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PRÓLOGO

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MARAÑÓN, TOLEDO Y EL GRECO

por

FERNANDO MARÍAS

A veces se piensa que Dios permite la duda para que no se extinga ese entrañable frescor perpetuamente renovado que tiene la fe del que titubea.

En 1941, en su Elogio y nostalgia de Toledo, don Gregorio Marañón escribió esta frase, que podría extrapolarse al texto que nos ocupa, algo más tardío, de El Greco y Toledo (1956). Cuando hace poco más de una década, Pedro Laín Entralgo, también médico, humanista e historiador como de quien se predicaba, citó este pasaje de aquel libro, señalaba que allí se podría hallar, parafraseando el título Le Greco ou le secret de Tolède (1910), texto fundacional de Maurice Barrès, «el secreto del libro más marañoniano de los de Marañón» («Marañón en Toledo», en Marañón en Toledo, 1999).

Es posible que también pudiera esconder una gran verdad respecto a la relación vivencial entre el Greco y Marañón, con Toledo naturalmente no solo como telón de fondo, sino como tercer protagonista de un complejo triángulo intelectual y vital; y que en la experiencia religiosa de su autor radicara, si no todo, al menos sí parte fundamental del secreto del Toledo y del Greco de un Marañón que frisaba los setenta años de edad —durante el bienio 1955-1956— mientras redactaba en Toledo aquellas páginas.[1] En este sentido, es iluminador su íntimo y último reproche —escrito poco antes de su muerte y publicado solo póstumamente— a la experiencia grequiana del doctor Alexander Fleming, a quien acompañó Marañón en su visita primaveral de 1948 por Toledo: «Fleming, en Toledo, no pudo ver el Greco más que como pintor, lo cual es, en él, lo de menos; y no como místico, apasionado hasta casi conseguir, sin lograrlo, hacer una interpretación plástica de lo único que no podrá nunca representarse en formas de apariencia humana, que es la pasión de Dios. La pintura del Greco es pintura de oratorio en soledad, y no se puede llegar a su sentido cuando se está [...] rodeado de una muchedumbre...» («Prólogo» a André Maurois, La vida de Alexander Fleming, 1963 [1959]).

Marañón proyectaba su vivencia religiosa personal como instrumento interpretativo de la obra del Greco, aunque lo hiciera como experiencia compartida y no solo individual, pues don Gregorio apelaba a la «naturalidad que hoy tienen los lienzos del cretense para el buen pueblo» de Toledo, a «lo que el pueblo ha sentido», a las «emociones del arroyo», apostando por la rectitud de su apreciación frente a otras interpretaciones que tachaba de intelectualísticas.[2]

No obstante, Marañón era consciente de los límites de su propia postura; y su impostación científica de la historia, desgraciadamente no siempre compartida por todos los practicantes de la historiografía, tenía que rendirse, aunque fuera parcialmente y tal vez a contrapelo, ante la evidencia de lo que él mismo definió como el verdadero y gran secreto del Greco: «su fracaso». Pintor de lienzos maravillosos, Doménikos no habría alcanzado a expresar el misterio de su fervor con la plenitud que habría soñado. Sus «señales desesperadas para entenderse con Dios», en que consistirían sus cuadros de última época, eran «señales frustradas, porque a Dios hay que hablarle con una voz inaudible, como la de los místicos, pero no con los pinceles en la mano, aun cuando se sea un genio». Parece reflejarse en el fondo de estas frases la imagen especular del propio Marañón, y el sentido heroico de la vida tanto del candiota como del madrileño, como «secreto de su gloria»; no la gloria del vencedor sino la del caído en sus intentos de «soñadas hazañas, las hazañas quiméricas y sobrehumanas que no está en las fuerzas del hombre el poder realizar».

Mas había existido otro fracaso del griego: el económico del cretense, producto de su éxito toledano solo relativo y, desde luego, su carencia de un monopolio total en el ámbito del retablo y la pintura de Toledo. Y este fracaso, históricamente verificable —como incluso señaló el propio Marañón analizando su pobre inventario de bienes— más que subjetivo, ponía en entredicho su hipótesis precedente: ¿era inconsciente el Greco de que sus «señales desesperadas para entenderse con Dios», eran «señales frustradas»?, y que su medio de expresión pictórico era por naturaleza inadecuado. Quizá Marañón habría cambiado de opinión de haber podido leer los propios testimonios del pintor, que comenzarían a conocerse pocos años después de su desaparición.[3]

El Greco y Toledo

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