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¿COMBINAREMOS LIBERTAD INDIVIDUAL CON CARIÑO COLECTIVO? LA PUGNA ENTRE EL INDIVIDUO Y EL GRUPO

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Siempre me he sentido como un psicólogo de aldea. Desde pequeño quise ser como Panorámix, el druida de Astérix el galo, al que las gentes consultaban cuando les sucedía algo extraño. Sabían que él les aportaría una idea sencilla pero sensata. No buscaban en él ninguna solución espectacular que cambiara la vida de nadie, solamente una pequeña intervención que sirviera para que el día a día de la tribu continuara con tranquilidad.

La sabiduría de Panorámix le permitía encontrar soluciones sutiles, que mantenían el espíritu de grupo sin meterse demasiado en la vida de cada persona individual. Porque en la pequeña e irreductible aldea gala, cada persona tenía sus extravagancias y la diversidad se respetaba. Nadie le preguntaba a Obélix por qué cuidaba a su perro como si fuera un bebé. No se cuestionaba, tampoco, al pescadero por traer el producto en lentos bueyes desde Lutecia aunque su aldea esté junto al mar. Y, por supuesto, ningún lugareño se reía del jefe por su empeño en que lo portaran en un escudo a pesar de los porrazos continuos que le suponía ese método de transporte. Los habitantes de la aldea solo aceptan dejar a un lado sus excentricidades cuando es necesario ponerse de acuerdo por el bien común.

Ese es el tipo de vínculo grupal que mantenemos todos aquellos que —como los antiguos galos— provenimos de la esencia celta. Es una forma poco ortodoxa de relacionarnos con los demás, en la que se asume que cada cual toma sus propias decisiones y los demás solo tienen derecho a intervenir en sus vidas cuando los actos personales afectan al colectivo.

En el ámbito de la antropología es habitual distinguir entre sociedades colectivistas (las que fomentan la pertenencia al grupo como forma de sentirse apreciado) e individualistas (en las que la autonomía es un valor prioritario). Los miembros de las primeras suelen percibir que el grupo les exige una lealtad duradera a cambio de la protección que les ofrece. Por el contrario, los que se han criado en culturas individualistas han aprendido a ser autónomos: son libres pero, a cambio, tienen que asumir las consecuencias de sus actos.

En general, en terapia me resulta fácil saber quién ha mamado de una u otra forma de ver el mundo. Los educados en culturas colectivistas tienden a sentirse más seguros en sus decisiones cuando estas siguen la norma social. Por eso, suelen tener más autoestima incondicional: se sienten bien, aunque fallen de manera puntual. A cambio, se sienten muy culpables cuando lo que les pide el cuerpo es salirse de la norma, porque para ellos es muy difícil decepcionar las expectativas ajenas. Acaban reprimiendo cualquier opción vital que se salga de lo común y son proclives a los trastornos del estado de ánimo causados por el hastío vital o la represión de sentimientos u opciones minoritarias.

Por el contrario, los que se han alimentado de espíritu individualista llevan mucho mejor la tolerancia a la tensión: entienden el conflicto con los demás como parte de la vida. Se sienten mucho menos presionados por el grupo, pero el precio que pagan es el sentimiento de soledad. Son conscientes de que ellos llevan las riendas de su vida: toman las decisiones, pero, a cambio, tienen que apechugar ellos solos con las consecuencias. El estrés por la excesiva responsabilidad, el peso de la continua exigencia y la necesidad de mantener una imagen todopoderosa son el lado oscuro de las mentalidades más egocéntricas.

La mente del futuro

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