Читать книгу El Greco y Toledo - Gregorio Marañón - Страница 7

HACIA LA PINTURA ASCENSIONAL

Оглавление

Para Marañón se fundían en el Greco y Toledo no solo un genio y una ciudad sino un problema historiográfico, de hermenéutica, y un problema político, de convivencia social. Para don Gregorio, el Greco solo había sido estudiado fragmentariamente, olvidando el análisis —«la disección del genio»— de su proceso creativo, en el que consideraba que estaba precisamente el secreto de muchos aspectos de su vida y de su arte.

Ese proceso incluía oponerse a la frialdad y parcialidad de los meros hechos de una biografía a la búsqueda, no de un diagnóstico nuevo —pues tenía por transitorio el arte de diagnosticar— de la humanidad del pintor, recuperable a través de «conjeturar» desde los fragmentos dispersos de la verdad, procedimiento en el que radicaba la esencia misma de la ciencia; tenía que conceder un carácter biográfico a su propia obra, a sus mismos lienzos, pero también un especial protagonismo a Toledo, ciudad catalizadora de su itinerario transformativo, desde un arte «casi mediocre» cultivado en Italia a la «sublimación genial que hoy contemplamos».

Aunque el genio consistiría en ser el que «domine a las circunstancias», Toledo no solo funcionaba como abductora del artista sino que catalizaba su arte a causa de su sintonía. El misticismo —que ya Marañón consideraba un «tópico» y hoy parece indefendible— de tradición oriental (griega bizantina, sarracena y judía de su Creta natal)[5] sería para nuestro humanista uno de los factores que le presentarían Toledo al candiota como un imán de su propia naturaleza; a esta interpretación de la psicología de la ciudad imperial se sumarían otros elementos de Toledo, hoy no menos improbables, como la ciudad en decadencia pero cosmopolita, e israelita, «el verdadero secreto de su atracción» para el cretense, y árabe. Y de ahí la supuesta comprensión de su obra por parte de los cristianos nuevos y la incomprensión de los cristianos viejos. También aparecían en su horizonte, de forma altamente sentimental, la mujer excepcional que habría sido doña Jerónima de las Cuevas, a pesar de su fugacidad y su real extracción social —los pelaires o cardadores de Toledo— y cultura;[6] y, con mayor verosimilitud, sus amigos toledanos (estudiosos, jueces, secretarios y médicos).

El estilo «irrealista» del Greco, sus deformaciones y extravagancias, y las interpretaciones más manidas hasta entonces fueron sometidas a examen por parte de Marañón. Descartó lo que más tarde se ha denominado «la falacia del Greco» (Patrick Trevor-Roper, The World through blunted Sight), su supuesto astigmatismo —defendido desde Carl Justi (1882) a los médicos August Goldschmidt, Siro García del Mazo y Germán Beritens (1913 y 1914)—; y lo hizo con clarividencia, al señalar que el pintor se daba a «una representación dinámica, en una vibración alargada de las figuras celestes».

Analizó también el tema de su supuesta locura, para deslizarse, de la mano de Cossío, hacia su negación y su sustitución por la teoría del empleo de modelos de enajenados, los locos del Nuncio.[7] Si el inacabado San Bartolomé del Museo del Greco pudo parecerle a Cossío «un loco furioso escapado del antiguo y célebre Hospital del Nuncio, allí vecino, porque es imposible traducir con más verdad que lo hace aquel alucinado apóstol el completo extravío de las facultades mentales» (El Greco, 1908), Marañón buscó una prueba para justificar tal aserto. Durante su estancia en París de 1918, Marañón había estado en relación con Joseph Jules François Félix Babiński, un discípulo de Jean-Martin Charcot; este, profesor de Anatomía Patológica, neurólogo y precursor de la psicopatología, había publicado sus importantes Leçons sur les maladies du système nerveux faites à la Salpêtrière (1885-1887); un producto central de sus intereses fue también la recopilación de fotografías que se editó con el título de La invención de la histeria: Charcot y la iconografía fotográfica de la Salpêtrière (1876), y, en colaboración con Paul Richer, Los deformes y los enfermos en el arte (1889). Aunque desconozcamos la fecha de las fotos encargadas por Marañón, parecen haber respondido a estos estímulos; reconociendo la primacía de la sugestión de Cossío y defendiéndose de la acusación de haber dado a la prensa las fotografías que había ordenado hacer, inconsciente de la «hiperestésica publicidad de hoy» y más como «pasatiempo» o «sencillo experimento», Marañón procedió —«con muy leve adobo cosmético» (pero dejándoles crecer barbas y cabellos) y con más «artificio indumentario» del pretendido («leve atuendo apostólico»)— a recuperar «los rasgos raciales de las gentes del pueblo que convivieron con el Greco y que este copió y [...] la expresión de arrebatado misticismo de los modelos». Sin embargo, contra las prácticas posteriores de naturalistas y antropólogos de campo de excluir las interferencias, «les hizo entrar en situación —porque el hábito hace al monje, sobre todo en los “inocentes”». El que terminaría siendo el más famoso de sus experimentos históricos venía nuevamente dictado por ideas adquiridas y de difícil verificación: «El Greco tenía la intuición de la proximidad del desvarío a la santidad»; aun cuando hubiera sido cierto, habría sido imposible probarlo con el disfraz de un inocente «que piensa que es San Pedro».

El Greco y Toledo

Подняться наверх