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INFLUENCIA DEL TIEMPO. EL MISTICISMO DEL GRECO

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Hablar del misticismo del Greco es ya un tópico; pero un tópico que, como casi todos, encierra una fundamental verdad. En la mente actual hay muchas cosas no resueltas porque se han declarado tópicos y ya no se ha pensado más en ellas. Pero de los tópicos, como del orujo, pueden todavía extraerse muchas cosas, a veces la quintaesencia de las cosas. Y este tópico del misticismo del Greco, como veremos más adelante, nos explica no solo el motivo profundo de su venida a España, sino otras muchas facetas de su arte y de su vida, sobre todo lo que se ha llamado su extravagancia y su locura, que dejan de parecerlo y de serlo en cuanto se interpretan como un delirio espiritualista. Este misticismo, aun en su forma más noble, es, como la misma santa Teresa lo definió, «un glorioso desatino, una celeste locura»; y puede dar al vulgo la impresión de demencia, hasta que se le agrega el adjetivo dignificador.

Hay, pues, que partir, para explicar la creación del Greco, de su misticismo. Cossío fue el primero, entre nosotros, que disertó sobre el misticismo del gran pintor con aquel fervor que perdura en las páginas de su libro, cuya lectura nos hace oír todavía, a los que tuvimos la suerte de conocerle, el eco de su voz apasionada, cuando discurría ante los lienzos del Greco. Después, todos han seguido el mismo camino. Es preciso citar también entre los precursores a Maurice Barrès, menos estimado de lo que se debe por los puritanos del antitópico, tanto franceses como españoles.[16] A la lectura del libro de Cossío, que fue el fundamento de su obra, sumó el gran escritor francés sus propias impresiones recogidas en España, con agudo sentido de lo que tenía que ver y de cómo debía entender lo que veía. La interpretación espiritualista del Greco debe mucho a Barrès, y me alegro de haber contribuido en mi juventud a la cancelación de esta deuda.[17] Después, apenas ha habido comentarista de Theotokópoulos que no haya tocado este problema fundamental. Los iré citando más adelante.

El sentido espiritualista y, en su forma más alta, el misticismo, es una posible realidad del alma humana, dondequiera que exista, en el espacio y en el tiempo. Pero su apogeo coincide con la crisis religiosa del Renacimiento. Tan características del movimiento renacentista como sus preocupaciones políticas y estéticas fueron los vaivenes de la moral y de la conciencia religiosa de los europeos. Se erigió en norte de la vida pública, entre los mismos príncipes cristianos, e incluso en Roma, a la nefasta razón de Estado, radicalmente anticristiana, de lo cual han nacido tantos males para la vida de los pueblos y para la misma Iglesia. Esta vio vacilar su autoridad universal y hubo de sufrir los embates de las religiones enemigas, sobre todo de la musulmana, en plena potencia agresiva. Y a todo ello se unió la Reforma, hija de las inquietudes de los tiempos y de la relajación de las costumbres y disciplina eclesiásticas, que tuvieron tan grande parte en la insurrección luterana.

Surgieron en este turbio escenario toda suerte de errores, disidencias y sectas; pero de aquel hervor brotaron también actitudes y personalidades que habían de constituir gloriosas efemérides en la historia de la religión y de la humanidad. En lo que se refiere a España, el país donde el misticismo alcanzó su interés y su gloria mayores, parece evidente que intervinieron factores que pueden considerarse como específicos, entre ellos, la renovación, a favor del desorden espiritual, de movimientos que estaban apagados en las épocas de paz religiosa. Un ejemplo típico fueron las tendencias iluministas, de remoto origen precristiano, que apenas tuvieron esporádicos conatos de eficacia durante la Edad Media y que en los tiempos renacentistas resucitaron con ímpetu, infiltrándose en la grey católica en la forma de las sectas de los alumbrados, que alcanzaron momentos de gran difusión; pero que, sobre todo, impulsaron y pusieron su acento a otras actividades ortodoxas, entre ellas al misticismo. Nuestro Menéndez y Pelayo[18] se esforzó, con razón, en demostrar que el iluminismo no fue una secuela, más o menos degenerada, del misticismo. La realidad fue la inversa, es decir, que el iluminismo, como movimiento espiritualista, muy tradicional, de honda raíz oriental, propicio a la psicología de gran parte de la humanidad española, influyó en el auge y en ciertas características del misticismo español.

El riguroso catolicismo de los españoles de entonces redobló su fervor ante el peligro de la heterodoxia y de la inmoralidad del entorno, e hizo que el movimiento místico se depurara de las impurezas teológicas y sociales de los iluminados. Pero a pesar de todo, el acento iluminista de los místicos era tan notorio que varios de ellos, sobre todo los más esclarecidos, fueron denunciados a la Inquisición por sospecha de alumbrados. La sospecha era, a primera vista, legítima, porque una parte del mecanismo psicológico de los alumbrados era común a los místicos; y esa parte era tan visible, que se explica el hecho de que no los diferenciara la gente indocta, y el que dudaran, a pesar de su sabiduría teológica, los mismos inquisidores. Cierto que no siempre esa sabiduría iba acompañada de serenidad y tino.

La reacción antimística de la Iglesia española, representada por la publicación del Índice del inquisidor Valdés, en 1559, inspirado por el tan docto como energúmeno Melchor Cano, expresa la turbación de los teólogos y del Santo Oficio ante este problema, llevándolos a una actitud de arbitrariedad y violencia que dio lugar a la condena injusta de santos varones, como el arzobispo Carranza y otros varios, entre ellos el seráfico fray Domingo de Valtanás.[19] Y hay que añadir: también a una contracción indudable de la libertad creadora de la mente hispánica, a partir de este Índice; indudable, por mucho que la hayan exagerado los llamados historiadores progresistas. Nadie puede sostener hoy seriamente que el espíritu católico haya sido obstáculo para el espíritu de libertad que exige la floración del pensamiento. Pero la Inquisición no era el espíritu católico, ni lo fue nunca, sino lo más opuesto al espíritu católico, aun cuando, en algunas circunstancias, muy concretas y pasajeras, pudo tener una eficacia política y policíaca. El mismo Menéndez y Pelayo —que se parece poco al que han pintado sus recientes apologistas— decía: «Yo no niego que una de las mil causas de la declinación parcial de la ciencia española fuese la intolerancia, pero no la de la Inquisición tan solo, sino más bien la de las escuelas y sistemas prepotentes»; pero, claro está, estas escuelas y sistemas fueron, en gran parte, hijas de la intolerancia.

Ya he aludido a los probables motivos del auge que alcanzó en España, en esta época, la corriente espiritualista y mística, es decir, una reacción de movimientos dormidos, ante un trance de peligro de la fe vernácula. Sobre cuáles eran los orígenes de esa ancestral corriente espiritualista que, explícita o atenuada, formaba parte de la mentalidad hispánica, no es este el lugar de comentarlo. Se han citado influencias germánicas y la tensión religiosa, secular, de las cruzadas contra los moros que, al terminar la Reconquista, quedó vacante e «influyó en preparar el torrente de nuestro misticismo»;[20] así como la difusión de lecturas profanas, pero de amor alquitarado, que en realidad eran corrientes en toda Europa, y no se pueden alegar como la explicación única del fenómeno español. Todo ello es discutible. Es, sí, segura, en cambio, la gran influencia que tuvo siempre Oriente en la religiosidad peninsular, no solo en el ambiente intelectual, a través de los poetas y tratadistas árabes hoy bien conocida, y a la que más tarde volveremos a aludir, sino también la que tuvo directamente en el alma popular, rica en sangre árabe o hebrea, impregnada de un sentimiento bíblico permanentemente latente.

El Greco fue uno de estos espiritualistas influidos por «el clima del siglo», que alcanzó también a otros ambientes semejantes al español. La población de Creta, donde nació el Greco, se parecía a la de muchas ciudades de España en la situación propicia a las pasiones místicas, por influencia ancestral[21] y por la diversidad de razas. Era la hermosa isla, en parte griega bizantina, en parte sarracena y en parte judía. El Greco, de familia tal vez procedente del Peloponeso o de las islas Cícladas, nació y vivió en sus primeros años en Creta, educado por los monjes candiotas de Santa Catalina y Valsamanero,[22] donde «no solamente se aprendía el arte de la pintura, sino también la filosofía de la Grecia antigua y la teología del Bizancio cristiano».[23]

Esta influencia recayó, sin duda, sobre un alma nativamente predispuesta a la intensa vida interior. El tiempo había de demostrarlo. Sus nombres parecían ya un presentimiento: Doménikos (kuriakos) significa «perteneciente al Señor», y Theotokópoulos quiere decir, a su vez, «hijo de la Madre de Dios». Tenía la capacidad típicamente mística de crear metáforas y de hacer realidad sus metáforas, de soñar y de transformar en imágenes sus sueños. Y, desde sus primeros pasos en Italia, llaman la atención su individualismo, también místico, traducido por su enérgica insumisión a las categorías oficiales, como en sus ruidosas críticas a Miguel Ángel —no por envidia ni por deseo de escándalo, como se ha dicho, sino por repugnancia al materialismo del arte de aquel coloso—; y, en fin, la tendencia a la abstracción, al ensimismamiento abismal, revelada por la célebre carta de Clovio, que más adelante comentaremos, y cuyo interés reside en lo que tiene de antecedente de iluminismo y, por lo tanto, de misticismo.

Hay, pues, que partir del espiritualismo de este griego «embriagado de Dios y de crepúsculos», como dijo D’Ors.[24] Para no citar entre la inmensa literatura actual más que a autoridades que ya son clásicas, elegiré a Cossío, que dice: «... dejose penetrar [el Greco] al llegar a Castilla, no solo por aquel otro humanismo nacional, más horaciano, apacible y familiar, de fray Luis de León, sino por el típico misticismo español, el del maestro Juan de Ávila, el de santa Teresa y san Juan de la Cruz, ardoroso, sutil e intelectualista de un lado, y de otro contemplativo y recogido». Los personajes del Greco, añade, los humanos y los divinos «aparecen encerrados en su castillo interior, y en él, deleitándose».[25] Y Barrès comenta: «sus lienzos completan los tratados de santa Teresa y los poemas de san Juan de la Cruz».[26] Sáinz Rodríguez precisa exactamente esto, al añadir: «Entiendo yo que en las artes plásticas podríamos decir que hay misticismo cuando se deforma la realidad para expresar por este medio algo superior y trascendente de la realidad mística. Solo en un pintor vemos esto: en el Greco».[27] Clásicos son también los estudios de Goyanes, de Steinbart y de Hatzfeld,[28] que serán comentados varias veces.

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