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Los profetas de Baal se rinden

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La tarde seguía avanzando. Los sacerdotes de Baal ya estaban cansados y confusos. Uno sugería una cosa y otro sugería otra, hasta que finalmente, desesperados, se retiraron de la contienda.

Durante todo el día el pueblo había presenciado las demostraciones de los sacerdotes frustrados. Había contemplado cómo saltaban desenfrenadamente en derredor del altar, como si quisieran asir los rayos ardientes del sol con el fin de cumplir su propósito. Había mirado con horror las espantosas mutilaciones que se infligían, y había tenido oportunidad de reflexionar sobre las insensateces del culto a los ídolos. Muchos estaban cansados de las manifestaciones demoníacas, y aguardaban ahora con el más profundo interés lo que iría a hacer Elías.

A la hora del sacrificio de la tarde, Elías invitó así al pueblo: “¡Acérquense!” Se puso a reparar el altar frente al cual hubo una vez hombres que adoraban al Dios del cielo. Para él, este montón de ruinas era más precioso que todos los magníficos altares del paganismo.

En la reconstrucción del viejo altar, Elías reveló su respeto por el pacto que el Señor había hecho con Israel cuando cruzó el Jordán para entrar en la Tierra Prometida. Elías “luego recogió doce piedras, una por cada tribu descendiente de Jacob [...]. Con las piedras construyó un altar en honor del Señor”.

Los desilusionados sacerdotes de Baal, agotados por sus vanos esfuerzos, aguardaban para ver lo que haría Elías. Sentían odio hacia el profeta por haber propuesto una prueba que había expuesto a sus dioses; pero al mismo tiempo temían su poder. El pueblo, con el aliento en suspenso por la expectación, observaba. La calma del profeta resaltaba en agudo contraste con el frenético fanatismo de los partidarios de Baal.

Una vez reparado el altar, el profeta cavó una trinchera en derredor de él, y habiendo puesto la leña en orden y preparado el novillo, puso esa víctima sobre el altar. “ ‘Llenen de agua cuatro cántaros, y vacíenlos sobre el holocausto y la leña’. Luego dijo: ‘Vuelvan a hacerlo’. Y así lo hicieron. ‘¡Háganlo una vez más!’, les ordenó. Y por tercera vez vaciaron los cántaros. El agua corría alrededor del altar hasta llenar la zanja”.

Recordando al pueblo la larga apostasía, Elías lo invitó a humillar su corazón y a retornar al Dios de sus padres, con el fin de que pudiese borrarse la maldición que descansaba sobre la tierra. Luego, postrándose reverentemente delante del Dios invisible, elevó las manos hacia el cielo y pronunció una sencilla oración. Desde temprano por la mañana hasta el atardecer, los sacerdotes de Baal habían lanzado gritos y espumarajos mientras daban saltos; pero mientras Elías oraba, no repercutieron gritos sobre las alturas del Carmelo. Elías rogó con sencillez y fervor a Dios que manifestase su superioridad sobre Baal, con el fin de que Israel fuese inducido a regresar hacia él.

Dijo el profeta en su súplica: “Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que todos sepan hoy que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo y he hecho todo esto en obediencia a tu palabra. ¡Respóndeme, Señor, respóndeme, para que esta gente reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que estás convirtiéndoles el corazón a ti!”.

Sobre todos los presentes pesaba un silencio opresivo en su solemnidad. Los sacerdotes de Baal temblaban de terror, conscientes de su culpabilidad.

Los Ungidos

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