la mortificación. Procura hacer todo el bien que le es posible a los chicos, ayuda diligentemente en las celebraciones de la catedral, acompaña al sacerdote que va a la cárcel y al hospital.

Se siente interiormente impulsado a multiplicar las obras de caridad. Se convence de que no puede bastar un acercamiento esporádico a los chicos y jóvenes que se juntan en los barrancos del castillo y las placitas de la ciudad. Su corazón llora mientras atraviesa Tortona, multiplicando las visitas a los pobres en los lugares del dolor y del sufrimiento, al ver tanto abandono y desinterés.

El amor es imaginación, riqueza de iniciativas. Quien no ama difícilmente se acuerda del pobre y del que sufre. Para el que no ama se trata de una realidad tan alejada de los propios intereses, como incómoda y no deseada. Cuando se ve obligado a enfrentarla, queda desorientado, pero su corazón helado y sin amor, es incapaz de realizar cualquier gesto de caridad. Orione, pobre de medios, pero rico de amor, es un volcán de iniciativas. Encuentra siempre el modo de aliviar el dolor y llevar un respiro de esperanza, aunque sea entre los presos: “Entonces –cuenta-, quise aprender a tocar la mandolina; y me ponía a tocar al pie de las ventanas de la cárcel, para que los pobres condenados me pudieran oír, se alegraran y apartaran de sí los pensamientos malos que les podían venir por su penosa soledad. Fui por ello tratado de loco y acusado al Obispo, el cual me llamó a conversar, pero no me prohibió ir a tocar”.(40)

28. DOPO I, 406-407; Scritti 38; 227. Parola 16.5.1930 - 16.10.1931; Humberto ZANATTA (ed.), Luis Orione Seminarista. Estudiante de filosofía en el Seminario de Tortona 1889-1891 (vol. 2), Buenos Aires, Pequeña Obra de la Divina Providencia, 1989, 9-10 (en adelante: ZANATTA, Luis Orione seminarista (filosofía)), 32-33.

29. DOPO I, 404, nota 4; ZANATTA, Luis Orione seminarista (filosofía), 7.

30. “¿Y la tercera señal? Era ésta: la conversión de mi padre. Entendámonos: era un hombre de la mejor pasta de este mundo, pero de esos liberalotes crecidos al estilo de Ratazzi. Dejaba que mi madre, una santa, fuese a la iglesia cuanto quisiese y que me llevase a mí con ella. Después del Señor le debo a ella la vocación. Pero él no ponía un pie en la iglesia. Y bueno, con mi entrada al seminario, también mi padre se volvió un cristiano practicante” (Scritti 38, 227).

31. DOPO I, 417-418; ZANATTA, Luis Orione seminarista (filosofía), 14- 18.

32. Ibíd. I, 440; ZANATTA, Luis Orione seminarista (filosofía), 47.

33. En enero de 1940, pocos meses antes de su muerte, recuerda a sus hijos espirituales: “La Pequeña Obra será lo que Dios quiera! Ante todo, la Pequeña Obra de la Divina Providencia, debe sentir siempre gratitud hacia Don Bosco y hacia sus Hijos; y la actitud y la conducta de ustedes deberá manifestar gratitud hacia los Salesianos por la sagrada memoria de Don Bosco, y por lo que hicieron sus Hijos para llevarme adelante en los estudios y hacerme sacerdote. Y si alguna vez en la vida les sucediese de poder decir una palabra, para poder defender algún Salesiano, algún hijo de Don Bosco, háganlo recordando la palabra, la gran palabra que Don Bosco dirigió con su gran corazón, a un pobre muchacho al que él sacó de los campos, de los surcos y por el que llegó tan lejos, en su espíritu paterno, de llamarlo amigo. ¿Qué veía Don Bosco cuando, mientras a todos estaba prohibido acercarse a él, quiso que aquel pobre muchacho se confesara con él? ¿Qué veía y sentía en su espíritu cuando llegó tan lejos y me dijo: Nosotros seremos siempre amigos? Este nosotros trasciende a las personas y pasa a las dos Congregaciones. Sean siempre pequeños y, en la gratitud del corazón, sean siempre grandes amigos de Don Bosco y de aquellos que van perpetuando en el mundo la Obra de María Auxiliadora, de Don Bosco, la Obra que la Divina Providencia...” (Ibíd. I, 267; ZANATTA, San Juan Bosco y el beato Luis Orione (v1), 34-35).

34. Scritti 23, 186.

35. NdE: Orione se agrega el nombre de María evidentemente por devoción a la Virgen.

36. Ibíd. 35, 7; 57, 117.

37. Ibíd. 71, 16.

38. El siervo de Dios, Padre Carlos Sterpi, nació el 13 de octubre de 1874, en el seno de una acomodada familia de Gavazzana. Fue alumno del “San Jorge” de Novi Ligure, y durante los primeros años de estudio (1885-86) decidió ingresar al seminario de Tortona, donde estudió filosofía, teniendo como compañero de banco en la escuela y en la capilla al seminarista Orione. Luego pasó al seminario menor de Stazzano, estudiando teología desde 1892 hasta octubre de 1896, cuando el obispo Bandi le permitió ayudar a Don Orione y permanecer a su lado toda la vida. Se convirtió en sacerdote el 12 de julio de 1897. De estatura pequeña, humilde, amante del silencio y del ocultamiento, fue el brazo derecho del Fundador; fidelísimo intérprete de su espíritu e infatigable ejecutor de sus designios de bien. Fue su primer sucesor en el gobierno de la Obra desde 1940 hasta que en 1946 renunció por motivos de salud, consumido por las fatigas y la caridad. Murió el 22 de noviembre de 1951. Está en curso la causa de su beatificación.

39. En la desnuda capilla de la Cárcel -que define como “recinto de dolor e infelicidad, pero tan querido por mi”- en las manos del nuevo Obispo, Mons. Bandi, renueva su consagración a Dios mediante los tres votos de obediencia, castidad y pobreza.

40. DOPO I, 571; ZANATTA, Luis Orione seminarista (filosofía), 230.

San Luis Orione

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