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Tres años de sequía

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Durante los largos años de hambre, Elías rogó fervientemente mientras la mano del Señor caía pesadamente sobre la tierra castigada. Mientras veía sufrimiento y escasez por todos lados, su corazón se agobiaba de pena y suspiraba por el poder de provocar una presta reforma. Pero Dios estaba cumpliendo su plan, y todo lo que su siervo podía hacer era seguir orando con fe y aguardar el momento de una acción decidida.

La apostasía que prevalecía en el tiempo de Acab era el resultado de muchos años de mal proceder. Poco a poco, Israel se había estado apartando del buen camino, y al fin la gran mayoría se había entregado a la dirección de las potestades de las tinieblas.

Había transcurrido más o menos un siglo desde que, bajo el gobierno del rey David, Israel había unido gozosamente sus voces para elevar himnos de alabanza al Altísimo, en reconocimiento de la forma absoluta en que dependía de Dios por sus mercedes diarias. Podemos escuchar sus palabras de adoración mientras cantaban:

“Tú, oh Dios y Salvador nuestro,

tú inspiras canciones de alegría.

Con tus cuidados fecundas la tierra,

y la colmas de abundancia.

Los arroyos de Dios se llenan de agua,

para asegurarle trigo al pueblo.

¡Así preparas el campo! [...]

Tú coronas el año con tus bondades,

y tus carretas se desbordan de abundancia” (Sal. 65:5, 8-13).

“Desde tus altos aposentos riegas las montañas [...],

Haces que crezca la hierba para el ganado,

y las plantas que la gente cultiva. [...]

¡Oh Señor, cuán numerosas son tus obras!

¡Todas ellas las hiciste con sabiduría!

¡Rebosa la Tierra con todas tus criaturas!” (Sal. 104:10-15, 24-28).

La tierra a la cual el Señor había llevado a Israel fluía leche y miel, un país donde nunca necesitaría sufrir por falta de lluvia. Esto era lo que le había dicho: “Esa tierra, de la que van a tomar posesión, no es como la de Egipto, de donde salieron; allá ustedes plantaban sus semillas y tenían que regarlas como se riega un huerto. En cambio, la tierra que van a poseer es tierra de montañas y de valles, regada por la lluvia del cielo. El Señor su Dios es quien la cuida”.

La promesa de una abundancia de lluvia les había sido dada a condición de que obedeciesen. El Señor había declarado: “Si ustedes obedecen fielmente los Mandamientos que hoy les doy, y si aman al Señor su Dios y le sirven con todo el corazón y con toda el alma, Entonces él enviará la lluvia oportuna sobre su tierra, en otoño [la temprana] y en primavera [la tardía].

“¡Cuidado! No se dejen seducir. No se descarríen ni adoren a otros dioses, ni se inclinen ante ellos, porque entonces se encenderá la ira del Señor contra ustedes, y cerrará los cielos para que no llueva; el suelo no dará sus frutos, y pronto ustedes desaparecerán de la buena tierra que les da el Señor” (Deut. 11:10-17).

“Si no obedeces al Señor tu Dios ni cumples fielmente todos sus Mandamientos y preceptos [...] sobre tu cabeza, el cielo será como bronce; bajo tus pies, la tierra será como hierro. En lugar de lluvia, el Señor enviará sobre tus campos polvo y arena; del cielo lloverá ceniza” (28:15, 23, 24).

Estas órdenes eran claras; sin embargo, con el transcurso de los siglos, mientras una generación tras otra olvidaba las medidas tomadas para su bienestar espiritual, las influencias ruinosas de la apostasía amenazaban con arrasar toda barrera de la gracia divina. Ahora la predicción de Elías recibía un cumplimiento terrible. Durante tres años, el mensajero que había anunciado la desgracia fue buscado. Muchos gobernantes habían jurado por su honor que no podían encontrar en sus dominios al extraño profeta. Jezabel y los profetas de Baal aborrecían a Elías y no escatimaban esfuerzo para apoderarse de él. Y mientras tanto, no llovía.

Los Ungidos

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