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Nadie tiene el coraje de apoyar a Elías

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El pueblo no le contestó una palabra. En toda esa vasta asamblea, nadie se atrevió a revelarse leal a Jehová. El engaño y la ceguera se habían extendido sobre Israel, no de repente sino gradualmente. Cada desviación del recto proceder, cada negativa a arrepentirse, había intensificado su culpa, y los había alejado aun más del cielo. Y ahora, en esta crisis, seguían rehusando decidirse por Dios.

El Señor aborrece la indiferencia y la deslealtad en tiempo de crisis en su obra. Todo el universo contempla con interés indecible las escenas finales de la gran controversia entre el bien y el mal. ¿Qué podría resultar de más importancia para los hijos de Dios que el ser leales al Dios del cielo? A través de los siglos, Dios ha tenido héroes morales; y los tiene ahora en quienes, como José, Elías y Daniel, no se avergüenzan de ser conocidos como parte de su pueblo. La bendición especial de Dios acompaña las labores de los hombres de acción que no se dejan desviar de la línea recta ni del deber, sino que con energía divina preguntan: “¿Quién está por Jehová?” (Éxo. 32:26). Son hombres que piden a quienes decidan identificarse con el pueblo de Dios que se adelanten y revelen inequívocamente su fidelidad al Rey de reyes y Señor de señores. Tales hombres no consideran preciosa su vida. Su lema es ser fieles a Dios.

En el Carmelo, mientras Israel dudaba, la voz de Elías rompió de nuevo el silencio: “Yo soy el único que ha quedado de los profetas del Señor; en cambio, Baal cuenta con cuatrocientos cincuenta profetas. Tráigannos dos bueyes. Que escojan ellos uno, lo descuarticen y pongan los pedazos sobre la leña, pero sin prenderle fuego. Yo prepararé el otro buey y lo pondré sobre la leña, pero tampoco le prenderé fuego. Entonces invocarán ellos el nombre de su dios, y yo invocaré el nombre del Señor. ¡El que responda con fuego, ese es el Dios verdadero!”.

La propuesta de Elías era tan razonable que el pueblo “estuvo de acuerdo”. Los profetas de Baal no se atrevieron a disentir. Elías les indicó: “Ya que ustedes son tantos, escojan uno de los bueyes y prepárenlo primero”.

Con terror en su corazón culpable, los falsos sacerdotes prepararon su altar, pusieron sobre él la leña y a la víctima; y luego iniciaron sus encantamientos. Sus agudos clamores repercutían por los bosques y las alturas cercanas: “¡Baal, respóndenos!” Con saltos, contorsiones y gritos, arrancándose el cabello y lacerándose la carne, suplicaban a su dios que los ayudase. Transcurrió la mañana, llegó el mediodía, y todavía no se notaba que Baal oyera los clamores de sus seducidos adeptos. El sacrificio no era consumido.

Mientras continuaban sus frenéticas devociones, los astutos sacerdotes procuraban de continuo idear algún modo de encender un fuego sobre el altar y de inducir al pueblo a creer que ese fuego provenía directamente de Baal. Pero Elías vigilaba cada uno de sus movimientos; y los sacerdotes, esperando en vano que se les presentase alguna oportunidad de engañar a la gente, continuaban ejecutando sus ceremonias sin sentido.

“Al mediodía Elías comenzó a burlarse de ellos: ‘¡Griten más fuerte!’ les decía. ‘Seguro que es un dios, pero tal vez esté meditando, o esté ocupado o de viaje. ¡A lo mejor se ha quedado dormido y hay que despertarlo!’ Comenzaron entonces a gritar más fuerte y, como era su costumbre, se cortaron con cuchillos y dagas hasta quedar bañados en sangre. [...] Pero no se escuchó nada, pues nadie respondió ni prestó atención”.

Gustosamente habría acudido Satanás en auxilio de aquellos a quienes había engañado, y que se consagraban a su servicio. Gustosamente habría mandado un relámpago para encender su sacrificio. Pero Jehová había puesto límites y restricciones a su poder, y ni aun todas las artimañas del enemigo podían hacer llegar una chispa al altar de Baal.

Por fin, enronquecidos por sus gritos, los sacerdotes cayeron presa de la desesperación. Perseverando en su frenesí, empezaron a mezclar con sus súplicas terribles maldiciones de su dios, el sol, mientras Elías continuaba velando atentamente; porque sabía que si mediante cualquier ardid los sacerdotes hubiesen logrado encender fuego sobre su altar, lo habrían despedazado a él inmediatamente.

Los Ungidos

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